Se les exige hoy a los escritores ser grandes comunicadores. Seducir no sólo con la escritura, sino también con la charla o, más exactamente, con una suerte de discurso estructurado de antemano, repetitivo, lleno de certidumbres o pretendidas verdades absolutas, que apele a las fibras sensibles que componen el tejido mercantil del momento. A su manera, Sergio Pitol (Puebla, México 1933) es un excelente comunicador, pero por todo lo contrario a lo descripto. Su espontaneidad, la forma siempre inclusiva y amable de conversar, esa natural entrega, y su permanente exploración del mundo que lo lleva a interrogarse una y otra vez, hacen que sus palabras (surgidas de la zozobra de una mente superpoblada de voces y distinta entonaciones de la lengua), cobren una dimensión humana que cautiva de inmediato. Estudioso de los clásicos, ama a los escritores excéntricos que sintonizan con su propia búsqueda estética y su peculiar mirada de la vida y de la historia. Sus novelas (El tañido de la flauta, Juegos florales, El desfile del amor, Domar a la divina garza y La vida conyugal) como sus cuentos, reunidos en diversos volúmenes entre los que destacan Tiempo cercado, Infierno de todos, Los climas y No hay tal lugar, dan cuenta de los alcances de una obra esencialmente literaria, con fuertes marcas de lectura, pero que, no obstante, se reserva y opone una continua resistencia a la institución literaria. Ensayista, traductor de larga data, difusor del patrimonio cultural mexicano en Polonia, Francia, Hungría y Checoslovaquia, países donde desempeñó cargos diplomáticos, es en la actualidad un nombre reconocido de la letras mexicanas que ya gravita internacionalmente gracias al éxito de títulos como El arte de la fuga y Pasión por la trama.
De una de sus visita a Madrid, surgió esta conversación en la que Pitol nos refiere su modo de entender la escritura y habla de sus ángeles tutelares: Conrad, Henry James, Nabokov, Gombrowicz, Gogol, Firbank o Bajtin, entre otros que habitan su biblioteca personal. Recuerda, además, tertulias y viajes compartidos con autores como Juan Rulfo, mientras vuelve a reafirmase en la convicción de que un escritor debe intentar siempre romper con la rigidez de los cánones para mantener vivo el incesante movimiento de la literatura.
ÓMNIBUS - En el seminario que dictó en la Casa de América de Madrid, "Narrar: Imaginar la realidad", usted clasificó la novela en género onírico, paródico, policíaco, etc. ¿Es una clasificación personal?
SERGIO PITOL - Exactamente. Yo ya he coordinado talleres de trabajo en otras ocasiones. Esta es la segunda vez que lo doy en la Casa de América. La gente es muy participativa. Porque los talleristas deben tener determinada cualificación para participar en los seminarios. La enorme mayoría de los participantes son jóvenes que están escribiendo, algunos ya han publicado. Es decir, son personas que tienen interés por escribir obras narrativas y mi papel es mostrarles algunas de las muchas posibilidades de acercarse al género. También señalarles las dificultades a la hora de iniciar un trabajo y unas cuantas maneras de superarlas. Les propongo, desde el principio, que se aparten de cualquier norma rígida. Para mí la intuición es decisiva para llevar adelante una escritura singular. Es necesario que cada escritor posea perspectivas propias. Lo que para unos podría ser el camino adecuado, a otros los llevaría al desastre. Ahora bien, yo insisto mucho en la intuición, pero también en la forma. Sin forma no hay literatura; hay caos, disparate, tontería. Las reglas existen, pero, a veces, se pueden violar. A cambio, deben ser sustituidas por otras reglas aunque sean tácitas, ya que de eso depende el movimiento de la literatura. Y lo que trato de mostrarles, durante el seminario, son las diferencias en cuanto a la construcción entre un cuento, una novela corta y una de extensión normal, y todas las posibilidades existentes en estos subgéneros. De ahí que en mis sugerencias de lecturas para el taller haya propuesto que leyeran La metamorfosis de Kafka, que es una novela corta; y a las novelas de extensión normal las haya clasificado en género onírico (Pedro Páramo de Juan Rulfo), género paródico (Decadencia y caída de Evelyn Waugh) y género policíaco (Un cadáver en la biblioteca de Agatha Christie), y demás.
