"De pronto me chocó que aquel diminuto guisante, bello y azul,
fuera la Tierra. Levanté un pulgar, cerré un ojo,
y mi pulgar cubrió el planeta por completo.
No me sentí como un gigante.
Me sentí muy, muy pequeño"
Neil Armstrong
Así orina Andy Vásquez. No es que le dé escrúpulo tocársela, sencillamente ha desarrollado la técnica y le resulta más cómodo así. Se la saca, apunta con la pelvis, pone los brazos en jarras, y cuando ha terminado se la guarda, fin de la historia. Las manos quedan libres durante la mayor parte del trámite, lo cual le viene de perlas para lo que se propone ahora.
Los lavabos están sorprendentemente aseados si tenemos en cuenta que nos encontramos en un restaurante de carretera. El meadero de pared contra el que apunta Andy estaba impecablemente limpio antes de que se la sacara y comenzara a regarlo con su ambarino caudal de impurezas.
Sin embargo, antes de empezar a orinar, Andy ha alargado el brazo y le ha dado al botón que higieniza el urinario.
Todo forma parte del plan.
Hace unos días, Andy tuvo una idea que desde entonces viene llevando a la práctica, y ésta es una ocasión tan buena como cualquier otra de proseguir con lo empezado.
Mientras evacua líquidos, Andy le da otra vez al botón desaguador. De nuevo un grueso chorro de fluido azul desciende por la pared del meadero en estéril recorrido hasta el sumidero. Sin abandonar sus maniobras meatorias, Andy pulsa el botón otra vez, y luego otra más. En este tipo de retretes no es preciso esperar a que se llene de nuevo la cisterna, el mecanismo queda dispuesto para una nueva pulsación tras un lapso de pocos segundos, de modo que Andy puede pulsarlo tantas veces quiera. Y así lo hace. Lo que Andy no sabe es que los flujos de entrada y salida están mecánicamente regulados para que, pase lo que pase, el fluido azulado azulado jamás desborde.
Si se lo dijéramos, tanto le daría porque no es eso lo que Andy tiene en mente.
Lo que Andy quiere es que el consumo del líquido desinfectante del restaurante se dispare por encima de lo previsto, que el encargado llame pidiendo una nueva remesa, que el distribuidor de fluido azul se vea expresamente obligado a cogerse la furgoneta para cubrir la entrega urgente, que el evento termine en atropello de un viandante, en accidente de circulación, en siniestro en un paso a nivel y descarrilamiento de trenes.
No todo van a ser truculencias; acaso el furgonetista conozca en el transcurso de su apresurada excursión a la que será la mujer de vida. Acaso termine casándose con ella, trayendo niños al mundo, que a su vez engendrarán a una nueva progenie de críos. Una camada de humanos que se multiplica en el tiempo y en el espacio como fruto de su meada, ése es el sueño de Andy.
El plan de Andy no empieza ni termina en los urinarios. Viniéndose al bar por la interestatal, por ejemplo. Andy ha ido sistemáticamente mascando todos y cada uno de los chicles del paquete que traía consigo y escupiéndolos por la ventanilla del coche a intervalos regulares. Previamente, se ha asegurado de que un pequeño núcleo de esputo quedara debidamente cobijado en el centro de cada una de las pegajosas pelotitas de goma. Probablemente su acción únicamente tenga consecuencias para unos centenares de miles de microorganismos, pero es que Andy vio hace unos meses una película en la que clonaban dinosaurios a partir de su ADN y no la terminó de entender bien. Además, que en este mundo moderno uno nunca sabe, rediós.
Tal vez por eso mismo, Andy está decidido a intervenir tan activamente como le sea posible en él para que pasen cosas.
Andy quiere que sus insignificantes interacciones con el mundo tengan consecuencias. Andy quiere dejar una impronta en la realidad tan profunda como sea posible, siempre que sea posible.
Y siempre es posible, si nos limitamos a la pequeña escala. Aunque no es probable que las niñerías de Andy tengan consecuencias inmediatas en un presente próximo, sí terminarán teniéndolas en un futuro lejano. Tal vez haya que esperar un par de millones de años para que las bacterias a las que se ha cepillado el fluido azulado modifiquen la cadena alimenticia de modo significativo. Pero tarde o temprano llegará un día en que un ente multicelular nacerá o dejará de nacer a consecuencia de sus tirones de cadena.
Es a partir de ahí que la cosa comienza a ponerse interesante.
La paciencia, esa sí es una virtud.
