El término Olimpíadas se origina en la ciudad griega de Olimpia, desde antes de nuestro calendario. En su significación actual comunica una idea general de encuentro, cuya finalidad es la emulación para hallar la calidad mediante la competencia delimitada en un espacio concreto, y en un tiempo específico, en la cual el sujeto no se expresa en su unicidad sino que su existencia la determina la cantidad. Su modo de ser está en la multitud en acción, donde el enfrentamiento es la consecuencia de la acción razonada; es decir, la racionalización de la idea que le abre la vía a lo particular. Lo particular por una parte reafirma lo general, y por la otra envía a lo singular. En la presente fenomenología, lo particular resulta ser el deporte, y lo singular los participantes. Estos últimos no como individuos, sino como unidades genéricas que logran su concritud a través de lo simbólico y del concepto que expresa los contenidos de nación, para poder fundirse en una unidad.
Tenemos entonces que estamos frente a la singularidad de la acción como alternativa fiable y segura para develar la noción de contenidos cualificativos que no tienen otra finalidad distinta a la de alcanzar el resultado para establecer la diferencia, y mediante ésta conquistar la afirmación singularizante.
Para descubrir la esencia de lo afirmativo, resulta obligatorio hacer mínimas consideraciones. El deporte como lo entendemos hoy, es una actividad muy reciente, no va más allá de los siglos XVIII y XIX. Empezando porque el término es un anglicismo que la nobleza inglesa usaba para designar sus agradables momentos de distracción, en este espacio lo lúdico tenía ya una de las funciones principales. El acto de jugar es el que abre las puertas al placer, en consecuencia en el plano de lo cognitivo, la acción deportiva es la realización del placer del sujeto en tanto que unidad aislada, única y autosuficiente. Aquí estamos frente al individuo en el parasí. Significa que la finalidad fundamental del deporte es la recreación del sujeto para realizarse en su interioridad. Sin embargo, el individuo en el parasí, no se origina en el seno de la nobleza inglesa, sino en el individuo en el ensí de la historia, en esa capacidad intrínseca que el sujeto tiene para jugar. Es por esto que todas las culturas de la antigüedad, tales como la japonesa, árabe, indú, egipcia entre otras, practicaban una forma de deporte de acuerdo con sus valores culturales y niveles de desarrollo material. Culturas que nos han dejado mínimos elementos para afirmar desde la perspectiva del placer, que existió el individuo en el plano del ensí placentero; es decir, poseían una capacidad deportiva. Otras consideraciones son el producto de la hipótesis, pero no de la prueba.
De los dos anteriores señalamientos podemos colegir que el deporte es por esencia una manifestación del placer del sujeto que lo practica, que desde luego es una conclusión parcial. Si nos limitáramos sólo a ella, sería una conclusión reduccionista. Desde la misma antigüedad encontramos que la acción lúdica presenta otros contenidos. En la décima quinta Olimpíada, llevada a efecto en el 720 antes de nuestra era, los espartanos ganaron los juegos por primera vez, con una representación conformada por hombres y mujeres. En algunas de las competencias participaban desnudos, con la finalidad de exhibir todas las cualidades de sus cuerpos, entre las que se destacaba el vigor de los músculos. Lo anterior no sería más que una anécdota de la historia de las Olimpíadas, si no fuera porque el músculo al descubierto tiene una simbología mucho más profunda. Espartanos y atenienses tenían distinto modelo de organización social. Es suficiente con señalar, que mientras las espartanas participaban en las Olimpíadas, a las atenienses les estaba prohibido hacerlo, inclusive mirarlas. Tres siglos más tarde Pericles diría sobre el mismo tema: "los espartanos nos exhiben sus músculos en advertencia de guerra, mientras que nosotros competimos con el objeto de prepararnos para el ejercicio de la democracia". El anterior hecho nos devela con claridad que una cosa es el deporte por el deporte, manifestación que sólo la puede realizar el sujeto, y otra muy distinta, el deporte en grupo cuyo objetivo fundamental es la competencia. Constituido éste en representación de un país que busca lograr la afirmación.
