La plaga de la patata en la década de 1840 en Irlanda provocó una hambruna de tal magnitud que en los siguientes veinte años podrían haber abandonado la isla un 20% de sus habitantes rumbo a EEUU. Las grandes migraciones europeas hacia Norteamérica entre 1800 y 1910 contribuyeron a aumentar su población de 6 a 91 millones de habitantes, una de las grandes fuerzas matrices de su despegue industrial, al impulsar la urbanización y poblar sus territorios.
En el siglo XIX la población europea se estaba multiplicando imparablemente y los gobiernos se tomaron muy en serio las advertencias de Thomas Malthus de que el crecimiento demográfico agotaría rápidamente los medios de subsistencia, por lo que estimularon la emigración a las Américas, el Caribe, Oceanía, África y el sureste asiático. Esos grandes desplazamientos humanos europeos se extinguieron tras la Segunda Guerra mundial, cuando comenzó el proceso en dirección contraria: la descolonización movió a los ex súbditos de las potencias coloniales a emigrar a sus antiguas metrópolis, una vez que sus recién independizados países se hundieron muchas veces en la anarquía, la dictadura y la pobreza.
América Latina había escapado hasta hace poco a ese destino: hasta los años 50 no dejó de recibir emigrantes. Entre la segunda mitad del siglo XIX y la primera mitad del XX, la región recibió 11 millones de europeos: 38% de ellos eran italianos, 28% españoles y 11% portugueses. La mitad se asentó en Argentina y un tercio en Brasil. Hoy, por el contrario, los latinoamericanos representan una de las corrientes migratorias más importantes del mundo, con un 10% del total mundial, la mitad de los cuales se dirigen a EEUU, donde representan un 46% de sus residentes extranjeros.
Los flujos migratorios de México a EEUU han sido desde los años 80 los más intensos registrados a escala mundial. En el caso ecuatoriano, es la primera vez que se produce un movimiento trasatlántico de migración rural desde la década de los veinte, cuando llegaron los últimos grandes contingentes de campesinos italianos y españoles a las Américas. Una considerable proporción de ellos va -como en el caso de España- a cubrir puestos rurales. Nadie pensaba que se pudiesen reeditar migraciones rurales entre ambos continentes.
En EEUU algo más de la mitad de esos inmigrantes procede de México, una cuarta parte del Caribe (Cuba, Jamaica y República Dominicana) y el cuarto restante se distribuye en proporciones parecidas entre centroamericanos y suramericanos. En total, 20 millones de latinoamericanos viven hoy fuera de sus países de nacimiento, casi el 13% de los 150 millones de emigrantes internacionales en 2000, el mayor volumen registrado en la historia mundial según la Organización Internacional de las Migraciones (OIM).
La mitad emigró durante la década de los noventa, cuando los inmigrantes latinoamericanos en EEUU aumentaron un 73%. En 1970 la región tenía una de las proporciones más bajas de emigrantes del mundo (6,2%). Sólo considerando la migración hacia EEUU, la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) calcula que el número de emigrantes creció de 1,5 millones en 1960 (0,7% de la población total) a 11 millones en 1990 (2,5%), diez veces más. Desde la crisis de la "década perdida" de los años 80 y los efectos inmediatos del ajuste estructural de los 90 la región se ha convertido en expulsora neta de población, a pesar de tener la menor densidad demográfica de los cinco continentes, después de Oceanía.
La explicación es, en principio, simple: sus países, básicamente productores de materias primas, han sido incapaces de absorber su abundante oferta laboral. Los factores colaterales son diversos: la marea de la globalización ha liberado los flujos financieros y de bienes y servicios, excluyendo los movimientos humanos, pero sólo formalmente. En los hechos, el empequeñecimiento del planeta, las desigualdades internacionales, el abaratamiento del transporte y el poderoso atractivo que proyectan los medios de comunicación del estilo de vida de los países desarrollados no han podido detener la movilidad de las personas.
Hasta los años 70, Venezuela y Argentina eran aún un polo de atracción para sus países vecinos por las posibilidades de trabajo en la agricultura, las manufacturas, la construcción y los servicios. Hoy, ambos países exportan emigrantes a EEUU y Europa. En 1980 había dos millones de emigrantes intrarregionales; en 1990 esa cifra había crecido sólo hasta los 2.200.000.
