"Exemplo: Lo que se copia de un libro o pintura.
Exemplar: El original."
Tesoro de la lengua
castellana o española (1611)
Sebastián de Covarrubias y Orozco
Aventuras de Juanito
Cada primero de julio, Juanito cumplía quince años. Lo celebraba en su casa, con sus padres, sencillamente y con la promesa de acabar sus estudios y buscar trabajo. Los padres envejecían y morían, por lo que Juanito debía proveer a su reemplazo, yendo a la Casa de Expósitos o a las maternidades, donde solían abundar los niños abandonados por sus padres. Así criaba Juanito a sus nuevos progenitores, que crecían, maduraban, envejecían y morían conforme al ciclo normal de toda vida.
Juanito salía a la calle y frecuentaba lugares fijos. Uno de ellos era la Plaza, donde se reunían diariamente la Mujer, la Dama, el Llavero, el Hombre de Bronce y la Vecina.
La Mujer estaba siempre vestida de fiesta y sostenía que sólo iba a la Plaza de paso hacia una gran recepción en uno de los más lujosos palacios de la ciudad. Bajo sus tules se veían sus diamantes. La Mujer sólo hablaba de las grandes fiestas del pasado y hacía listas de invitados ilustres, vestidos de señoras, orquestas que amenizaban los bailes y menús servidos en cada ocasión.
La Dama aparecía vestida de negro y guardaba un total silencio. Juanito sospechaba conocerla y, en efecto, cierto día revolviendo cosas en el fondo de un baúl, halló fotos de la Dama en compañía de unos señores bigotudos y solemnes, que los padres de Juanito - de los tantos que ha tenido y tendrá - le informaron que era sus abuelos y unos amigos de sus abuelos.
El Llavero, como su nombre indica, disponía de muchas llaves, colocadas en una gran circunferencia de alambre que colgaba de su cinturón. Afirmaba que podía abrir con ellas todas las puertas de la ciudad y, en efecto, si se le pedía que describiese cualquier casa, lo hacía puntualmente.
El Hombre de Bronce pertenecía a una de las familias más importantes del país. Dueña de grandes campos, de edificios en alquiler, periódicos, fábricas de harina y de conservas, la familia se mostraba, además, en los mapas y en los planos, en las plazas y en las calles, dando nombre a incontables lugares. Sus antepasados aparecían en sitios públicos fundidos en el mismo bronce que el Hombre de Bronce.
La vida del Hombre de Bronce se desenvolvía normalmente conforme a su condición. Cuando hablaba, su voz sonaba como un clarín y se oía en toda la ciudad. Cuando hacía el amor, desgarraba a sus amantes, dada la materia con la que estaba hecho. Cuando se emborrachaba, su paso vacilante lo hacía golpearse contra las paredes, produciendo auténticas campanadas. Sus estornudos eran de trompeta y sus pedos, de tuba wagneriana.
La Vecina bajaba espaciadamente a la Plaza. Estaba casi todo el día encerrada en su comedor, con los postigos echados, viendo los programas de la televisión. Sólo obviaba los deportivos, tiempo que aprovechaba para ir a la Plaza. Allí se ocupaba de relatar detalladamente los noticieros, los desfiles de modas, las mesas redondas, los entretenimientos, las teleseries y las tertulias de famoseo. Creía a tal punto en lo que veía por el televisor que una tarde se quedó sentada bajo la lluvia, empapándose hasta la neumonía. Insistía en que el aguacero no era real porque el pronóstico de la televisión había anunciado buen tiempo.
Otros lugares frecuentados por Juanito eran el velatorio del Gran Líder y el Café de los Dos Hermanos. El Gran Líder había gobernado hacía medio siglo y acababa de morir. Todos los habitantes de la ciudad hacían cola para ver el cadáver. Hasta el Gran Líder estaba en la cola, argumentando que hacerlo era un deber cívico.
En el Café de los Dos Hermanos estaban Pedro y Manuel, el mayor y el menor, examinando los papeles de la familia, en busca de los antepasados y las genealogías. Se carteaban con archivos extranjeros y con academias de heráldica, acumulaban pergaminos y fotocopias, y obtenían daguerrotipos, grabados, óleos y dibujos en que aparecieran retratados sus mayores.
Cierto día, la Dama se levantó de su asiento en la Plaza y partió intempestivamente. Juanito decidió seguirla. Atravesaron barrios muy poblados, luego suburbios con jardines y, finalmente, llegaron al deslinde donde empezaba el campo. Allí había un viejo depósito de agua en desuso, hecho en ladrillo y con ciertos detalles que, por comodidad, llamaremos bizantinos.
La Dama entró en el depósito por una grieta de la pared. Juanito la imitó. Dentro había corredores y escaleras y, en el centro, una enorme pila de aguas turbias. La Dama se arrojó serenamente a ellas. Juanito sintió asco y miedo pero, cerrando los ojos y tapándose la nariz, hizo lo mismo. Al principio percibió un repugnante sabor de agua sucia y jabonosa, luego un frío que suprimía casi todas las sensaciones, por fin una suerte de pinchazos producidos como por cristales muy agudos, tal si el agua se hubiese transformado en un montón de botellas rotas.
Juanito vio pedazos de su cuerpo divagando muy lejos y comprendió que se había destrozado y que sería difícil reconstruirse. En ese momento se sintió arrastrado hacia abajo, hacia un espacio oscuro que percibió como un túnel muy estrecho. En su desembocadura se halló en una pila de azulejos blancos, con su cuerpo íntegro y limpio, sólo que desnudo.
