La milenaria comunidad wayúu, caracterizada por la espiritualidad y un profundo arraigo a la tierra, está integrada aproximadamente por 120.000 indígenas, tiene asiento en la Guajira colombovenezolana y posee una de las nueve lenguas de origen amerindio, presentes en el panorama lingüístico del Caribe colombiano. Conocemos muy poco sobre el mundo wayúu, su cotidianidad, su cultura relegada, su economía maltratada y sus relaciones con el mundo del Caribe colombiano. Pueblo errante de ascendencia Arawak es la etnia más numerosa en Colombia. Están agrupados en clanes matrilineales, cada uno asociado a un animal o pariente representados por signos forjados en hierro, que confieren identidad a los individuos y son muestra del poder económico, político y social de las familias.
Aunque el acuerdo de convivencia pacífica firmado por familias Wayúu el 29 de junio de 2002 podría servir de ejemplo al resto del país en guerra, los organismos encargados de la recuperación de la armonía entre los colombianos ignoraron la trascendencia de este hecho histórico. Hasta la paz es centralista en esta patria de confusiones y absurdos.
Cuando los Boscán y los González se dieron la mano y luego se abrazaron el pasado 29 de junio en Paraguachón, frontera colombo-venezolana, protagonizaban un hecho tan inesperado como ejemplar para la reflexión de un pueblo apabullado por la guerra.
Dispuestos a matar o morir por defender territorios, derechos, dignidades y respetables razones de grupo, durante cuatro meses se enfrentaron y cobraron los unos a los otros lo que por ley guajira habría que pagarse en ejercicio de la filosofía del ojo por ojo y el diente por diente.
La situación se hizo tan tensa e insoportable, que repercutió en todo el pueblo, contagió a la región y puso en situación de alerta a las zonas de Colombia y Venezuela hasta donde alcanzaban los dominios de las dos familias, que, cada una por su parte, estaban integradas por guerreros bravos dispuestos a luchar hasta las últimas consecuencias para dejar en claro y en concreto quién le ganaba a quién.
Pero en la guerra nunca hay ganadores, aunque la fuerza triunfe y la sangre y la muerte proliferen y batan al viento sus macabras banderas. Por eso jamás han sido justas ni sensatas. Al contrario: aunque la historia de la humanidad sea un recuento sinfín de la barbarie, jamás una contienda bélica ha logrado reconstruir lo destruido, porque la vida no es recurso renovable sino prodigio transitorio que ha de protegerse siempre, por evidente ley de la naturaleza.
Y como la Guajira es un país con leyes de palabra, alguien que estaba en la mitad, amigo de las partes en conflicto, como la mayoría de la población absorta ante los hechos, invocó esa circunstancia y se dio a la tarea de concertar la paz mediante el diálogo. Y aunque al comienzo el verbo y las ideas no calan fácilmente en mentes caldeadas por la ira, como la gota de paciencia que finalmente horada la roca de la obstinación, el poder de la palabra es contundente.
La prueba se dio aquel medio día en que una muchedumbre expectante, heterogénea, emocionada y solidaria, acompañó a González y Boscanes a dar ejemplo de cordura después de haber estado acorralados y obligados a defenderse los unos de los otros, como en las parábolas míticas donde la ceguera y la sed de venganza reducen a los dioses a la condición de simples mortales vulnerables.
Y se hizo el milagro de la paz.
La palabra, en este caso, lo pudo todo. La palabra hizo el milagro de la paz.
Está escrito en el texto que leyó ante la multitud el ingeniero Francisco Boscán Epinayú, representante de su casta:
"Hemos venido aquí a firmar un acuerdo de paz, después de una guerra absurda y triste, como han sido todas las guerras a través de la historia de la humanidad. Mirar atrás no nos conduce a nada más que al encuentro con un panorama sombrío donde prevalece la fuerza sobre la razón, cuando sabemos bien que para que la vida tenga sentido, ha de ser la cordura la que se imponga sobre los actos de barbarie.
Un acuerdo de paz, entonces, implica mirar desde el presente hacia el futuro, sin pasarle cuentas al pasado, y debe ser fundamento para la reconciliación y la armonía, el perdón y la esperanza, dones que sólo es posible practicar cuando los seres humanos comprendemos que la vida tiene sentido si podemos disfrutarla cumpliendo con el primer precepto de la naturaleza humana: ser optimistas para ser felices.
A veces, en medio de la ceguera que ensombrece al espíritu cuando caemos en la esclavitud de la materia, olvidamos elementales y ancestrales normas de sabiduría como aquella que nos enseña que debemos pensar antes de actuar; y por no reflexionar un instante, por permanecer en los predios oscuros de la codicia o la venganza, suceden hechos irreparables como la absurda muerte de mi padre, a quien todo aquel que bien le conoció no dudará en proclamar que fue un mártir de esta amarga situación de odios y rencores que hoy hemos venido a dar por concluida.
Franco Boscán fue un ser humano ejemplar y un hombre bueno. Hijo, esposo, compañero, padre, hermano, amigo a toda prueba y en toda circunstancia. Si las seculares leyes guajiras le signaron condición de guerrero, él supo ser un líder justo, un guía para la rectitud y el progreso, y aquí están, para comprobarlo, los testimonios vitales de nuestro pueblo Wayúu, que con sus enseñanzas y paradigmas ha sostenido un ritmo de desarrollo importante, a pesar de las limitaciones que sociedades y culturas como las nuestras tienen que padecer por aislamiento, desprecio o centralismo, que fueron precisamente las áreas que él logró superar con su trabajo arduo, honrado y visionario.