La emigración regional se dirige básicamente al hemisferio Norte y el grupo más numeroso se concentra en los subsectores económicos de baja productividad. Según el Servicio de Inmigración y Naturalización de EEUU, México es el país líder de indocumentados en ese país (54%), los centroamericanos representan el 14,5% y los países andinos cerca del 4%.
Información reciente, aunque limitada, permite estimar que en 2000 los inmigrantes latinoamericanos y del Caribe en Europa y otros países desarrollados excluyendo a EEUU era de unas dos millones de personas, que se concentran básicamente en Reino Unido, España, Holanda, Italia, Canadá, Japón, Israel y Australia. El 80% de los residentes en Japón son brasileños y un 14% de peruanos: los descendientes de los japoneses que llegaron a esos países a principios del siglo XX y que hoy han hecho el viaje de regreso a la tierra de sus abuelos, en lo que la OIM llama un "retorno diferido". Algo similar ha ocurrido con los argentinos en España, Italia e Israel.
El proceso ha sido tan explosivo que alimenta la inquietud de los países receptores sobre los problemas paralelos de la inmigración irregular, las solicitudes de asilo, las posibilidades de integración y la regulación de su admisión. Los costes de utilización de que hacen los inmigrantes de servicios sociales subsidiados -salud, educación, seguridad social- y la competencia "desleal" en relación a los puestos de trabajo agudizan esas percepciones. En España, por ejemplo, entre 2000 y 2003 el aumento de alumnos extranjeros ha sido del 182%, que se concentran sobre todo, en la educación pública. Como resultado, hoy un 54% de los españoles cree que hay demasiados extranjeros en el país, frente al 18% de 1996.
Las consecuencias del fenómeno están teniendo también un enorme impacto en la economía regional. Cada mes, los inmigrantes latinoamericanos que trabajan en EEUU y Europa dividen sus ingresos en dos partes: una que utilizan para cubrir sus necesidades básicas y la otra para enviarla a sus familias. Esos trabajadores, que en EEUU ganan en promedio unos 20.000 dólares anuales, envían entre el 10 y el 20% de sus ingresos -entre 200 y 400 dólares mensuales- a sus países de origen.
Según el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), las remesas de los inmigrantes latinoamericanos alcanzaron en 2003 32.000 millones de dólares, equivalente al 2% del PIB regional y estima que durante esta década (2001-2010) alcanzarán los 300.000 millones de dólares. En 1990 esa cifra fue de 2.000 millones de dólares y en 1996 de 10.000 millones. En el conjunto de la región, esa cantidad duplica toda la ayuda exterior a la región, incluyendo los créditos y donaciones bilaterales del Banco Mundial y el BID. En Centroamérica y el Caribe, las remesas son uno de los factores más dinámicos del crecimiento económico, la creación de empleo y el alivio de la pobreza.
Para algunos países, su volumen es mayor -y más importante- que los flujos de inversión extranjera directa (IED) o los préstamos internacionales al sector público y privado debido a que no crean futuras obligaciones financieras. Según el World Development Indicators (Washington DC, 2003) del Banco Mundial, en 2002 la región pagó 52.000 millones de dólares en intereses por su deuda externa mientras la IED totalizó sólo 13.000 millones. A diferencia de otros tipos de flujos monetarios, las remesas se han mostrado estables, aportando un bienvenido efecto contracíclico, aportando una red de seguridad vital para los más pobres de la región. Incluso cuando aumentó el desempleo en EEUU entre los inmigrantes hispanos entre 2001-03, los envíos crecieron casi un 18%.
En México -que recibió el 49,8% del total en 2001- más de 1,2 millones de familias reciben esos envíos -una de cada veinte familias, un 40% de ellas de comunidades rurales de menos de 30.000 habitantes- para las que representan entre el 30 y el 46% de sus ingresos. Esas remesas suponen el 160% de las exportaciones agrícolas y casi el 70% de las exportaciones petroleras y una cantidad equivalente a los ingresos por turismo e IED.
