Quiero aclarar que en estas líneas no hay el intento de hacer una imposible y acabada historia de la literatura latinoamericana de los últimos años, sólo existe la intención de comentar ciertos cambios de los discursos escriturales de la narrativa de los sesenta hasta nuestros días.
En los años sesenta (tal vez la época de mayor ebullición cultural y política de la sociedad tras la revolución francesa), la América Hispana se hizo visible ante el Primer Mundo. Teníamos una literatura propia, una mirada propia, y un lenguaje, para contar un mundo nuevo a un viejo mundo. Era el tiempo de intentarlo todo. El boom latinoamericano invadía las librerías con nuevas formas y además, contando lo incontable. La literatura y las calles se plagaron de sueños y se hizo imposible separar la política de las artes; el concepto de "colectivo" se arraigó con fuerza. Y si hasta hacía poco, las principales temáticas de las literaturas del Cono Sur se debatían entre lo rural y lo suburbano, la ciudad llegó de la mano del "hombre nuevo" a los textos. Desde México hasta el sur del sur, el continente era un compromiso, la denuncia social estaba a la vuelta de la esquina (aquí hay que hacer un alto: si bien la literatura de mujeres se escribía masivamente desde los años 50, aún ni se soñaba con los que hoy conocemos como discursos de minorías. Es más, si una mujer se criticaba en los medios de comunicación, el mayor cumplido consistía en que el texto era comentado con frases como "su prosa tiene el vigor de la prosa de un hombre").
Los setenta llegaron, había que instalar al hombre nuevo en una sociedad nueva, y en el último país del sur, un gobierno socialista era elegido democráticamente. En la euforia, hasta las canciones populares hablaron de ir al sur, a este nuevo paraíso que se instauraría. La ciudad aparece ahora en los textos como un mundo por conquistar, y aunque llena de contradicciones, la ciudad es amable, amplia, digna de ser una experiencia. |
Álvaro Menéndez Leal, salvadoreño, da cuenta de la fragmentación del discurso narrativo en un mundo que se pregunta y cuestiona el orden social hacia el que avanza. Cortázar, el gran jugador, propone para siempre una literatura en constante juego y debate sobre sí misma. Como América es un gran experimento, se experimenta desde la forma al fondo, las voces narrativas se multiplican y la focalización, como paralelo de una gran cámara de celuloide, aporta múltiples ángulos de aproximación a los personajes.
El mundo ya no parece un lugar remoto, sino que está allí, a la vuelta de la esquina, esperando o cobijando personajes que intentan hacer el gran viaje al interior de sí mismos. Pareciera que las respuestas están cerca, al alcance de la mano o del lápiz. Es la época en que los jóvenes lo conquistarán todo y no hay adolescente que se precie de tal, que no cargue bajo el brazo El Miedo a la Libertad de Erich Fromm, junto a algún ejemplar de Rayuela o el Bestiario de Cortázar. "Seamos realistas, pidamos lo imposible", el gran slogan de los estudiantes de mayo del 68 en París pareciera estar a punto de ser realidad. Desde Montevideo, Benedetti en poemas y narrativa, desnuda el tedio de la oficina y la burocracia. Borges es atacado por su cultismo burgués y admirado por sus cuentos magistrales, Monterroso en Guatemala, Juan José Arreola, José Emilio Pacheco y Carlos Fuentes a la zaga del gran Rulfo desde México; Abelardo Castillo, Dalmiro Sáenz, Tomás Eloy Martínez en Argentina; Poli Délano, Ariel Dorfman y Antonio Skármeta desde Chile, la pasión invade la literatura. Ya nunca más habrá que escribir como los otros, porque América tiene lenguaje propio y una historia que se empieza a escribir con orgullo. El hombre nuevo llegó: está aquí, al sur del sur.
(Debo decir que este discurso no incluía a la "mujer nueva", si miramos antologías y revistas de la época, menos aún a los indígenas u homosexuales).
A poco andar de la década, los sueños se vinieron abajo "de golpe". En Argentina, Uruguay y Chile, las dictaduras se instalan con su carga de exilio y desapariciones. América arroja a intelectuales, obreros, políticos, estudiantes fuera de sus fronteras. El mundo se llena de "sudacas" que de un día a otro se ven expulsados para crear, amar, vivir y despertar en otro idioma. Los que se quedan están huérfanos, porque la continuidad se rompe. En Chile, con nueve millones de habitantes, un millón sale al exilio. Los bandos militares se multiplican, los pelos y barbas se cortan, los libros se queman, no pensar, no decir, no cuestionar: el mundo acaba de hacerse hostil y ajeno. La familia, la sociedad, el país, se escinden.