Obviamente, desde el interior de un automóvil, las opciones quedan radicalmente limitadas, más, si no es uno quien conduce. Sin embargo la consecución del plan es a menudo tan fácil como apretar un botón. Eso es lo que piensa Andy tirando de la cadena una vez más mientras su vejiga sigue vaciándose.
Retrocedan veinte minutos atrás en el tiempo y verán cómo arrastraba los pies por el descampado que hay enfrente del restaurante con ánimo de modificar la estructura del planeta. Aquí donde la bota de Andy barre un montoncito de piedras, florecerá una loma. O tal vez el piso se hunda unos centímetros, lo importante es que algo terminará por suceder, eso seguro ¿Un millón de años? ¿Cien? ¿Y qué es eso para Andy?. Piensen que estamos hablando de un individuo que acaba de zamparse una hamburguesa pensando en qué futuro aguardaría a la humanidad si de pronto se cuadrase y decidiera no comérsela. No, aunque fantasee con hombres que nacen de un esputo y con el infinito como vehículo para erigirse cofundador de una nueva realidad, Andy de tonto no tiene un pelo. En consecuencia sabe que por más veces que pulse el botón de desaguar es improbable que la furgoneta de reparto salga expresamente del garaje para cubrir el envío urgente, que probablemente el repartidor terminará su turno sin percances y se volverá a casa solito a matarse a pajas, como todas las noches. Jamás conocerá a la mujer con la que estaba predestinado a engendrar al padre de uno de los grandes pensadores del siglo XXII. El ánimo de las masas no se caldeará a lo largo de toda la década siguiente hasta eclosionar desencadenando conflictos por toda Europa, que darán lugar a un nuevo orden mundial. Todo lo más, tendremos un genocidio de microbios, o un auge de ciertas bacterias. Menos da una piedra y nada se pierde por seguir intentándolo, piensa Andy tirando de la cadena por enésima vez. Si no es hoy, será mañana.
Tal vez si se acercara al restaurante regularmente, si se cebara con el botón a diario, los efectos terminarían por concretarse a medio plazo entre los organismos superiores, entre sus semejantes incluso. Pero si hay algo de veras improbable en esta historia es que Andy vuelva a pisar este restaurante, como le recuerda ahora el tirón en la muñeca que le ha sacado de su ensimismamiento, obligándole a levantar la vista. El agente de paisano que le custodia le hace un gesto recriminatorio con la cabeza y le dice que vale ya, ¿no? Por la cara que pone está claro que no lleva bien esto de tener que entrar en los retretes esposado al elemento éste. Lo del juego del botoncito ha terminado de cabrearle. Andy le mira muy fijamente durante un instante, retira por fin la mano del pulsador, se guarda la pija con la mano libre y acompaña dócilmente al agente hasta la mesa del restaurante donde aguarda su compañero. Sobre el mantel, tres bollos desmigajados y, sobrevolándolos, cien moscas sobre cuyas espaldas descansa el destino de la humanidad. Andy vuelca un vaso y provoca una inundación que revierte en un éxodo de microorganismos: el eco se proyecta, la faz de la tierra se reconfigura, las interacciones entre sus pobladores permutan futuros distintos a cada uno de sus actos. Ojalá hubiera pensado en ello antes. Pequeños cambios, pequeños cambios, se dice Andy secando la mesa con un manojo de servilletas bajo la mirada sulfurada de los dos agentes. Si hubiera calibrado el factor tiempo con otra amplitud de miras, si hubiera visto que hacer Historia era así de sencillo, aunque fuera de manera póstuma y anónima ... En fin, si las cosas hubieran ido de otra manera, Andy podría seguir adelante con su misión: cambiar las llaves de lugar, pasarse el día entero efectuando llamadas que generasen actividad, propiciar génesis y declives mediante actos tan banales como despertar a los vecinos. Sí, entonces todo habría sido distinto, porque Andy no es una persona violenta, nunca lo ha sido. Todo aquello no fue más que un error tremendamente desagradable para todos, incluso para él mismo. Las niñas chillando, los vaqueros perpetuamente manchados de rojo, y aquella cosa de allá abajo que no terminaba nunca de ponérsele dura. No, Andy es una persona apacible, y ahora está aprendiendo además a ser una persona paciente.
Los jueces de Texas actúan sin el más mínimo miramiento, probablemente le quede poco tiempo ya. Pero ahora Andy está dispuesto a esperar.
De un manotazo aplasta una mosca y siega cien vidas.