En República Dominicana (9,7% del total), El Salvador (10,5%) y Ecuador (7,5%), las remesas significaron entre el 14 y el 17% del PIB y entre 2 y 6 veces el valor total de la IED. El crecimiento de esos ingresos en los años 90 superó el 20% anual en Ecuador, Honduras, Nicaragua y el Perú. El Salvador, Guatemala, Honduras y la República Dominicana, con una población conjunta de 33 millones, absorben el 40% de todo ese flujo de envíos, lo que ha duplicado los ingreso del 20% más pobre de su población.
Es posible que esas cantidades sean más altas debido a que los indocumentados utilizan vías de envío muy difíciles de rastrear y cuantificar.
Estudios de la CEPAL revelan que la mayor parte de las remesas se destina al consumo de las familias, al mejoramiento de las viviendas y la compra de tierras y capital de trabajo. Sólo una pequeña parte es ahorrada o invertida productivamente, pero aún así ha ayudado a transformar comunidades remotas e ignoradas por los poderes centrales. Esos ingresos son tan importantes que las familias deciden colectivamente cual de sus miembros debe emigrar para sacar al resto de la familia de la pobreza.
El BID está estudiando formas para que esos flujos se canalicen progresivamente a costear una educación de mayor calidad, mejorar la salud o elevar los niveles de productividad para contribuir a una mayor equidad socioeconómica en los países receptores. En México y República Dominicana se han creado instrumentos de inversión local para financiar obras de infraestructura dirigidas a retener a la población en zonas de fuerte emigración, fomento de obras comunitarias y microempresas en los que participan tanto los emigrantes como los niveles central, provincial y municipal del sector público.
Los expertos del Banco Mundial sostienen que, en lo esencial, América Latina se beneficia de la transferencia de su excedente laboral a los países desarrollados, argumentando que ese movimiento reduce las imperfecciones del mercado de mano de obra y equilibra las asimetrías de la globalización al reducir las diferencias económicas entre países pobres y ricos.
El proceso es para los países emisores de emigrantes una válvula de escape que ha aliviado el impacto de las tensiones entre las tendencias demográficas y la generación de empleo, además de crear oportunidades para la incorporación de tecnología y la inversión productiva en los países de origen. En la medida que en relación al PIB las remesas han crecido aceleradamente, los gobiernos disponen de mayor margen al disminuir las presiones sociales y pueden disponer de mayores recursos para atender las demandas de los acreedores.
Sin embargo, el fenómeno es también una fuente de inquietud por la pérdida de recursos humanos y por los riesgos de vulneración de los derechos humanos de los emigrantes debido a actitudes racistas y xenófobas y a la potencialidad de que sean víctimas de organizaciones criminales dedicadas al tráfico de seres humanos. Si bien entre los emigrantes predominan los menos cualificados, el número de los que poseen un grado relativamente alto de educación es considerablemente alto en relación con la disponibilidad de esos recursos humanos en los países de origen, como lo pone en evidencia el hecho de que los profesionales y técnicos constituyen más del 15% de los emigrantes procedentes de Argentina, Venezuela, Chile y el Caribe, en una fuga de cerebros que afecta a casi todos los países de la región.
Según diversas investigaciones de universidades estadounidenses en poblaciones de la región con larga tradición de emigración a EEUU las remesas tienen un impacto divisorio sobre las relaciones sociales de una sociedad pequeña: el súbito influjo de dólares trastorna los equilibrios socioeconómicos anteriores -una cierta pobreza igualitaria- descomponiendo la solidaridad comunitaria, la cohesión familiar y concentrando la propiedad de la tierra y el capital en manos de las familias migratorias. Ello, a su vez, retroalimenta la emigración en una especie de reacción en cadena o "enfermedad contagiosa" como la llama Brad Jockish en su estudio Desde Nueva York a Madrid: tendencias en la migración ecuatoriana (Quito: Debates nº 54).
Paralelamente, mientras se mantiene abierta la válvula de escape social -e incluso política- que representa la emigración, se atenúan las presiones para provocar los cambios estructurales necesarios. En Ecuador, por ejemplo, la emigración ha sido un pilar fundamental para el sostenimiento de la dolarización adoptada en 2000 y un espejismo consumista de importaciones que han desequilibrado la balanza comercial. En lo personal, las despedidas de los que se van -que no aparecen como partidas para siempre, aunque la mayoría de las veces lo son- han creado un profundo desgarramiento en las familias al crear esperanzas de reencuentro que, poco a poco, se van disolviendo, acentuando la sensación de ausencia y olvido de los que se quedan.