OMB - Esos libros suyos que reúnen ensayos y crónicas, autobiografía novelada, como El viaje, me llevan a recordar que la crónica, precisamente, es un género abordado con gran eficacia por los mexicanos. Pienso en Elena Poniatowska, en Carlos Monsiváis, en Juan Villoro.
S.P. - Sí, los tres autores que ha nombrado son los más destacados en la actualidad. Pero la crónica es el gran género del siglo XVI y tiene antecedentes en México realmente soberbios. Simplemente, el libro de Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la nueva España, es fantástico. Y en el XIX, que es un siglo muy movido, muy turbulento históricamente en México (por la invasión americana y la ocupación de territorios que nos quitó Estados Unidos; también por la intervención francesa, que fue muy tremenda, ese Segundo Imperio de los Augsburgo; y las luchas intestinas entre conservadores y liberales), lo más importante de la literatura mexicana, por todo esto, es la crónica. Un género en el que hay autores y libros maravillosos. Luego, el período de la Revolución, también dio muchos cronistas. En efecto, se trata de un género que tiene una gran historia, con mucha trascendencia en México, y una gran recepción por parte de los lectores.
OMB - ¿Pedro Páramo, una de las novela que usted recomienda leer en su taller, es el paradigma de la novela onírica contemporánea?
S.P. - Desde luego. Pero no se crea que hice tantas especificaciones, sólo dije que la narración tiene muchas variantes, porque cuando empezaron a crearse hace unos 25 años estos talleres de creación, generalmente eran muy dogmáticos. Yo creo que a muchos escritores en potencia los frustraron por imponer tantas reglas, por funcionar con cánones. La rigidez provenía del hecho de que estos talleres eran coordinados por teóricos, y no por escritores. Los ejercicios que les exigían a los talleristas tenían reglas tan fijas que, en vez de potenciarlos, les cortaban las alas. Después, en algunas universidades de Estados Unidos, se organizaron cursos muy dinámicos hechos por escritores para escritores, y ahora ésa es la tendencia. En Turín, desde hace dos años, hay una escuela de este tipo a la que va gente de muchos países, la creó el autor de la novela Seda, Alessandro Baricco. Allí van escritores que discuten con otros escritores. De este tipo de talleres, en América, han salido autores muy reconocidos como el norteamericano Raymond Carver; muchos de los anglosajones salen de estos talleres. Desde el principio, les insistí a mis alumnos en la libertad, y en la intuición; en la preparación, pero con instinto. Les hablé de los muchos subgéneros en la narración -como la novela onírica, la policíaca, la realista- y que cada quien debe optar por el género al que temperamentalmente responde, el que mejor se adecua a su manera y a su momento creativo.
OMB - ¿Usted conoció a Juan Rulfo?
S.P. - Sí, tuve ese gusto. Es memorable sentir que uno conoció a Rulfo, que comía de vez en cuando con él, pero siempre que lo vi, estuvo muy callado. Después de ser célebre, incluso para sus amigos íntimos era un hombre silencioso, de pocas palabras, aunque sorprendente en los momentos de conversación. Yo viajé con él, en esos viajes de escritores, a Varsovia y a París. En México lo vi varias veces, porque había un grupo de escritores y pintores que se reunían todos los lunes, y a esa mesa iba siempre Juan Rulfo.
OMB - ¿En la casa de quién se reunían?
S.P. - En la casa del pintor Vicente Rojo. También iba ahí Augusto Monterroso, que era muy amigo de Rulfo, son de la misma edad casi, de la misma generación, se conocían desde jóvenes. También frecuentaba esa mesa un cronista, Fernando Benítez, que fue muy importante en México porque los más extraordinarios suplementos de cultura que han existido los dirigió él. También iba una historiadora, Catalina Sierra; Monsiváis y yo íbamos de vez en cuando; y un poeta, García Ferré. La conversación en esos lunes era fantástica, muy viva, con mucho humor, con mucho ingenio. Pero Rulfo, había días que no decía nada; o bien, hacía unos comentarios tan fuera de lo que se platicaba ... estaba en su mundo y, de repente, decía cosas impredecibles. La cultura de Rulfo era, también, no impredecible, pero sí poco ortodoxa. Sabía mucho de la literatura del siglo XVI, estudiaba documentos de ese período. También había leído a los escritores nórdicos, especialmente a uno del que ya casi nadie se acuerda, que es extraordinario, el islandés Halldor Laxness. Y cuando tocaba esos puntos, entonces Rulfo revivía.
