11 ago (Perú.21) Con el cuento de la polémica, Fernando Ampuero se ha despachado regiamente en todos los medios montando un show desde la aburrida cacofonía de "la envidia y el resentimiento".
Claro que su fascinación por el make-up no está en cuestión, sino su calidad literaria, y por eso cederé opinión a Abelardo Oquendo, quien por fin depuso su estilo solapa para reconocer: "(Ampuero no es) una figura que proyecte una sombra tan grande que explique que haya colegas suyos oscurecidos esforzándose por tumbarlo" (La República, 2 de agosto). En suma, una bofetada con guante blanco.
Prescindiré aquí del acusete -que alguna vez, misma caricatura de Bryce, declarase que descubrió la sierra a través de sus empleadas domésticas (1999)-, para permitirme algunas acotaciones a Abelardo Oquendo y José Miguel Oviedo.
Puede que la actual polémica haya empezado, como Oquendo insinúa, entre escritores que sobrepasan los sesenta y hasta setenta años, pero su onda expansiva es una catarsis plurigeneracional (se puede consultar en Internet), apreciada además en la refrescante crónica del joven poeta Jerónimo Pimentel y las declaraciones de otro contemporáneo suyo, José Carlos Irigoyen (La Primera, 20 de julio). Ambos han aportado opiniones interesantes en esta bronca, la más provocadora de las cuales es: ¿alguien en su sano juicio puede comparar Miraflores Melody, o cualquier otra obra de los "criollos", con La violencia del tiempo de Miguel Gutiérrez? Ni los peluqueros de las señoras que tanto menciona el regio con nostalgia nerudiana ('el olor de las peluquerías me hace llorar"), acaso por una carencia sumamente notoria.
Es curioso que Oquendo y Oviedo hayan escrito recientemente sobre Sebastián Salazar Bondy, quien, aparte de su memorable ensayo "Lima la horrible", es también recordado por su afán de pretender administrar desde Lima la norma literaria. Escribió, por ejemplo, que el revolucionario grupo puneño Orqopata era "el remedo lugareño del esguince ultraísta en adobo de quechuismo y referencias locales ... (y) uniformó a sus prosélitos dentro de un tono común e indiscutiblemente opaco" (1947). Con prosa menos pomposa es lo que han administrado Oviedo y sus herederos desde hace medio siglo.
Una más grave arbitrariedad, según Omar Aramayo, es que el autor de "Testamento ológrafo" reordenó espacialmente los poemas de Carlos Oquendo de Amat para la antología que preparara con Jorge Eduardo Eielson (1946), donde los indigenistas se cuentan, no con los dedos, sino con los dados del azar.
Volviendo a Oviedo, ya Tomás Escajadillo recordó el maleteo ideológico, y no literario, a Edición extraordinaria (1959), de Alejandro Romualdo, otro gran ausente del reventón en Guadalajara que está armando el chauchiller Alonso Ruiz Rosas. Hoy nadie se acuerda de Oviedo, mientras que en la última escuelita del país se sigue recitando el "Canto coral a Túpac Amaru".
Hizo lo mismo con En octubre no hay milagros, de Oswaldo Reynoso, en artículo titulado "La fascinación de lo abyecto" (1965), y mientras Reynoso ha publicado varios libros estupendos desde su regreso de China, igual que Gutiérrez, el adjetivo ominoso ha retornado de México, pero ahora aludiendo a un Oviedo de fama globalizada, en mail que me envía el decano de la Universidad de Guadalajara, Dante Medina (29 de junio): "un abyecto personaje que se abre paso a codazos, chapuzas, súplicas y humillaciones".
Para acabar de una vez: el huayco de hoy comenzó en 1970 cuando Hora Zero anticipó la urgencia de la democratización cultural del país. Increíblemente, han pasado 35 años para desenmascarar de manera definitiva a los regios letratenientes.
"Qué importa el tiempo, si valió la pena", es el consuelo filosófico de un bolero. Pero conozco un corrido mexicano mejor: "Con tequila, botanas y tamales,/ a chingar Guadalajara/ se van mi chauchiller y sus carnales".
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