Gregorio Martínez
Escritor
A calzón quitau -acto supremo que sintetiza la hora de la verdad, peluda o lampiña- los escritores regios del Perú no pueden ocultar que ansían, en el fondo del alma de armiño, que la reyerta literaria fermentada en Madrid sea catalogada no como una polémica entre andinos y costeños sino como una bronca de lorchos contra pitucos. Abraham Valdelomar, pseudo limeño y falso dandy que reinaba en el Palais Concert, recibió con enorme arrogancia a César Vallejo y después de darle la mano le dijo: "Ahora puede ir a su provincia y decir que ha estrechado la diestra de Abraham Valdelomar". Pero otro criollo más creído y con poder político, Clemente Palma, lo discriminaba a Valdelomar y lo llamaba 'Zambo Caucato'. Solo que Palma, por el lado del tradicionista, también tenía ascendencia afro. Pobre Perú, seguimos en las mismas.
Eso ansían los regios ahora, que los reconozcan como pitucos. Arcaicos, se miran en el espejo de Felipe Pardo y Aliaga, Clemente Palma, Abraham Valdelomar, José Ferrando. ¿José Ferrando? ¿Quién es José Ferrando? Los pitucos ya no quieren ser meros criollistas, herederos del alharaquiento Karamanduka. Ambicionan constituirse en la crema o, por lo menos, en el merengue. Y si fueran miraflorinos, mucho mejor. Miel sobre hojaldre. Alfajor milhojas. ¡Pasta filo! Habría que ser un huevonazo para decir pasta filo. Aunque más de las veces, los pretendidos pitucos solo cumplen menesteres de peones de mandamases. Pongaje postmoderno, semejante a la faena intelectual que Francis Fukuyama le hizo a Ronald Reagan al escribir El fin de la historia.
Por supuesto, la ansiedad que corroe a los regios nada tiene que ver con el bolerazo de J.E. Sarabia Rodríguez que cantaba Nat King Cole en 1960. El pelo pasudo planchadito con gomina, tal si hubiera tomado lección de aliño del poeta Manuel Moreno Jimeno, a quien los hermanos Altuna, estudiantes piuranos, lo vieron una vez de madrugada asomar a la puerta de su casa con las mechas alborotadas. Ansiedad, de tenerte en mis brazos/ musitando palabras de amor/ Ansiedad, de tener tus encantos/ y en la boca volverte a besar// Tal vez esté llorando mi pensamiento/ mis lágrimas son perlas que caen al mar/ y el eco adormecido de este lamento/ hace que estés presente en mi soñar. Luego un trinar de arpa en la rockola del Pacharaco, puro aserrín, al costado de la Universidad de San Marcos, en el Parque Universitario. Allí la cosa era con ron Pomalca para que el escritor inédito de Huaytará, Ricardo Ráez, se echara a llorar por Zaida, amor imposible de lorcho y pituca.
Sin lugar a dudas, en la reyerta literaria existe de por medio una cuestión de pinta y pretensión. Siempre ha sido así, en el Perú y en América entera. Esto desde la invasión europea. Todo matiz caucasoide otorga privilegios. ¿Acaso la Naval y otras instituciones no exigen examen de presencia? Justamente los regios quieren perpetuarse como los exclusivos comensales del exquisito manjar que en castizo se llama gollería. También para trabajar en la TV y en cualquier sitio con buen salario, la pepa caucasoide, no el talento, es condición imprescindible.
Quienes a estas alturas de la trifulca de alacranes piden sosiego, solo quieren salvar el propio pellejo. No importa que en 1940 se soslayara El mundo es ancho y ajeno para premiar la mediocre novela del pituco de entonces José Ferrando, Panorama hacia el alba. Pero ya pasaron sesenta años, dirán los regios. Qué triste que ahora el vástago de Ciro Alegría alegue que el fundador de la novela peruana toleraba a los pitucos que lo despreciaban a muerte por lorchazo de provincia, aunque fuera más caucásico que ellos mismos. Igual, a José María Arguedas lo ningunearon. Solo después de cuatro años le dieron el premio nacional por Los ríos profundos. Pero fue para echarle tierra a Los inocentes de Oswaldo Reynoso.
