La leyenda de Ciro el Persa

Por Santiago Fernández Patón 2

        Una mañana de hace dos mil quinientos años el rey de los medos, Astiajes, se encontraba inquieto en su palacio. El motivo de su excitación era un extraño sueño que había tenido esa noche y en el que la sombra de una inmensa parra crecía y crecía hasta cubrir todo su reino. Los magos de la Corte habían interpretado el sueño y, según manifestaron, la hija del monarca estaba preñada de un niño que pronto nacería para arrebatarle el reino. Astiajes hizo llamar a su hija, a la sazón casada con el rey de los persas, Cambises, y cuando llegó a Media confirmó ante su padre el embarazo. El soberano, trémulo de pavor, ordenó a un súbdito suyo, llamado Hárpago, que matara al niño en cuanto naciera. Mas Hárpago era un hombre piadoso y, cuando nació el bebé, no pudo matarlo. En lugar de ello delegó la orden en un campesino, quien convino en ejecutar la pena. Sin embargo, quiso el destino que la esposa del labriego acabara de dar a luz a un bebé que nació muerto. El matrimonio se confabuló y mostró ante Hárpago el cadáver del niño, haciéndole creer que se trataba del cuerpo del nieto del rey. Hárpago les creyó.
        Transcurrieron los años y el crío, al que hoy conocemos como Ciro, creció en el seno de esta humilde familia. Era un muchacho esbelto, muy agraciado y hábil, al que pronto admiraron los demás niños por su manejo de la lanza. Un día, cuando jugaba con sus compañeros, éstos le eligieron rey. Sin embargo, un niño rico se negó a someterse a la voluntad del hijo de unos campesinos. Ciro no toleraba estos desaires y propinó una paliza al niño rico. El desatino llegó hasta oídos del rey Astiajes, quien hizo llamar a Ciro para castigar la insolencia de ese niño pobre que maltrataba a las clases poderosas. En cuanto el niño Ciro se presentó ante el rey éste reconoció sus mismos rasgos en el crío. Mandó llamar a Hárpago y a los padres de Ciro y de esta manera todo el embuste se descubrió. Pese a ello, el rey no ejecutó a Ciro, pues, pensó: "Si el destino ha querido que el niño viva y que yo le conozca así habrá de ser". Sin embargo, no estaba dispuesto a perdonar la desobediencia de Hárpago y, sin que éste lo supiera, le invitó a un banquete en el que se le sirvió a su propio hijo, al que previamente habían asesinado. Hárpago lo engulló golosamente y, al terminar, el rey le puso al tanto de los ingredientes de tan suculento manjar. Hárpago no dijo nada, supo contener la ira ante el rey, pero en lo más interno de su alma juró que algún día se vengaría.
        El niño Ciro, antes de marchar a Persia con sus verdaderos padres, pasó una temporada en la Corte y se destacó en la caza y en el uso de las armas, además maravilló a su abuelo merced a una extraordinaria memoria que le permitía retener el nombre de todos sus ilustres ancestros e, incluso, el de cada uno de los soldados medos. Cuando Ciro partió y llegó a Persia, su padre, el rey Cambises, se encontró con un muchachito muy capaz. Fue en Persia donde Ciro terminó de desarrollar sus preciosas aptitudes. De la mano de su padre aprendió a dirigir un ejército y reunió toda las virtudes que le convertirían en un conquistador excepcional.
Ciro        Una mañana, algunos años más tarde, Hárpago le envió un mensaje solicitándole su ayuda para vengarse del rey Astiajes por la muerte de aquel hijo que le hiciera digerir. Como Hárpago, gracias a su desobediencia, había salvado la vida del bebé Ciro, éste aceptó y formó un ejército para atacar Media. Una vez lo supo el rey, él mismo preparó otro ejército, pero como estaba viejo y le flaqueaba la razón, puso al mando a Hárpago, de manera que en el enfrentamiento los medos se entregaron a los persas y se unieron al ejército de Ciro. Ahora, contemplando su legión, Ciro sintió ese impulso que esconden algunas naturalezas inextricables, ese afán de conquista, ese destino de gloria que sólo en algunas personas se oculta como un enigma que nunca, en el paso de la historia, nadie logrará desentrañar, pero que a todos fascinará como fascina la grandeza de un solo hombre.
        Su origen humilde le hacía ganarse a las masas y así convenció a su nuevo ejército para conquistar Sardes, capital del reino lidio, lo cual lograron en tan sólo quince días de sitio. Pero Ciro quería más, soñaba con llegar a Asiria y apoderarse de la mágica Babilonia, desde donde Nabucodonosor partiera antaño para conquistar Fenicia. Luego pretendía llegar a Egipto, a la tierra milenaria que tanto hechizaba a los persas. Pero el camino hacia Asiria fue largo y duro. Hárpago, por orden de Ciro, se quedó en Jonia conquistando archipiélagos y adentrándose en el continente, mientras que Ciro avanzaba hacia Asiria y reconstruía el templo judío de Jerusalén que Nabucodonosor destruyera, ganándose así la simpatía de nuevos pueblos. Hubo incluso de enfrentarse a la propia Naturaleza.
        Sí, a la propia Naturaleza, porque Asiria estaba llena de ríos que impedían el paso, y Ciro los desangró. Eso hizo, por ejemplo, con el Gides: construyó trescientos sesenta canales y lo desecó. Su nombre era temido en todo Oriente, Asia menor sucumbía a su poder y él no se detenía. Pasaban los años y su codiciada Babilonia se acercaba. Un día, llegó con su ejército al cauce negro de un río, el Is, del cual los babilonios extraían el betún con el que cubrían sus murallas. ¡Babilonia estaba a ocho jornadas!