OMB - Con Rulfo viajó a Varsovia y a París. ¿Cómo fueron esos viajes?
S.P. - Rulfo viajaba mucho, era uno de sus placeres. Y era dificilísimo en los viajes, porque hablaba tan poco. En Varsovia casi no dijo nada. Estaba Cortázar, Monterroso, alguien más que no recuerdo ahora, yo. Esto fue, creo, en el año 1975. Era un acto universitario dedicado a la literatura latinoamericana y estuvimos allí unos tres días. Teníamos que dialogar con el público, hablar sobre un tema, pero Rulfo dijo poquísimas palabras. Y también, como en las conversaciones de mesas, sus palabras estuvieron atravesadas por otros rumbos. El viaje a París fue nada más que por placer. Yo trabajaba en París. Tito Monterroso y Rulfo se quedaron unos días y fuimos a cenar una vez a casa de Bryce Echenique, que reunió a un grupo amplio de latinoamericanos, y yo no recuerdo que Rulfo hubiera dicho algo tampoco en esa ocasión. Pese a todo, Rulfo viajó mucho en los últimos años de su vida. Viajaba a Sudamérica, a China, a Europa. Una vez, recuerdo, a la Feria de Frankfurt, donde leyó. Cuando Rulfo leía sus obras era maravilloso, absolutamente maravilloso; era otra gente, era cada uno de sus personajes, esos personajes embrujados, adolidos, muertos que deambulan por sus relatos. Tenía una voz estrangulada, era fenomenal. En Frankfurt, creo que fue, hizo una lectura de algunos de sus cuentos y de fragmentos de Pedro Páramo y Günter Grass leyó lo mismo, pero en alemán. Fue algo espléndido. Era muy callado, lo recuerdo siempre así. Y, sin embargo, necesitaba estar en lugares donde hubiese gente. En una librería de la ciudad de México, El Ágora, muy famosa (ya no existe), que estaba enfrente del lugar donde él trabajaba, en el Instituto Indigenista, le tenían una silla en un lugar donde él se ponía a leer o se sentaba con sus apuntes. Y, claro, cada día alguien lo saludaba, le pedía un autógrafo; pasaba unas dos horas diarias en El Ágora.
OMB - Sin embargo, en reuniones con sus colegas, en actividades públicas, se mantenía apartado.
S.P. - Apartado, pero siempre presente. Necesitaba de la gente. Me acuerdo de esa silla, con una mesita al lado, en aquella librería, recibiendo a las personas que se le acercaban o iban a verlo.
OMB - En el prólogo a su libro Todos los cuentos, Juan Villoro dice que "los relatos de Pitol deben su intensidad y su verosimilitud a que dejan a un lado la aventura" y que su vitalidad recae "en la riqueza de las reflexiones, en la vida que se recrea y se discute a sí misma". ¿Está de acuerdo?
S.P. - Pues puede que sí. Si Juan así lo vio, seguramente ha de ser. Pero lo central de mi narrativa, el placer de narrar para mí, se encuentra, generalmente, en contar historias. Contar historias es también contar aventuras, aunque sean aventuras cotidianas. Aunque no hay aventura en el presente. Casi siempre, los personajes de mis cuentos, muchos de ellos, hacen reflexiones sobre momentos del pasado, sobre un momento en el que sucedió algo. Algo que, a veces, no dejo muy claro, que sólo insinúo, porque los personajes meditan o se acercan a un punto secreto y van dando algunas pistas, a veces contradictorias, porque es el lector quien tiene que armar la historia.
OMB - ¿Quiénes abundan más en sus relatos, los héroes o los antihéroes?
S.P. - Héroes no tengo ninguno. Tampoco me acerco demasiado a los antihéroes paradigmáticos, a los que se mueven con una consciencia de antihéroes. Mi mundo es paródico, el que no se maneja con héroes ni con antihéroes o los maneja de una manera carnavalesca.
OMB - En su primera novela, El tañido de una flauta, hay historias dentro de historias como en Las mil y una noches. ¿Esta novela es, como señala Villoro, "una intensa mascarada veneciana, un carnaval de la simulación"?
S.P. - Tanto en mis cuentos como en mis novelas trabajo unas estructuras muy cercanas a las cajas chinas, donde una historia está dentro de otra, y así. Cuando parece que hay un resultado, un final, no es el final real, porque todavía aguarda otra cosa. Si alguien cree haber descubierto un misterio, se da cuenta, al poco tiempo, de que está equivocado, porque hay otras capas o cajas a las que no ha llegado.
