El hacha de piedra es una muestra de esa lucidez apasionada que constituye el signo constante de todos los escritos de Samuel Serrano, tanto en su vertiente de crítico y ensayista -del que destaco especialmente sus iluminadoras aportaciones a la obra de Álvaro Mutis y Rómulo Bustos-, como en su tarea de poeta. Su título enigmático nombra un talismán colmado de poderes y de voces silentes, cuya clave se irá desvelando a través de las páginas de este poemario, donde se traza un universo autónomo que, como en la presentación borgeana de la música de Brahms, articula fuego y cristal, pasión y rigor, en una unidad de decantada madurez y de personal cadencia.
La mirada que dibuja los paisajes que se van vislumbrando en cada página es siempre la del mismo soñador o navegante, que transita sendas o azares en la certeza de que la meta es el camino, a pesar de las acechanzas que se agazapan por doquier. El imaginario de Samuel Serrano se construye a partir de lecturas numerosas, de la mano del capitán Ahab de Melville, del bucanero ciego de Stevenson o del alucinado Marlow de Conrad, que se hunde en el misterio abisal y magnético de la selva que devora a sus criaturas; también él explora los abismos de sus paisajes interiores armado de esa hacha de piedra que es la palabra, y que le acompaña en el descubrimiento sobrecogido de los espacios de la ensoñación y el misterio. Late ahí además la fe secreta en aquel aserto platónico que distinguía tres tipos de hombres: los vivos, los muertos y los navegantes; en este último mundo se abisma su escritura para encontrar el lenguaje que dé voz a sus visiones.
Armado de su hacha de piedra o de palabras, el poeta Samuel Serrano convierte la vigilia en combate, y las acechanzas en monstruos marinos que, al igual que el Leviathan bíblico o la ballena blanca perseguida por el capitan Ahab de Melville, dan sentido a esa lucha cotidiana que es la vida y enseñan a conjurar sus peligros, e incluso secretamente se convierten en camaradas de viaje, o cristalizan en esas figuras silenciosas que desde el tablero de un ajedrez imaginario nos convocan al duelo entre la luz y la sombra, entre Ormuz y Ahriman, entre la vida y la muerte, que con tanta maestría evocaran Baudelaire o Pushkin: en esa baraja imaginaria del devenir vital, las cartas están siempre marcadas a favor de la Enemiga.
Simbolismo y ritual son también señales inherentes a esta poética, donde cada página es umbral para los laberintos del tiempo, la memoria y la imaginación. Su "Claroscuro del Monstruo" rinde homenaje al universo de prodigios que se extiende desde Homero a Jonathan Swift, y sus navegaciones se sitúan en un espacio simbólico que deriva desde la abstracción universalizadora hasta los rincones más familiares de la inmediatez.
Todas esas claves explican que en la marejada de estas páginas se vislumbren las alimañas de un minucioso bestiario, donde se dan cita los monstruos sagrados que pueblan las pesadillas -desde una ironía que activa un modo de exorcismo, contra el miedo y sus trampas- pero también los pequeños insectos venerados por el candor infantil que acompañan nuestra cotidianidad. Con su ritmo de oleaje marino avanza el verso en un crepitar casi sanguíneo, para sortear las trampas que tienden quimeras, esfinges y tantas otras amenazas que nos asaltan desde las orillas del sueño, en tanto que la animalia que esconde el libro hace las veces de aquellos cancerberos o gárgolas que en los reinos ignotos o los templos velan y guarecen lo sagrado. Los monstruos de este libro evocan esas fuerzas invisibles que asoman sus mil formas desde las rendijas del sueño: son aves malignas y figuras de guadaña, reptiles multiformes, trampas sirenaicas y océanos voraces. No tienen forma ni nombre definido, son como aquella fuerza terrible que desde la sombra acechaba en El corazón de las tinieblas, o como la voz de las sirenas que imantan hacia la muerte en los versos de Homero, pero traídos al ángulo cercano de la inmediatez.
Y de ahí también la deriva reflexiva y meditativa, el autorretrato que trasciende el yo para nombrar al hombre acorralado por sus demonios interiores y sus propios fantasmas, ya peregrino, ya náufrago:
No hay viaje sin naufragio
ni horizonte sereno,
recuerda estas verdades
cuando se alcen las olas,
cuando tu triste cuerpo tendido en el camino
añore la grandeza de batallas pasadas,
las fauces codiciosas que buscaban tu carne
el hierro decidido que hundiste en el costado
porque no hay muerte ilustre
si no la necesaria
y nunca nos es dado elegir el paraje.