Retomando lo actual, lo que denominamos modernidad, no es cosa distinta al fenómeno de civilización que cada vez se distancia más del ser donde el sujeto recrea la naturaleza para recrearse a sí mismo. Uno de los efectos de esta recreación es su desanimalización que se manifiesta de muchas maneras. Una de ellas está en el fenómeno de la quietud. Mientras que el hombre primitivo del día a la noche estaba en constante movimiento, fuera por desplazamiento o por trabajo, el hombre contemporáneo en su cotidianidad escasamente camina con esfuerzo de su voluntad; testimonio de ello son los ascensores y las escaleras automáticas. Como podemos analizar, la quietud le hace perder esencia, en razón de que desaparece una de sus cualidades primigenias, el movimiento físico, como una de las formas de existir del cuerpo. La acción del cuerpo era una manifestación connatural; significaba que lo lúdico-físico expresaba su calidad; calidad que ya no existe. En su reemplazo el movimiento del cambio establece ahora la necesidad. Necesidad de animalizarse para reestablecer una armonía entre el individuo y la naturaleza volviendo a ella. Con lo anterior se demuestra claramente el principio de necesidad deportiva en su expresión moderna.
En la sociedad actual el deporte es uno de sus elementos constituyentes, significa que ella sólo puede ser sociedad plena en la medida que es deportista. Por esto, una entidad humana es inconcebible al margen de alguna manifestación deportiva. El deporte se convierte entonces en una columna fundadora que le establece espacio y tiempo de existencia al conformarse como constituyente identitario. En el plano de la identidad es donde surge la necesidad de la afirmación razonada, por el lugar que ocupe en la escala de los valores deportivos en un tiempo significativo.
Todo el análisis precedente tenía como finalidad desentrañar dos elementos capitales, que al señalarlos aparecen como obvios al sentido común. El deporte como necesidad individual, y como necesidad social. Las dos categorías establecen una fenomenología de interrelación. Desde la perspectiva de la cognición, significa que el deporte para que pueda serlo, está en el uno y en el otro. Por una parte es individuo y por la otra es sociedad.
En cuanto al primer caso, como lo demostramos en parágrafos anteriores, para que el individuo pueda realizarse como verdadero sujeto deportivo, sólo le es posible si el deporte se realiza en el parasí, hecho que se logra mediante la armonía entre sujeto y ser. La armonía le garantiza la realización del placer. Pero ¿qué sucede?. El hombre postmoderno, como aclaramos en el texto, no tiene acceso al placer, él accede al deporte por la vía del displacer, forzado por dos necesidades: por salud corporal en busca de la cura, y por estética, huyendo de la forma de barril para alcanzar la belleza de las formas, garantía de la buena presentación de su cuerpo. Es el precio que paga por haber perdido su valor primigenio de animalidad. Una tercera categoría entra en escena consecuencia de la interrelación - sujeto-sociedad -.
Lo social-deportivo es un todo que no es asible. En tanto que categoría general, se materializa a través de la competencia. Para que la competencia pueda realizarse es necesario que se den varias condiciones, nos detendremos mínimamente en algunas indispensables para el análisis.
La competencia se sustenta en el individuo no como tal, sino en referencia a otras unidades o grupos, donde el sujeto desaparece como unidad, cesa su individualidad para convertirse en tanto que unidad, en una unidad referencial. Unidad que sólo puede tener existencia frente a otras unidades referenciales, sean éstas individuos o grupos. Lo referencial crea un espacio y un tiempo que le es característico, es el que le abre cabida a lo social-deportivo. Lo social-deportivo, no obstante de ser una noción general, tiene aprehensibilidad e inaprehensibilidad, que es la que le permite su existencia general. Siendo por una parte inaprehensibilidad, pero por la otra es concritud. Esta última categoría la encontramos en el resultado. Sin el resultado la competencia carece de sentido, deja de ser, en razón de que el resultado es la esencia de la competencia, porque él es la medida de la calidad del encuentro, la que en términos categoriales es lo singular-deportivo-social, enunciada en el título del presente trabajo.