Por eso, en este trascendental momento de reconciliación y reconquista de la calma, invoco su memoria patriarcal, su espíritu de justicia, para que nos ilumine a todos el camino por donde debemos transitar unos y otros con el alma nueva, con la esperanza viva y la palabra de honor de los guajiros dispuesta al cumplimiento para que entendamos que nuestras familias tienen derecho a vivir en paz, que quienes ofrendaron sus vidas en medio de esta contienda tenebrosa, tengan al menos en nuestra memoria la condición de víctimas de la inconsciencia para que nosotros, todos, sin distingos de castas ni apellidos ni condición alguna, nos convirtamos en compromisarios de la convivencia pacífica y nuestras descendencias un día se sientan orgullosas de lo que acordamos en este día histórico: construir el futuro para un mundo mejor.
Invito a la reflexión para el sosiego. Pienso en nuestro pobre país tan agobiado por el miedo, por la sangre y la muerte. Como guajiro y como hombre y como vocero de una familia afectada para siempre por la ausencia de muchos de sus seres queridos, arrebatados por la guerra, les digo que hemos sentido el dolor de lo irreparable y nos hemos visto obligados a defendernos y a hacernos respetar, pero ninguno de esos sentimientos tiene razón de ser cuando afortunadamente unos y otros nos hemos dado cuenta de que ni los odios ni las ejecuciones sirven para nada.
La palabra guajira recupera hoy su más alta dimensión de dignidad y compromiso: no seremos más enemigos de nadie, nadie será nuestro enemigo en adelante. Firmamos este acuerdo de paz y sentimos que hemos vuelto a la vida y que sobre las infinitas cruces que nos proveyó la crueldad, germinarán espigas de esperanza, vendrán vientos de reconciliación, manos unidas en el respeto y la ilusión de que ya está en nosotros lo que todos ansiamos: ¡La Paz!"
¡Abajo las armas!
No menos elocuente ni trascendental fue la respuesta de los González en la voz recia y firme de Ismael Herrera:
"Ni el miedo ni la cobardía nos traen a la firma de este acuerdo de paz -dijo, para empezar-. Todo lo contrario: es este un alto grado de valentía mediante el cual los airados y los ofendidos recapacitan y entienden que la vida debe defenderse y que la mejor manera de hacerlo no es matándose sino reconciliándose y dando ejemplo para que sea posible la mejor convivencia entre los seres humanos, sean cual fuesen sus condiciones o cacaterísticas"
Y fue aún más allá:
"Yo propongo que se dejen las armas y se reemplacen por herramientas y por instrumentos para el cultivo de la tierra y el progreso de las sociedades".
Entonces, el Gobernador de la Guajira, Hernando Deluque Freyle, le respondió sin dubitarlo:
"Yo les compro las armas, o se las cambio por herramientas de trabajo".
Y la multitud entera, emocionada y llena de esperanza, aplaudió la propuesta y el proyecto y nadie dudó entonces que esto sea posible, porque para un pueblo que ha sostenido guerras seculares jamás se había planteado tal posibilidad de equilibrada convivencia.
Y hubo abrazos de todos con todos. Primero fueron los adversarios, que tras firmar los documentos, estrecharon sus manos y cumplieron con el ritual de abrazarse en medio de la zozobra apaciguada por el perdón. Y luego todo el mundo: el abrazo de un pueblo de guerreros como paradigma para un país de necios que insiste en inmolarse por obra y desgracia de la insensatez.
Y como allí estaban decenas de reporteros de la prensa, la radio y la televisión tanto de Colombia como de Venezuela, la noticia le dio la vuelta al mundo y al menos en repercusión tuvo sus frutos la excepcional liturgia de la paz guajira. No fue, infortunadamente, destacada con el mismo despliegue con que los grandes diarios y los noticieros de medios electrónicos sensacionalizan los hechos que tienen que ver con sus intereses políticos, envueltos siempre en el sensacionalismo, la picardía y la frivolidad.
Pero ... ¡Qué vergüenza! Ha pasado casi un mes desde el trascendental acuerdo y el gobierno nacional no ha dicho ni mú. El establecimiento obsceno que cada día entrega más y más territorios a los verdugos del país, ignoró y desaprovechó el ejemplo de los guajiros y simplemente siguió en su diálogo de sordos y sus bastonazos de ciegos. Los altos voceros de la paz, mucho menos. Y aunque en el acto estuvo presente el senador indígena Gabriel Muyuy, cercano a organismos internacionales relacionados con las gestiones de paz, su presencia apenas simbólica, tímida y tibia, sólo llenó un pequeño espacio pusilánime, cuando hubiese podido aprovechar la trascendencia de un instante que difícilmente se repetirá en la historia nacional.
Pero la paz se hizo y los guajiros velarán y responderán por ella. Su valor y su significado van mucho más allá de un documento convencional y frío, porque la garantía de la paz guajira reside en la sentido sacro de la palabra de los wayúu y es en ella en donde anida la esperanza que acaba de nacer.
Chela Boscán y Emma González, las matronas que en el ceremonial fueron ungidas como símbolo de la metamorfosis del dolor camino a la esperanza, con todas sus estirpes en ellas encarnadas, deben ser siempre recordadas cual viva alegoría del entendimiento.
William Ballesteros, quien dio el primer paso para la reconciliación, lo mismo que Mara Ortega, Karina Habib, Magalis Palacio, Gloria Boscán y otros hombres y mujeres que se empeñaron en derrotar a la violencia mediante diálogos para la paz, han de ser objeto de la gratitud y la buena memoria para la historia que está por escribirse.
Y aún sería tiempo para que el arrogante centralismo colombiano tuviera en cuenta que los diálogos pueden funcionar mientras la causa suprema de la razón del universo siga siendo la vida, cuya primordial obligación es la cordura.