[...] Sólo la lucha es cierta,
jamás nuestra esperanza
y sólo ha de salvarte
la fe del desterrado...
("El viaje")
El viajero es navegante pero también halla un espacio para la aventura en el firmamento que convocara a Ícaro, en otro de los poemas más notables del libro, donde se rememora al niño que contempla las cometas en el cielo y quiere, como ellas, alzarse ingrávido hacia el sol:
El mundo es una estrella
errante a la deriva
entre olas serpentinas
y orillas insidiosas
y de pronto no hay nada
ni mares, ni riveras
tan solo nuestra alma
en un papel de seda,
flotando suavemente
sin deberes ni metas.
("Ícaro")
Ese bestiario diverso que, casi sin darnos cuenta, va desgranando el libro, se desplaza hacia las aves que nombran al soñador y al visionario, ese pájaro herido o sacrificado que siempre es el poeta, como lo fuera el albatros de Baudelaire y el de Coleridge, o como, en otro terreno, fuera aquel joven Alsino de Pedro Prado: el niño que al arrojarse desde un árbol para aprender a volar lastimó su espalda y se convirtió en un monstruo, un jorobado desdeñado por todos, que sin embargo un día descubrió que en su joroba habían nacido unas alas, y voló contra el sol, en una comunión suicida y ritual. Un jorobado que se hermana con el del poema de Pombo recordado por Samuel Serrano en uno de sus epígrafes, aquel que desdeñado por su tara aparente un día descubre que en su giba se esconde "un costal repleto de onzas de oro". Ese niño que no quiere crecer y que se sabe distinto se asimila al Peter Pan de los cuentos infantiles y también al Oskar Matzerath que protagoniza El tambor de hojalata de Günter Grass, al que dedica igualmente un poema Samuel Serrano.
Malignos o edénicos, esos bestiarios se refugian en un espacio sin tiempo, en esa frontera huidiza que separa la vida y la muerte, donde el poeta y su vigilia entonan su cántico a la vida, que no es más que un modo de memento mori. Paisajes íntimos y paisajes míticos que son siempre veladuras del alma y exorcismo del dolor, bálsamo contra la melancolía de quien anhela negar la condena inevitable y huir, imantado por la curiosidad, hacia el otro lado del espejo:
Somos el navegante aferrado al madero
en busca de esa isla que siempre está lejana
hasta el alba cansada que sosiega las olas
y la ciudad dormida cabe en un caracol
que recoge en su cuenco su incesante latido
("Caracol")
De los monstruos y mitos iniciales de este poemario se deriva, en sus últimas secciones, hacia el coloquialismo y la cotidianidad, la sorna y el desparpajo, para acoger los signos de la gran urbe, como en "De rerum cotorris", donde la invasión espontánea de las cotorras desde espacios australes inquieta y sobrecoge a ornitólogos circunspectos y alarmados sacerdotes, aturdidos ante su algarabía anárquica e indómita. Ahí de nuevo una animalia variopinta será el hilo conductor que nos introduzca en el espacio doméstico: la alondra cantora que es la madre, el caracol sinuoso que evoca al padre, o los insectos azules que encarnan la fantasía perseguida por el niño en el patio de la infancia. Y encontraremos igualmente alimañas informes y cruentas que harán posible el acto de exorcismo necesario, en tanto que el anclaje mítico, ahora diluido sutil y progresivamente, late aún inevitable, incluso en esos poemas finales que enfrentan a Layo y Edipo en la encrucijada, en la sobrecogedora "Alabanza del padre".
Poeta viajero, en el filo oscuro del espejo que separa a los navegantes y los náufragos, Samuel Serrano nos entrega con El hacha de piedra un talismán sagrado, una alcancía de voces y memorias que construyen estratégicamente una deriva hacia lo privado, en un sacrificial despojo de vestimentas que van dejando el alma a la intemperie, pero con la certeza de que existe un asidero: "pero crecí sin suelo / donde echar mis cimientos / y sólo la poesía / me ha ligado a la tierra". Sus paisajes y patrias imaginarios configuran islas interiores, con sus inevitables leyendas de dragones y guerreros, agónicamente alimentando el fuego de lo que permanece, entre la quimera y el olvido.