El resultado es por lo tanto el objeto de la competencia, su cima, el fin último, en el resultado se funde el deporte, es su manera de ser. En esta condición condensa la subjetividad y la objetividad de la acción deportiva, tanto en lo individual como en lo social. En lo que concierne a lo individual en el campo de lo subjetivo es ilusión, deseo y sueño que funden el motor del individuo en el desempeño de la competencia. En cuanto a lo objetivo, empieza por anular o afirmar al sujeto participante. En la fenomenología de la afirmación, el resultado se manifiesta como una accesibilidad. Quien no accede, no sólo es anulado sino destruido, porque cesa de ser un elemento constituyente de la acción deportiva. Por el contrario, quien accede, sigue un proceso cualificador donde lo social le presenta una vía objetiva y otra subjetiva. En cuanto a la primera, ésta le abre las puertas del beneficio económico, convirtiéndolo en profesional del deporte con usufructuación de adehalas, las que en la mayoría de las veces alcanza el nivel de riqueza, y en lo que concierne a la segunda, es lo que el lenguaje popular denomina la gloria.
En el plano de lo social, en relación con lo subjetivo, la competencia es para la cantidad el delirio de su transposición. La acción deportiva es el espejo de la muchedumbre, cada espectador es a su vez un competidor a través de su anhelo y del deseo, los cuales lo funden en el seno de la competencia, convirtiéndolo en un deportista imaginario que lleva a cuestas la ansiedad de victoria. Su cuerpo deja de ser real para transfigurarse, trasmutándose en el participante real de sus preferencias; hecho que produce la enajenación positiva, a causa de que el espectador al participar desanuda sus fuerzas interiores para liberarlas. En cuanto a lo objetivo lo encontramos partiendo de lo subjetivo, en la realización de su delirio; unas veces como alegría y otras como pesar. En el momento en que escribo esto, acaba de suceder en las Olimpíadas un ejemplo ilustrativo. Liu Xiang, héroe del atletismo de China y medalla de oro segura para su país, en el momento de iniciar la competencia de eliminación de los 110 metros con vallas, tuvo que abandonar por lesión. El suceso produjo estupor y un dolor tan intenso que el estadio quedó semivacío pocos minutos después. Es por esto que la multitud encuentra en la competencia su continuación, porque ella es al causa de la acción deportiva. Turbamulta y competencia se funden en una sola unidad de opuestos para dar lugar a una nueva fenomenología, la del espectáculo. Tiene poco interés aquí si éste se realiza en una calle, estadio o en la televisión. Lo trascendente es que el espectador participa con sus gritos, aplausos, desaprobaciones, decepciones, pesares, iras o con actos trasgresores en relación con el dictamen del resultado.
El deporte al ser una de las principales actividades de lo social, es la síntesis de la cantidad en la cual se desarrolla. Cuando la competencia alcanza niveles de trascendencia significativa, emerge una nueva categoría; la que en principio se manifiesta como identidad razonada, para luego mediante la emulación concretizar la singularidad. La singularidad en este tipo de acción deportiva funde un conjunto de valores que muestran la calidad del participante, que en este caso no es propiamente el individuo. El competidor es apenas el instrumento de la cantidad hecha síntesis. Lo decisivo es la representación que se comporta como lo que es, una unidad que resulta identificante e identificadora, por sus contenidos cualificativos y simbólicos.
La unicidad es singularidad que se desentraña en el acto simbólico. El símbolo lo rebasa todo. Él lacra el momento dramático e inexorable, el instante cuando la ilusión y el sueño de la representación se convierten en realidad. Momento en que la muchedumbre ruge y el suelo de la nación se estremece al oír las notas del himno y mirar en forma presencial o en la televisión, como sube lento el pabellón nacional en confirmación de la victoria que refrenda la pertenencia, la que luego asciende a lo universal como registro de la memoria; es el caso que sucedió en las Olimpíadas de Pekín, Usain Bolt, el hombre más veloz de los 100 metros, termina de convertirse en el rayo de los 200 haciendo historia, que es gloria para la tierra jamaiquina.