14 jul (Perú.21) A la luz de las últimas escaramuzas libradas entre algunos escritores peruanos, se diría que nuestro debate literario no puede ser más que un problema de egos y suspicacias mutuas entre enemigos irreconciliables. A quien ha pasado años leyendo la obra de los involucrados, el paisaje le puede resultar lamentable.
Yo pienso que la discusión literaria debe ser otra cosa, porque la literatura es un rastro de nuestros conflictos sociales y un síntoma de nuestras flaquezas históricas, pero es también, quizá sobre todo, una esperanza de solución. Y, si es así, entonces la literatura tiene que ir más allá de sarcasmos, cocachos y zancadillas: el debate intelectual no debería parecerse tanto al zafarrancho de insultos de un reality show.
Si a un albañil se le piden paredes firmes y a un cocinero platos comestibles, a un intelectual se le puede exigir que piense con claridad y hable con transparencia. Pero, sobre todo, que sea capaz de colocarse a sí mismo bajo el microscopio de vez en cuando, que se dé cuenta de que su trabajo no es accesorio, sino crucial, particularmente en un país como el nuestro, malherido por la incapacidad secular de sus clases dirigentes, un país radicalmente necesitado de inteligencia y solidaridad.
La literatura y quienes la hacen (incluso cuando no lo reconocen) tienen una responsabilidad ante su sociedad.
Cada vez que nuestros escritores (y críticos) deciden agredir a las poetas peruanas en conjunto, menospreciándolas a granel -como si el hecho de ser mujeres las hiciera intelectualmente secundarias o artísticamente subordinadas-, esos escritores de algún modo justifican las golpizas, los menosprecios y las marginaciones que otras mujeres, con argumentos al fin y al cabo no muy distintos, sufren en miles de hogares en cualquier barrio de cualquier ciudad del Perú.
Cuando un escritor con cierto poder en los medios de comunicación capitalinos niega (o desconoce) la dificultad que sus colegas provincianos tienen para acceder a esos medios, ese escritor contribuye, acaso involuntariamente, al doloroso centralismo y al injusto desequilibrio social, económico y político que aleja a Lima del resto del país. Es cierto que no hay un nuevo Arguedas en los Andes, como mi amigo Fernando Ampuero ha señalado con exactitud (y con un poco de malicia: tampoco hay un nuevo Vargas Llosa en la costa). Pero es claro que entre nuestras novelas cruciales de las últimas dos décadas están Ximena de dos caminos, País de Jauja y La violencia del tiempo: la narrativa provinciana es uno de los impulsos creadores significativos de nuestra literatura actual. Negarlo es tapar el sol con un dedo.
Las ficciones de Gutiérrez, Cueto, Rivera Martínez, Riesco, Ampuero, Colchado, con su afán por retratar la diversidad del país, hablan de una narrativa peruana en auge, a punto de parir formas insólitas. Pero las discusiones públicas entre algunos de esos autores parecen desdecir la calidad de sus obras. Mientras los escritores ensayan el siguiente tacle, su propia literatura parece cogerlos por sorpresa, pasar sobre ellos, hacerse sutilmente las preguntas que los escritores deberían hacer también en voz alta, en diarios, revistas y programas de radio y televisión: en las circunstancias del país, esa es también su responsabilidad.