Entonces, para los regios resulta negocio redondo si se proclama que la bronca literaria enfrenta a lorchos y pitucos. Claro, escarnio para los primeros y dulce halago para los segundos. Cualquier analista al servicio del establishment aconsejaría que desde el saque había que ganarle la moral al contrincante. Técnica que emplea y recomienda la oprobiosa, antisubversiva y mutante Escuela de las Américas con sede en Georgia, Estados Unidos. Pero los pitucos todavía ignoran que hoy en Wall Street la chinchilla se cotiza el doble que el armiño. Alguien dijo una estupidez. Que la polémica literaria parecía una peleíta entre escritores de Ferreñafe y Chiquitoy. ¿No ves? Prejuicio repulsivo. Como si los escritores de Chiquitoy no pudieran ser una honra para la literatura peruana. César Vallejo trabajó en la Hacienda Roma y el poeta Gonzalo Espino nació allí.
Aun en los derechos que atañen al individuo, la diferencia es odiosa. Y así los regios piden sosiego. Un joven escritor me dice desde Lima, vía Internet: "El lorcho homosexual será, sencillamente, un maricón. El pituco será un gay". Sobre el primero cae la brutal hostilidad. Al segundo se le tolera su identidad sexual, como tiene que ser. La doble vara genera que haya escritores pitucos homosexuales que producen una literatura homofóbica. El caso más repudiable es Jaime Bayly. ¿También Matacabros de Sergio Galarza? Habría que ver.
Pese a la ingenua explicación de cierta ciencia social, que cholo es apelativo digno de orgullo, la verdad de la milanesa histórica muestra lo contrario. Puesto en evidencia, cholo (lorcho) es vocablo infamante, prejuicioso, racista. De tal modo, cholo, empiezan a llamarle los criollos de México al indígena castellanizado y urbanizado. Precisamente para rebajarlo y quitarle las ínfulas de igualdad.
Después, en México, cholo se convirtió en sinónimo de delincuente de extramuros. Lo que en el Perú llamamos achorado. La fisonomía de un hijo de migrantes nacido en una barriada, en los ahora denominados conos. Pienso en el poeta Domingo de Ramos, aunque sea iqueño y su nombre más parezca la gracia de un hidalgo de capa y espada.
Posiblemente México sea el único país de América Latina que supera en racismo al Perú. En la TV el 80% de los animadores son rubios. Y ahí, en la tierra del corrido circula una mentirosa e infamante copla, convertida en sabio proverbio: "Indio que fuma puro/ ladrón seguro". Penoso, pues la mayoría de los mexicanos ignora que el cigarro puro es una antigua creación indígena que los europeos, apenas arribaron a América, asumieron con avidez. En el bello, pero a veces prejuicioso libro Prosas apátridas, Julio Ramon Ribeyro nos dice, magistralmente, cómo el indígena de América tomó venganza a través del tabaco por tantas injurias recibidas.
En cambio, el vocablo pituco solo constituye una burla, una sátira. Por lo tanto, se puede afirmar que no existe racismo al revés, pues este implica opresión y propósito humillante. En múltiples ocasiones, pituco resulta un piropo. De ahí que pululen en las filas de los regios tantos pseudo pitucos, especialmente en el área de la critica y el zahumerio. Pero lorcho jamás es piropo, siempre es escarnio.
Con el tiempo y las aguas, el sistema prejuicioso empieza a dorar la píldora repugnante. De tal manera que el apelativo o adjetivo cholo se convierte también en sustantivo y hasta en verbo: cholear. Dos verbos distintos. Uno, ofender. Otro, disfrutar sexualmente, o sea, joder. Incautos sociólogos, que incluso se consideraban marxistas, pontificaban sobre la existencia de cierto fenómeno social que denominaban, oprobiosamente, "cholificacion". Era común la frase nimbada de saber sociológico: "cholo emergente".
Me gustaría que alguien como Luis Guillermo Lumbreras o Aníbal Quijano aclare esto de cholificacion. Por mi lado, no dudo que cholo es palabra infamante, como zambo, ponja, macaco. Que el cantante Luis Abanto Morales, con la más sana intención, se enorgulleciera de su ancestro indígena, no justifica el vocablo cholo ni el verso "cholo soy y no me compadezcan". Lo mismo vale para Arturo Cavero, que usa el apelativo 'Zambo' como afirmación de su identidad afroperuana. A todas luces, dorar la píldora es el trabajo sutil del racismo disimulado que no quiere ceder terreno en el Perú.