Reseña a Hábitos nocturnos de Alfonso Carvajal.
Por Celedonio Orjuela DuarteEl eterno dilema: la caída
Hábitos nocturnos
Alfonso Carvajal
Editorial Mondadori
Bogotá, 2008
161 páginasLeyendo la novela Hábitos nocturnos de Alfonso Carvajal (Cartagena, Colombia, 1958), sus capítulos hacen que se recuerde el pensamiento del converso Giovanni Papinni, agustino visitante de los dogmas y las premisas irresueltas. En esta historia, el pretexto es un diario del cura Saldarriaga, como parte de la atinada trama arquitectónica que Carvajal ideó para esta ficción. Su personaje central es casi como un verso de Vallejo, "...ahora me he sentado a caminar", en el sentido en que los personajes funcionan más en espacios mentales que en situaciones reales, puesto que la carga narrativa recae sobre el periodista que lee el diario, Elker Fajardo. En Hábitos nocturnos son llamados a juicio, recordando a Papinni con su libro El juicio Universal, personajes como Rimbaud, Artaud y, desde luego, Cristo, icono bastante visitado en este tipo de historias de 'ficción'. Sobre él se reclama la caída. También están: Novalis, Nerval, Blake, Maiakovski. La novela de Carvajal se mueve por esas mismas aguas metafísicas; no llama a juicio a ninguno de sus convocados pero sí nos involucra en esa suerte de soliloquio de quien escribe el diario y quien lo lee. La escritura como alegato de los que pasaron los límites.
El tema de Hábitos nocturnos propondría una obra de más largo aliento, con otras voces que hagan sentir aquello que la novela propone, otras metafísicas. Es una novela solemne y quizá tenga razón Saldarriaga: la comunidad latinoamericana es solemne en este tipo de temas. No trae el humor que propone Papinni. Como el caso de Aristóteles, por solo tomar un ejemplo del Juicio Universal, en el que aparece la mujer de Aristóteles como personaje, y bien sabemos que de ella no tenemos noticia. A Papinni se le ocurre crearla en el Juicio Universal, no recuerdo en este momento el veredicto del Ángel sobre ella.
Saldarriaga es un personaje cuya afición a la cocaína le hace entrar en levitaciones transgresoras que se quedan en la intimidad del diario, en el malestar que generan los dogmas. En esta novela, el edificio de la fe católica sigue incólume ante el personaje. Su protagonista es un pecador más en esta caída, y el alcaloide, como hecho clandestino, le depara más sufrimiento. No es un trasgresor, como lo fue un Fray Luis de León que violando las normas del concilio de Trento, tradujo del hebreo El cantar de Cantares de Salomón, y no de la Vulgata, cosa que le costó casi cinco años en los calabozos del Santo Oficio.
Carvajal recrea el pensamiento de nuestras gentes, ese abrirse a la solemne y malhadada fe católica, acaso con solemnidad y obediencia: "La iglesia duplica nuestros fervores, porque a sus siervos sólo nos queda la clandestinidad del corazón y el enclaustramiento del ser provoca la desobediencia interior". Saldarriaga sufre el dogma católico. Sobra sin embargo, el sincretismo de esos guiños contemporáneos, esto es, su visita al cartucho, su paso por la posmodernidad y la Bogotá reinventada, luego esta perla gótica que resuma en la lectura como esas catedrales inmemoriales que se vienen a pique: "Pensé en un vampiro que volaría en busca de la sangre del primer ciudadano que cruzara cerca de allí".
Cuando el periodista Elker sale a dialogar con el mundo exterior, en vez de acercarse a él toma cierta distancia, cuando debe ser todo lo contrario. Los pocos diálogos que trae la novela, no tienen ese magma que haga entrar al lector en el orbe del personaje, son periodísticos, no vitales. Novela de intención agustiniana en la medida en que navega en medio de los serpenteos del alma. Cree en la necesaria libertad humana pero le opone la teoría de la fatalidad y de la gracia; defiende la mesura sexual, pero admite la penuria de la prostitución. Ese cristianismo-paganismo que comprende la perspectiva de lo divino, sin olvidar la naturaleza terrenal de las pasiones que, como el postulado de Libniz, tiene razón en lo que afirma pero no en lo que niega.