OMB - ¿Su cuento Ícaro es un anticipo de esta novela?
S.P. - Sí, efectivamente. Es un anticipo de mi primera novela El tañido de una flauta. Yo lo escribí como cuento, pero, después de un tiempo, me di cuenta de que podría ensanchar ese tema y con la trama de Ícaro construir otra trama en la que hubieran acercamientos y alejamientos también.
OMB - Usted tradujo del ruso, del polaco, del francés, del inglés y del italiano.
S.P. - Del francés, yo creo que poquísimo. Del francés alguna cosa de Michaux para una revista. Pero de los otros idiomas, sí.
OMB - ¿La lengua madre admite adquisiciones de otras lenguas? ¿Esas adquisiciones conforman la lengua personal de un escritor?
S.P. - Yo viví varios años gracias a las traducciones. La mayoría de mis conocimientos, como escritor, provienen de la traducción. Es muy distinto leer un libro que traducirlo. Al traducirlo, uno se interna en su carpintería. Descubre muchos secretos: cómo un elemento, un detalle mínimo en una parte del libro se va desarrollando a través de la escritura y surge, quizá, como lo más importante de su arquitectura narrativa. Por fortuna, casi todo lo que traduje fue propuesto por mí, libros que me gustaban de Joseph Conrad, varios de Henry James; uno maravilloso que estaba recordando hace poco, El buen soldado, de Ford Madox Ford, que es una novela extraordinaria por su organización, su estructura es portentosa. Entonces, mi enseñanza viene más bien de eso.
OMB - ¿Usted también tradujo a Nabokov?
S.P. - Sólo una novela del inglés. Era una de las novelas que Nabokov había escrito en ruso, de joven, y la había traducido con su hijo al inglés, perfeccionándola. Es una novela sobre el ajedrez, La defensa. De Gombrowicz, en cambio, traduje casi todo; el autor polaco que vivió, como usted sabe, muchos años en la Argentina.
OMB - ¿Por cuál de sus patrias literarias (usted vivió y creó en París, Venecia, Barcelona, Varsovia) siente mayor filiación?
S.P. - De cada lugar que estuve recibí algo. Pero mis patrias verdaderas son el Siglo de Oro español, que leo y utilizo mucho, las literaturas eslavas, la literatura latinoamericana y algo de la italiana.
OMB - ¿Su cuento Del encuentro nupcial es, como afirman algunos críticos, la simiente de todas sus narraciones?
S.P. - Ese cuento lo escribí en Barcelona. Es, quizás, el inicio de una de mis líneas, el inicio de ese ejercicio de cajas chinas del que ya le hablé, donde una historia está en otra y en otra, y se contaminan cada una de ellas.
OMB - En la novela Juegos florales usted cuenta la historia de un escritor frustrado y habla, por decirlo de alguna manera, de amores locos. ¿El fracaso y la locura del amor son temas de tal interés humano que siempre se pueden explorar desde nuevas perspectivas?
S.P. - Yo creo que sí. Además, son temas recurrentes en mis novelas. En las dos primeras, El tañido de una flauta y Juegos florales, están estos temas muy presentes, muy vivos. Pero después derivé hacia otra temática que es casi antitética: la parodia.
OMB - La parodia que aparece en esas tres novelas que, después, reunió con el título genérico de Tríptico del Carnaval.
S.P. - Sí, que son El desfile del amor, Domar a la divina garza y La vida conyugal.
OMB - Novelas autónomas, publicadas de manera unitaria y, más tarde, reunidas en Tríptico del Carnaval, que contiene una presentación de Antonio Tabucchi. Sin embargo, aunque son independientes, hay en todas ellas algo que las une y las relaciona: esa necesidad de la parodia de liberar la vida, de romper con los convencionalismos, de ridiculizarlos.
S.P. - Opera, en estas novelas, una desacralización de las instituciones llamadas respetables, efectivamente.
OMB - ¿Es ése el rumbo que ha tomado su narrativa a partir de ahí?
