Hace un tiempo conversaba con una amiga de las rarezas que tiene Chile. Y en el fragor de las contorsiones que buscaban explicar nuestras inexplicables conductas políticas ella me dejó caer con no poca satisfacción el haber descubierto el quid de la cosa, el motor articulador de nuestra extraña idiosincrasia "Lo que está detrás de todo esto -me dijo- son nuestras conductas eróticas y sexuales. Es más -continuó- a partir de éstas uno entiende una serie de otros problemas, porque si te fijas -ahora con un tono más doctoral- es dentro de ciertas estructuras neuróticas donde se generan y regeneran las violencias sexuales y políticas de nuestra sociedad". Sorprendido ante tamaña formulación -y sin recurrir a un principio de seguridad nacional o a una eventual política de salud pública- no dudé ni un segundo en solicitarle encarecidamente que me contara su descubrimiento. No sé si fue por mi exacerbado interés o por su habitual inclinación hacia la filantropía, pero lo concreto es que ella accedió a mi inquietud y haciendo hincapié en que no todas las culturas comparten este formato "psicosocial" se decidió a señalarme que una posible solución a lo que ella llama "violencias innecesarias" pasa por la aceptación de mecanismos sexuales más satisfactorios. ¿Cómo cuales? -le pregunté. Bueno, dijo, y en un tono más salomónico que grave espetó el siguiente algoritmo:
"Que el hombre debe esclavizar su deseo al de la mujer y ésta debe esclavizarse a esa esclavitud (y no al hombre)"
"Ah", dije y fue lo único que atiné a soltar al oír tan enigmática ecuación del antropoerotismo criollo. Realmente me dejó intrigado, incluso no negaré que ese puñado de palabras escondía algo que me parecía difusamente familiar, pero que, sin embargo, su significado de fondo, se me escapaba. Y me mantuve así un largo rato. Y en eso estaba, dándole vueltas al asunto, cuando ella volvió con nuevos bríos, pero ahora decidida a ponerle la guinda a su torta. Sin mediar provocación teórica alguna por mi parte ella me ratificó que lo medular de su fórmula no estaba en lo que ella llamaba la "simpleza del vínculo erótico", sino en la dinámica que ahí se ponía en funcionamiento "de hecho -agregó- es en esa dinámica donde se estructura subterráneamente el juego entre los individuos que circulan por estas apartadas tierras". Y esto sí que me golpeó hasta el punto que sin darme cuenta después de oír esta palabras mis sentidos parecieron estallar cuando por arte de no sé qué misteriosa sinapsis se me vino a la cabeza un hecho que yo creía olvidado. Fue aquí en Santiago no hace mucho, en un noticiero se nos informó que una mujer mapuche se había acercado al Palacio de La Moneda y se había puesto a increpar al Presidente de la República, tachándolo de incumplidor de falso, de incapaz, de persona sin mando ni autoridad, etc. El presidente, que se encontraba fuera de Palacio, fue rápidamente alertado de la inusitada situación que se estaba viviendo por lo que decidió regresar de inmediato. Y ahí sucedió lo que pocos han podido comprender hasta ahora entre Rosa y el presidente. Y es que éste, al llegar a La Moneda, y sin mediar protocolo alguno, se fue directamente donde se encontraba la incontrolable y decidida mujer entablándose el siguiente diálogo:
- ¿Todavía estás aquí, Rosa? Preguntó el presidente.
- Aquí te estoy esperando, respondió ella.
- Subamos a tomarnos un cafecito a mi oficina, entonces, replicó el presidente.
- Ya pues, asintió ella
Y así fue como en un franco y singular tuteo el presidente y la mujer mapuche subieron las escaleras y se encerraron a conversar largo y tendido sobre esto y lo otro y lo de más allá. Después de un largo rato, salen ambos muy sonrientes, y él, ante el siempre inescrupuloso acoso de la prensa se ve obligado a abordarla y declarar públicamente que los temas tratados con Rosa fueron discutidos en profundidad donde él se compromete a resolver a la brevedad todo lo pendiente sellando con ello su total adhesión a la causa del pueblo mapuche dando por superado así el impasse y "el ingrato malentendido" que se había instalado entre ambos.
Naturalmente el asunto no se acababa ahí, pues la prensa, en su ya tradicional y psicótica labor, debía compatibilizar eficientemente la función informativa -referida a los hechos realmente acaecidos- con la cada vez más insaciable y adictiva lujuria comunicacional del público. En pocas palabras, la prensa reclamaba sangre o por lo menos escándalo. Sin duda para ellos todo lo que había suscitado y desencadenado esta sencilla mujer era digno de algo más que una nota periodística. Es más, la rapidez y la naturaleza del "abuenamiento" entre la mujer y el presidente -reconocido éste por su dureza e inflexibilidad- eran señales claras del poder de esa desconocida. Por eso a la salida de La Moneda los periodistas se lanzaron como poseídos al paso de esta modesta y persuasiva mujer que había conseguido los favores del presidente sin mayor violencia que el haber compartido un conversado cafecito.
Obviamente, el secreto que ella les postergaba contenía toda la dosis necesaria para excitar hasta la más frígida de las audiencias. El plato estaba servido y los periodistas tenían todo para incendiar de un solo golpe el imaginario social. Todas las preguntas se dirigían hacia un mismo punto neurálgico: el secreto por el cual ella había logrado con impresionante rapidez la adhesión total del presidente a sus peticiones. Pero el acoso periodístico no inmutó a Rosa, quien se limitó a señalar -una y otra vez- que la conversación fue muy cordial y que después de la reunión quedó muy contenta porque ahora quedaba claro que el presidente sí es un hombre de palabra y sobre todo que es un hombre que manda y sabe gobernar.
El episodio entre la mujer mapuche y el presidente termina ahí y ahora que las palabras de mi amiga me devuelven desprevenidamente a él me doy cuenta que hay algo que me sigue inquietando. Sospecho que ese algo que me tiene con la rara sensación que deja lo desconocido cuando se nos revela secretamente familiar es algo perfectamente asumido bajo cuerdas y por lo mismo inconscientemente cómico. Porque no resulta difícil de adivinar que ese secreto de Rosa se hunde en el silencio ancestral de todo poder y no me cabe la menor duda que es a él al que invocaba ese presidente cuando insistía en reiterarnos, ante nuestro generalizado escepticismo, que realmente las instituciones funcionan en este país.
Citas (*)