La literatura de los ochenta muestra una ciudad oscura, con escasos personajes, donde los diálogos son casi inexistentes. La doble connotación en el lenguaje, la desarticulación y la ironización de los lenguajes militares, los textos breves (el cuento es el género de los desesperados/as), el horror como protagonista. El cuerpo, en las literaturas de mujeres, es un cuerpo vejado, violentado, padecido; el continente es el cuerpo, el contenido es la voracidad del deseo de los otros sobre el estrago de una piel devastada. Se privilegia la acción interna por sobre el acontecer externo, y el viaje es al interior de los personajes. La literatura se carga de múltiples sentidos. Los jóvenes como Ramón Díaz Eterovic en Chile, o Rafael Curtoisier en Uruguay, o Juan Saturaín en Argentina, ven en el género negro una manera de hacer literatura social con valor ético y estético. |
El mundo externo abomina del horror de los que están atrapados en las dictaduras. En ese largo país llamado exilio, la poesía y la narrativa se invade de frases en otro idioma, el choque cultural es motivo literario y la nostalgia el emblema de los textos.
Hacia finales de los ochenta, ha caído el muro, los sueños utópicos y la dictadura. El mercado empieza a apoderarse, voraz, del entorno. Poco a poco, los intelectuales se insertan, y aparece la "industria" cultural en gloria y majestad: oferta y demanda, no estéticas, controlan la cultura. Está de moda el exotismo de las literaturas, y las estéticas de vanguardia sólo las asimila la academia.
Las precarias democracias balbucean negociaciones tanto políticas como culturales, con el terror constante del regreso al poder de los militares. Los derechos humanos se transan en el mercado y aparecen las invisibles, pero palpables, listas de prioridades de los estados.
Los noventa traen la euforia, el desencanto, el estupor y los aprendizajes. En los textos, se regresa al (adolescente) viaje del aprendiz, esta vez con destinos concreto e inmediatos (los protagonistas "van" a un lugar), el enunciado de esa postmodernidad donde todo cabe. La literatura se vuelve una constante de aeropuertos y movimiento donde los personajes deambulan, se prioriza una acción externa por sobre la acción interna, el lenguaje más periodístico que literario, la multiplicidad por sobre la diversidad.
Los gobiernos, más que establecer una política cultural, privilegian la cultura del evento: todo aquello que lleve masivamente a un público, ya sea cantantes populares, exposiciones de moda, libros superventas, teatro. (Los eventos, tienen su contracara en lo que significan: lo eventual, masivo y pasajero)
El mall llega para quedarse.
La cultura de la imagen está reinando en gloria y majestad y debemos acostumbrarnos a un orden nuevo, liderado por un mercado que aparentemente es libertario y democrático. Los textos son un mall: es decir, están ordenados, nos muestran un mundo escrito y es difícil perder la ruta en ellos. Su eficiencia es inmediata; entramos al texto y salimos de él sin más alteración que un par de bolsas, que serán en corto tiempo reemplazadas por otras, que iremos dejando cuando otro producto se superponga al anterior.
Es aquí, en esta cultura, donde aparecen los feminismos light, los libros de autoayuda, los proféticos, los personajes asépticos, los escritores superventas en supermercados, el concepto de una ciudad excitada y en permanente estado de fiesta nocturna (como dice Beatriz Sarlo, "la ciudad no existe para el shopping, que ha sido construido para reemplazar la ciudad"). El mercado, generador de dinero, único dios sin ateos, rige la cultura. La academia separa y radicaliza posiciones, para apartar la "literatura" de la literatura.
Pero debemos reconocer que la sobresaturación de sentidos de los últimos veinte años, generan una rebelión natural, proponiendo otros modos escriturales. No es mi intención emitir juicios de valor al respecto, sólo dar cuenta del asombro ante algo nuevo.
La novela histórica se agolpa en los anaqueles, pero acerca de la historia remota, no la reciente, puesto que ésta puede provocar conflictos y amenazar las incipientes democracias del primer mundo.
Estas y otras variables provocan el quiebre de las prácticas culturales como han sido entendidas hasta ahora: es decir, como una discusión cuya base está en el conflicto de valores y por ende, en la toma de partido frente a una circunstancia. Aparecen los "comentaristas" de libros. Hacer solapas o contraportadas se transforma en una profesión, y la "asepsia" es la regla: no se opina directamente sobre el texto, sino sobre su envoltura.
Los noventa son años con cierta inmediatez, todo debe hacerse y ahora. Las literaturas de cuatro décadas conviven (no con mucha armonía, pero conviven) y se entrecruzan. La escritura de minorías ofrece un vuelco en Chile de la mano de la escritura homosexual de Pedro Lemebel, que en sus crónicas, cercanas al cuento, muestra un mundo marginal rico en matices y estéticas, desde un lenguaje barroco y audaz.