        Los babilonios, capitaneados por su reina Nitocris, se refugiaron en las murallas de la ciudad, pues sabían que la abundancia de su tierra les permitiría sobrevivir a un largo sitio y esperaban acabar con la paciencia de los persas. Pero Ciro era más fuerte que la Naturaleza. Examinó las murallas infranqueables. Cien puertas de bronce sellaban cualquier paso a la urbe. Además, el Éufrates, inmenso y poderoso, penetraba en la ciudad mientras que en las afueras la reina lo había convertido en un intrincado laberinto mediante canales imposibles. No sólo eso, sino que la astuta Nitocris había mandado construir puentes que se alzaban en el día y se retiraban por la noche y que, ahora, habían desaparecido. Ciro empleó otra vez a la tropa en la construcción de acequias y desangró el inmenso Éufrates para penetrar en la ciudad a través de la puerta por la que hasta ese momento lo hacía el río. Jamás persa alguno había contemplado la hermosura de una ciudad como Babilonia. El aire relucía dorado y sibilinamente diluía aromas embriagadores y seductores, el trazado perfecto de las calles, flanqueado por imponentes casas de dos y tres pisos, conducía a mercados comunes donde se amontonaban los cereales, el horizonte de la ciudad no se divisaba y el cauce del río aún serpenteaba majestuosamente. El Palacio real les fascinó por su riqueza y suntuosidad que el cielo, de una claridad mágica, cubría como una cortina sedosa junto a la ciudad y su gente. El mundo quedaba fuera y Babilonia se escondía en los márgenes del Éufrates. Y sin embargo, nada les impresionó tanto como el templo del Dios, cuya torre central se divisaba desde fuera de la ciudad, pues ascendía hasta el mismo cielo escalonada en ocho pisos, en el último de los cuales una capilla de oro albergaba a la Hija del País, que cada noche esperaba al Dios que desde el cielo descendía para yacer con ella. Ésa era Babilonia. Y Babilonia fue tomada. Ciro se sentía más que nunca poseedor de un destino divino. No estaba dispuesto a detenerse. Asiria era grande, su imperio magnífico. Y Ahura Mazda estaba con él. El siguiente reino sería el de los masagetas, en el que gobernaba la astuta Tomiris, quien, en cuanto conoció las intenciones de Ciro, aprestó un ejército magnífico. Se estaba preparando una de las mayores batallas que conociera la Antigüedad.
        La noche antes del enfrentamiento Ciro soñó que un joven persa, llamado Darío, le arrebataba el imperio, ¡a él, al gran Ciro!, pero al despertar quiso olvidar este sueño. El ejército estaba enardecido, la victoria ante los masagetas supondría el domino absoluto en Asiria. Después, Ciro podría cargar contra el ansiado Egipto.
        La lucha fue terrible. La reina Tomiris estaba dominada por la cólera y, ella misma, dirigió sus soldados. Sólo se oía el estruendo de las espadas, de las voces cargadas de odio y, por encima de todas, la de la reina Tomiris clamando contra Ciro, jurando su muerte e insuflando en su tropa una furia descomunal. Los ríos asirios rebosaron sangre y en el campo los cadáveres se confundían en una amalgama de vísceras y alientos. Fue una batalla igualada; en un principio los persas parecían más poderosos, pero pronto los masagetas les demostraron su furia grandiosa, como la ira de su reina. Murieron cientos de soldados, se cortaron cabezas, se ensayaron retiradas que al punto se desaprobaban. Ambos bandos seguían ciegamente a sus líderes. Eran ellos en realidad el alma de aquella lucha infernal, el único odio que mantenía encendido ese campo de muerte. Los hombres de Ciro fueron perdiendo fuerza, estaban exhaustos, pero preferían la muerte antes que la rendición. Se entregó el persa ferozmente al combate y pasó a cuchillo a decenas de enemigos, alentando así a su maltrecha guarnición que aguantaba gracias a su influjo. Sin embargo los masagetas morían de frente, sin retroceder. La confusión aumentó, el estrépito era grandioso y los golpes se asestaban sin conciencia, los hombres caían derrotados de fatiga y morían al límite de sus fuerzas vitales. Sólo Ciro y Tomiris resistían iracundos, mas entonces una flecha atravesó el corazón de Ciro el Grande. La tropa desfalleció. Su jefe había muerto y estaban desamparados. Era el fin. Tomiris cortó la cabeza del persa y la introdujo en un odre lleno de sangre. Allí se saciaría su enemigo.

Tumba de Ciro el Persa

        Algún tiempo más tarde, el hijo de Ciro venció a los masagetas y conquistó el sueño de su padre, Egipto. Pero, en realidad, quien mejor siguió la estela de Ciro el Grande fue un marido de una hija del propio Ciro, Darío, que haría del Imperio persa el mayor del mundo conocido y de su capital la más respetada de toda la Antigüedad, ni siquiera el poder romano se atrevería nunca a traspasar sus fronteras.
        Fue Ciro un hombre subyugante que reinó durante casi treinta años. Con el tiempo llegarían otros grandes conquistadores, como el macedonio Alejandro, quien moriría en la Babilonia que tanto sedujera a Ciro y que acabó con el Imperio persa. Sin embargo, Alejandro era hijo de otro gran conquistador, Filipo, que dejó en sus manos un imperio extraordinario para que el vástago lo expandiera. Alejandro había nacido con su destino forjado. Ciro no. Ciro se había criado en el seno de una familia humilde. Murió como dueño de Oriente.

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15 de mayo de 2005

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