S.P. - A partir del tríptico tenía yo las notas para una cuarta novela, pero sentí que me iba a copiar. Que los retos que me había impuesto para estas novelas, que son distintas, antagónicas a las dos anteriores, que eran, más bien, trágicas, se habían diluido. El reto que me había puesto al llegar a la parodia y el placer que me produjo, parecían acabados. Pues sentía yo una blandura en la materia, una abulia, y no quise correr el riesgo de mantener una escritura, un lenguaje vegetativo. Entonces, en ese momento, pasé a otra experiencia, que son estos libros que conjugan o que mezclan la narración con el ensayo, con la crónica personal, con la autobiografía cultural o con la autobiografía a secas, escritos con temas muy heterogéneos. Temas que, al tratarlos como si fueran narraciones, los personajes que surgen se convierten en protagonistas y comienza a funcionar una suerte de novela. De ahí que, cuando presento estos libros en las editoriales, los cataloguen como novelas. Cuando comencé a experimentar con este tipo de libros, me sentí aterrado por permitirme a mí, que salía de un canon individual, seguir otro, también personal, pero como en un terreno nunca tocado. De ahí nacen El arte de la fuga, que me dio a conocer más en el mundo de habla española y fuera de él, y después ese otro, Pasión por la trama, y el último que es El viaje. Y ahora venía yo con uno formado, que le faltaban muy poquitas cosas, pero sentí también lo mismo, que era como una cosa vegetativa, que había algo pero estaba ya domado, un material triturado. Entonces, lo dejé y volví a la novela, novela, para hacer otros experimentos.
OMB - En el prólogo a Tríptico del Carnaval usted dice. "Uno de mis libros se llama Los climas, otro No hay tal lugar; el primer título alude a la búsqueda de un espacio, el segundo lo niega. Entre ambos extremos se halla la respiración de mis novelas".
S.P. - Que va de la esperanza a la frustración; de la frustración, nuevamente a la esperanza. Pero esto sobre todo en mis cuentos. En las novelas, esta antinomia está muchísimo más atenuada.
OMB - En el prólogo ya citado, usted hace un recorrido por sus lecturas, sus autores preferidos, sus ángeles tutelares, y habla especialmente de lo que representó la lectura de La cultura popular a finales de la Edad Media y principios del Renacimiento de Bajtin y cuenta que le pareció genial la teoría de la fiesta de Bajtin. ¿Bajo esta influencia y la de Gogol, y también la de Gombrowicz, entre otros autores que menciona, usted escribe las novelas del Tríptico?
S.P. - También estos libros híbridos, El viaje y demás, vienen de ese brote de Bajtin y, sobre todo, de una lectura constante y apasionada de algunos escritores excéntricos como Gogol y Ronald Firbank. También me gusta Gombrowicz. Por este motivo, me apasionan algunos libros del argentino César Aira, que me han dado una sensación de libertad enorme. César Aira, por cierto, es el autor que provocó como una expansión en los jóvenes talleristas, especialmente los latinoamericanos, del seminario que di en la Casa de América.
OMB - ¿Conoce personalmente a Aira?
S.P. - Sólo lo vi dos veces. Lo conocí en un Encuentro de Escritores Latinoamericanos en Mérida, pero Mérida de los Andes, en Venezuela. Yo no conocía su nombre ni su obra ni a él. Y allí, el último día del Encuentro, me regaló un libro suyo, Cómo me hice monja, y después lo seguí leyendo. Más tarde, cuando fui a Buenos Aires, apareció Aira en la presentación de mi libro El viaje. Todo el mundo me dijo: "¡Qué cosa, hiciste salir a Aira de su casa, de su barrio!" Porque casi nunca va a presentaciones, sale muy poco. Pero esa noche, con otro amigo colombiano, nos fuimos a cenar y a conversar.
OMB - Después de tantos países, de tantas mudanzas, ¿dónde reside actualmente?
S.P. - Vivo, desde hace once años, en un lugar muy bello, en una ciudad universitaria, que es capital de un estado, una de las ciudades más cultas de esa zona, Xalapa. Después de vivir muchos años en Europa, yo tenía una casa en México D.F., regresé a mi casa. Pero en 1988 hubo una serie de fenómenos naturales terribles debido a una inversión térmica. Yo tengo poca vista y, debido a esto, sufría cansancio de ojos, los tenía siempre enfermos y no podía leer. Entonces, pensé dónde podía vivir, y decidí ir a Xalapa. Soy veracruzano. Mi niñez, mi adolescencia, mi primera juventud están en un lugar muy cercano a Xalapa, conozco todo eso, y ahí me he aislado muy bien para trabajar.
OMB - ¿Volvió a los orígenes?
S.P. - Después de haber estado en Samarcanda, volví a Xalapa, a mi tierra.