Andrea Maturana, desde una escritura de mujeres, aporta una visión madura, crítica y llena de pliegues en sus relatos y desde su novela El Daño da cuenta de los niveles de destrucción interna e irreparable a través de los lazos familiares. Rodrigo Fresán en Argentina, en contraposición al viaje adolescente, escribe desde la irreverencia su propia historia de los padres de la patria.
La última década del siglo semeja a los períodos de postguerra, en su variedad y multiplicidad de voces (recordemos por ejemplo, la literatura de evasión de los cincuenta, paralela a la literatura existencial de un Sartre). Todo cambia, dicen las canciones populares y hay que agotar el siglo antes de que el siglo nos agote. Frivolización no es sinónimo de vacío, sino una necesidad propia de un tercer mundo agobiado de cuentas impagadas, responsabilidades e historias no resueltas.
Tampoco se puede decir que los lectores estén desinformados, el internet, los medios de comunicación masiva, saturan de información. Como nunca, todo parece estar ahí.
La escritura debe incluir los fast food, las marcas de ropa y otros, eludir las terminologías que signen en demasía el texto, porque somos globalizados. Los escritores no se ven obligados a tomar partido, porque en los noventa, no existe la intención de crear pensamiento, sino aconteceres, y tomar partido está fuera de moda.
Joaquín Sabina, cantautor español de una mordacidad e ironía privilegiada, tiene una canción que se llama "Yo quiero ser una chica Almodóvar", que en parte dice, a fragmentos: " ... un poco lista, un poquitín boba, ir por la vida al borde de un ataque de nervios ...", " ... que no me coman el coco esas burdas peleas de croatas y servios ...". La literatura debe alejarse de lo inmediato, pero estar cerca del sueño de cotidianeidad ideal que el mercado os ofrece: casi como sexo, drogas y rock and roll, pero sin los pacifismos ni las ideologías de los setenta, y premunidos del éxito como bandera.
Una de las variables interesantes de los noventa, es que aparece en la literatura la tipología del traidor. Y aparejada trae la del sobreviviente. Es así como los personajes que traicionan y se traicionan a sí mismos, logran sobrevivir. Los periódicos se atiborran de farándula, algunas novelas también, y nombrar y ser nombrado es la consigna.
Si hay algo maravilloso de las democracias es la igualdad de derechos. Ahora, en este instante, somos todos "los viejos de mierda" del siglo que pasó. Eso nos iguala ante las expectativas y posdesastres: maravilloso, que hay que escribirle al mundo y crear escrituras nuevas para separarse de lo anterior. Pero, como todo inicio, trae aparejado los lastres de un pasado reciente.
Los libros del 2000 regresan a la novela histórica, pero de la historia reciente. El tercer mundo, desde África hasta América, reconstruye su pasado inmediato lamiendo sus heridas con dignidad ante el horror. Argentina, México, Nicaragua, Colombia, Chile, Uruguay, todos cuentan lo que ha ocurrido. El exilio sin mitos, el exilio interno desacralizado. Las izquierdas (y las derechas menos) intentan, temblorosamente, propuestas de política cultural, enfrentados de lleno a la precariedad suntuosa del mall.
Lyuba Yez, de veinte y pocos años, publica La Ciudad está Sola, donde la ciudad es puesta en tela de juicio desde un subsuelo, en donde sólo se ven los pies de los que la habitan, trashumantes que deambulan "afuera" y donde el sentido del horror está "dentro". En Chile, autores como Alejandra Costamagna, Nona Fernández, Lina Meruane, Andrea Jeftanovich, Marcelo Leonardt, Luis López Aliaga, mayores que Lyuba Yez, ya han empezado a alzar sus voces en la búsqueda de nuevos criterios escriturales, algunos de ellos más cercanos al guión. En Argentina, voces maduras en muchachos de gran peso literario, como Gonzalo Martínez, dan cuenta de los procesos de desencanto de los jóvenes que son capaces de "pensar" su entorno y confrontarlo.
Tal vez, para la academia, las voces emergentes aún no sean claramente oídas en su potencia narrativa, pero están allí, intensas, extrañas, sin los códigos de la culpa que marcó cincuenta años de literatura, "amorales", dirán algunos, pero vivas, fuertes, haciendo de la literatura su argamasa. Y para quienes dicen que el libro ha muerto, tal vez sea hora de revisar si el "soporte" del libro es el adecuado. Hay múltiples formas de hacer literatura y el graffiti de los setenta a los noventa tuvo mucho que decir al respecto.
Está bien; banalizados, aculturales, mallizados, mediatizados, etc., pero escribiendo, haciendo en cada línea, que la experiencia de un mundo sin dioses, sin límites, sin iconografía, valga la pena de vivirse.
Y eso es más que suficiente.