Con la audacia de los sabuesos avezados, el sentido rítmico y matemático de los compositores de sinfonías, pero especialmente el negrísimo buen humor que tanta falta hace en buena parte de la literatura contemporánea, Fabio Martínez ha elucubrado, acometido y cometido esta divertida novela que a la vez que dedo en la llaga de la situación criolla, funciona como banquete para lectores lúdicos o memorando para los trascendentales.
La familia Baal es aquí dinastía de la más folclórica y en consecuencia de la más histórica: hombres y mujeres comunes y corrientes en apariencia, van tomando dimensiones de protagonistas, a medida que con la disculpa de la elaboración de un informe sobre ciertas malasangres -que le encomiendan a su cabeza visible los dioses que no se ven pero que están en todas partes-, el autor recorre con magistral sencillez toda la historia caleña, vallecaucana y colombiana, y como tiene la virtud de manejar la ambigüedad con sutileza y tino, se hace universal tanto en la descripción como en la crítica.
La novela me ha hecho feliz porque la he reído de la primera a la última palabra, y también me ha puesto triste porque desde el renglón inicial hasta el final ha suscitado en mí la ventolera de sentirme, como buen colombiano, sujeto de manipulación y humillación, tortura y sicoacoso, por parte de esa calaña con nombre pero también con silenciador de los gobernantes, los políticos, los farsantes, los violentos y en general la cáfila de sepultureros a sueldo que a fuerza de tropel se tornan invisibles.
Cada nombre -Baal, Simbad, Baratilova, Linayocasta, Clotilde la gallina, Nadia, El capitán Inocencio Manotas, para sólo mencionar la minoría,- lleva latencia implícita de identidades acordes con la tragicomedia nacional. La trama negra pero rebosante de rosadas claves, logra introducir hasta al mayor de los ingenuos en una historia que sabe que por gracia o desgracia le pertenece, lo mismo que los lugares, las circunstancias, los episodios.
Dicen que Cali es Cali y lo demás es loma. Aquí, Cali es Cali y lo demás es Colombia, porque el narrador tiene la destreza de entrar en recovecos, respirar en calles y rincones y graficar de tan patente tono las atmósferas y las formas de ser de los habitantes de nuestras regiones, que la novela es mapa y es espejo, como el de Alicia o el de Dorian Gray, que sirve también de mágico recurso para que el biólogo Baal entre y salga al comienzo y al final, mientras en el trayecto de sus avatares nos mantiene pendientes de su suerte genial, porque a la larga es el único indemne después de tanto trasegar como un funámbulo.
Es la historia: el nueve de abril, la explosión de Cali, la llegada del hombre a la luna, la toma de la Embajada, el Apocalipsis del palacio de Justicia, la hecatombe de Armero, todas esas siniestras noticias que como el antiángel de la guarda sí nos desampara tanto de noche como de día.
Pero también la rumba, la música, los amores y los desamores, el pandebono y el pandemonium, la cronología de los magnicidios, los ladrones de la luz, los sátrapas del proceso 8000, los fantasmas que se levantan de sus tumbas para conciertos en los teatros del delirio, y hasta Tomás Arcángel, un muchacho suicida que pasó de la vida y de la muerte a los predios de la fama, por obra y desgracia de la necesidad de mitos que tienen los hombres y las mujeres acosados por el miedo.
La novela me gusta por audaz, por caleña, por lúdica, por loca y por divertidora. Pero además, y especialmente, por seria: se hace visible lo invisible.