El reciente Congreso sobre Narrativa Peruana de Madrid está haciendo correr en Lima ríos de tinta ..., a falta de ríos de sangre. Tal vez habría que intentar calmar los ánimos y ver qué hay detrás de tanta acrimonia entre los escritores peruanos. El tema me interesa, al punto que acudí al evento con la idea de defender a ese segmento de la creatividad nuestra que se desarrolla en el extranjero y que no siempre suscita la acogida ni el interés de parte de la crítica y de los medios peruanos. Entre nosotros, el caso de ostracismo interno más conocido es, ya se sabe, el de Manuel Scorza.
También iba divertido por un hecho anecdótico. Intentando documentarme, días antes había caído sobre una historia abracadabrante. El Congreso se iba realizar en el Palacio de Linares (hoy Casa de América), casona madrileña del s. XIX, levantada por nobles españoles cuya fortuna era de origen indiano. Allí, se dice, vivieron dos hermanos que sin saber que lo eran se casaron y tuvieron una hija. Al revelarse la verdad, la niña terminó en un hospicio bajo el nombre de María Rosales y la madre, Raimunda, murió ahogada en el pozo del jardín. Los fantasmas de la muchacha y de la madre, en todo caso, se quedaron llorando en los salones y corredores de la mansión, que con el tiempo fue abandonada. En los últimos años, serísimos "expertos" españoles han logrado incluso grabar la voz de alguien que clama por su madre (ver internet). No estaba mal, me dije, el Congreso se iba a realizar en una casa encantada, en la Casa Matusita de la capital española.
En el Congreso se escucharon algunas ponencias notables que fueron para mí más que ilustrativas, pero el barullo de una contienda soterrada se fue apoderando poco a poco del colectivo peruano, ganado por la impronta cainita de una polémica absurda. Inevitablemente tuve que convencerme de que sí, de que había fantasmas en esos salones cubiertos de pan de oro, en esos corredores oscuros y en esas escaleras de mármol. Pero no se trataba de la quejosa María ni de su madre, sino de fantasmas peruanos. Los habíamos traído nosotros, incapaces de vivir sin ellos. Habían tomado el avión a nuestro lado y estaban allí, con "jet lag", pero no por ello menos perniciosos, ululando, desbocados, alentando nuestra singular capacidad para la autodestrucción.
Los términos de la polémica son conocidos, pero se pueden resumir diciendo que en apariencia ambos campos se disputan la representatividad de la literatura nacional. El fondo es muy otro, es el desprecio. La rencilla surgió en Madrid en dos momentos en que el lado oscuro del ser nacional apareció mostrando sus temibles colmillos. Fueron dos instantes que giraron en torno a la exigencia de ciertos escritores peruanos, jóvenes, procedentes de los sectores socialmente deprimidos y/o provincianos, de poder darse a conocer, de tener espacios donde publicar, de ser criticados con equidad, de poder existir, en fin, como creadores. En Lima, dicen, un grupo de escritores de clase media alta, se ha instalado en el pináculo del "establishment" cultural y, cual moderna Sociedad de Auxilios Mutuos, aviesamente lo gobiernan. Una desequilibrada situación que cuestionan.
El primer momento se dio cuando un escritor amazónico previno al público de que la literatura peruana que se conocía era sólo "una máscara" y que detrás estaba la nueva, rica, andina, regional, "verdadera" literatura peruana de hoy. El segundo se produjo dos días después, cuando, respondiéndole, un escritor y animador de televisión de la capital peruana dijo que todos aquellos que se quejaban debían tomar como ejemplo a Dina Páucar y a Chacalón, ganarse o crearse su propio público y, eventualmente, hacerse millonarios. En otras palabras, los descontentos debían irse a sus barrios, o barriadas, con los que les eran semejantes y que no molestasen. Era como si alguien, en el pasado, le hubiera dicho a José María Arguedas que debía limitarse a buscar el público del "Jilguero del Huascarán". Este argumento fue retomado luego por un escritor cuajado, lo que era más grave pues era la consagración del dislate y el desencuentro.
Algo olía mal en el Palacio de Linares mientras algunos lanzaban al aire palabras altisonantes e incluso insultos, más que abusivos, contra un crítico ausente. Era el pútrido olor del peor fantasma que recorre el Perú desde hace siglos, que ha endemoniado a nuestra sociedad y que no nos permitirá ser una nación entera hasta que acabemos con él: el racismo, el rechazo del otro, del semejante, la incapacidad para escucharlo, para entenderlo y, por lo tanto, para respetarlo. Estábamos pues ante nuestra más grave falla, ante los efectos perversos del "apartheid" nacional que no por vergonzante y nunca enunciado ha corroído menos nuestra alma colectiva.
A esto se refirió, creo, Miguel Gutiérrez en su tan mal interpretado discurso de clausura, cuando tras decir a los escritores regionales que de lo que se trataba era de escribir bien y no de estar esperando mayor espacio en la prensa, fue más allá. El novelista habló de nuestra alienación entrecruzada, colectiva. Tocó algo muy grave, esencial, al punto que al evocarlo la emoción lo obligó a interrumpir su mensaje, que estaba siendo una parábola contra el racismo y el desprecio social. Contó que cuando entró a la Universidad Católica, a comienzos de los años 60, a un medio social que debía ser difícil para un joven estudiante provinciano, conoció a un muchacho alto, extraño, que rápidamente se convirtió para él, y sin razones, en una persona antipática, insoportable. Hasta que un día lo encontró en un recital de poesía. El antipático era poeta, y de los buenos. Era Javier Heraud. Gutiérrez no pudo continuar. El mensaje, sin embargo, estaba claro. Y no era sólo para los muchachos andinos, ni para sus contrincantes, los muchachos de los barrios elegantes, sino para todos. Los peruanos tenemos que terminar con los prejuicios sociales, con las exclusiones, con el racismo que no nos dejan existir como seres humanos dignos.