La Dama estaba de pie al borde de la pila y lo llamaba con un gesto. Curiosamente, Juanito no sintió vergüenza de su desnudez ni, especialmente, de su miembro, que estaba erecto.
La Dama lo condujo a una sala donde estaban todas las mujeres de la ciudad, también desnudas y yacientes. Juanito las debía poseer, una por una. Y así lo hizo, bajo la mirada fija pero indiferente de la Dama, enfundada en sus ropas negras y sentada en un sillón. La actividad duró años, pero Juanito, como sabemos, cumplía los quince cada primero de julio.
Cansado, sudoroso y feliz, Juanito volvió a la pila blanca, se lavó en ella y se abandonó al sueño. Ahora flotaba, horizontal, por el túnel, el bosque de vidrios y el agua jabonosa, pero su cuerpo estaba íntegro, tibio y compacto, y nada sentía fuera de él. Despertó en el viejo depósito de aguas. La Dama había desaparecido y no volvería a verla. A su lado halló ropas nuevas, blancas, recién planchadas, y una varilla de oro. Se vistió y, empuñando la varilla como un cetro, volvió a la ciudad.
Su casa estaba desierta. Seguramente, en su ausencia habían vuelto a morir sus padres y se los habría llevado una empresa funeraria o el ayuntamiento. Esta vez no buscó reemplazo. Se tendió en la cama y apagó la luz. Era de noche y la varilla de oro parecía latir con una luminosidad que salía de su interior.
Juanito volvió a encender la luz y buscó fotos de la Dama. Pero algo extraño había ocurrido en ellas porque la Dama había desaparecido y los demás personajes seguían en sus lugares. Entre ellos, el Viejo de la Montaña que, según las creencias de la gente, vivía al Sur, aunque allí no hay montañas. El Viejo se había dejado fotografiar a la entrada de su cueva, en un lugar que podrían ser las estribaciones de una cordillera. Todos decían que alguna vez el Viejo de la Montaña vendría a la ciudad y se apoderaría de ella.
En la Plaza no le quedaban ya a Juanito más conocidos. La Mujer había muerto en una fiesta al tomar un canapé con veneno. El Llavero quedó encerrado en una casa abandonada y pereció de hambre y sed porque su voz era inaudible y la puerta no podía abrirse por dentro, ya que se había estropeado su cerradura. La Vecina había perecido electrocutada al intentar una reparación casera del televisor. El Hombre de Bronce se había fundido en un incendio, salvo sus manos, que eran de mármol, y que, tiznadas y deterioradas, se exhibían en el museo histórico de la ciudad. Pedro y Manuel disputaron por la herencia de la familia, una vez aclarado el haber sucesorio, y el mayor mató al menor. Fue llevado preso y pidió ser condenado por fratricidio, delito que no existe en nuestras leyes penales, por lo que se lo sancionó como homicida simple, lo cual le ofendió muchísimo. Caso similar fue el de un vampiro que apareció en la ciudad por aquellas fechas y que no pudo ser penado por vampirismo, sino por lesiones (desgarrones en el cuello) y abusos deshonestos contra una muchacha de servicio.
Juanito se sorprendió al comprobar que por la calle todos lo reconocían y se detenían a saludarlo, dándole abrazos, pescozones y besos. Las mujeres le parecían vagamente conocidas, como esas personas que hemos visto sólo una vez. Eran las mujeres que había poseído en su viaje y las hijas y los hijos que habían dado a luz, todos iguales a Juanito. Les prometió pasar un día en casa de cada uno de ellos, cumpliendo con sus tareas de padre, o sea corregir los deberes escolares, controlar las comidas, vigilar el lenguaje y dar algunas nociones de historia y de civismo.
Así lo hizo hasta la Gran Noche, cuando la ciudad se vio invadida por una suave luz rosada, como de niño recién nacido, y todos los objetos se estiraron hasta alcanzar la perfecta rigidez de una escultura. Se enderezaron los árboles, las inclinadas torres de las iglesias y palacios, los obeliscos de los fundadores, los sables corvos de los próceres, los cigarrillos rotos y desdeñados, los dedos de los artríticos, las onduladas barbas de los santos. Los varones vieron súbitamente erguidos sus miembros y los novios amaron a sus novias, los maridos a sus mujeres y los desconocidos a las desconocidas, todos a la vez y durante quince minutos. La ciudad vibró en un alegre quejido unánime. Sólo Juanito estaba solo, encerrado en su cuarto y pensando dónde podría estar la Dama.
A la mañana siguiente, el Gran Líder recogió su ataúd y salió de la ciudad, seguido por todos sus habitantes. Marcharon hacia el Norte, con sus enseres domésticos, sus tesoros, instalaciones industriales, bibliotecas y coches. La ciudad quedó pelada, con sus casas vacías, inútilmente abiertas.
En el Norte habitaba un pueblo de gente oscura, cuya capital estaba rodeada de junglas. Eran adversarios de la ciudad y siempre competían por los campeonatos de fútbol. Allí se juntaban dos anchos ríos en forma de titánicos pechos o nalgas.
Solo en la Plaza, Juanito veía volar algún papel olvidado por el éxodo. La varilla de oro se había apagado. No era de oro sino un artificio eléctrico cuya pilas estaban descargadas. Pensó que, tal vez, había llegado el momento para que tomara posesión de la ciudad el Viejo de la Montaña, que vivía al Sur, donde no hay montañas.