Durante décadas, los ecuatorianos han emigrado del campo a las ciudades, a las empresas agroindustriales de la costa y al este amazónico para abrir nuevas tierras a la agricultura y habitar las poblaciones surgidas de la explotación petrolera. Al comienzo se fueron pocos: hasta los años 80 la emigración al extranjero era escasa, salvo a la zona metropolitana de Nueva York por un sector muy determinado de comerciantes mestizos de las provincias del sur del país.
Pero desde finales de los ochenta, Ecuador se ha unido a El Salvador, República Dominicana, Guatemala y México como uno de los principales países emisores de emigrantes de la región y gran receptor de remesas. Según el Banco Central ecuatoriano, en 2002 los ecuatorianos que viven en el extranjero enviaron 1.425 millones de dólares a sus familiares, 400 millones más que en 1999, una suma superada sólo por las exportaciones petroleras y acercándose a la cifra que representa el servicio de la deuda pública. Hoy es un factor fundamental para mantener el consumo, los desequilibrios comerciales y el déficit crónico de la balanza de pagos.
Según estadísticas oficiales ecuatorianas, desde la década de 1980 hasta 1992 existía un flujo migratorio estable de aproximadamente 20.000 emigrantes anuales. Aunque muchos se iban para quedarse, la mayoría se iba con la certeza de que iba a regresar más pronto que tarde. Entre 1993 y 1998 las cosas comenzaron a cambiar: esa proporción se hizo ligeramente mayor y en 1999 el éxodo alcanzó las 120.000 personas. En 2000 emigraron más de 200.000, la mayoría a España. Grupos y masas de gente empezaron a copar los terminales de autobuses, los aeropuertos, los pequeños muelles. Las despedidas se hicieron cotidianas y anónimas.
En proporción a su población, Ecuador es hoy el país de mayor población emigrante de Suramérica: según el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos, casi un millón de los 12,5 millones de habitantes vive en el exterior, un récord en América Latina. La emigración se ha convertido en una extensión radical de la emigración interna a las ciudades, pero que no depende del manejo de las políticas económicas nacionales: las remisiones no son controladas por el gobierno -como el petróleo- ni sus receptores se ven forzados a esperar el goteo de los auges de la exportación del plátano o el camarón.
Los emigrantes asumen riesgos para ganar dinero en economías desarrolladas, con lo que evitan las incertidumbres del desgobierno local, lo que supone un sentimiento de liberación personal y colectiva de las causas de su pobreza inicial. Pero para que uno de la casa se pueda ir, es necesario que la familia se haga más pobre en la vaga esperanza de que, allá en el extranjero, el hermano, la madre o la esposa puedan encontrar trabajo y empezar a enviar dinero para pagar las deudas contraídas para pagar el viaje.
Según el diario quiteño El Comercio: "La gente emigra por culpa de esa suma trágica que se resume en un país deprimido y sin rumbo a causa de los malos gobiernos y la indolencia de la mal llamada clase dirigente. La gente ha perdido la fe en el país". Al principio fueron los profesionales medios -arquitectos, técnicos, maestros, secretarias- pero luego se sumaron riadas de pequeños comerciantes y campesinos cansados de la incertidumbre y la desesperanza.
El caos político -Ecuador ha tenido seis presidentes desde 1997- y la recesión económica disparó del éxodo masivo desde 1998 hacia España, donde los 390.000 inmigrantes ecuatorianos representan ya la colonia extranjera más numerosa, con el 14,6% del total, con un aumento del 50,3% entre 2002 y 2003. Hasta ese año, EEUU era el destino preferido de los emigrantes ecuatorianos. En 1997 se registró la entrada de 10.031 ecuatorianos en España. En 2001 eran ya 135.000. En Madrid su número se multiplicó por quince entre 1991 y 2001.
El censo de EEUU registró en 2000 a 257.000 ecuatorianos, pero la cifra podría ser considerablemente más alta debido a los indocumentados. El Census Bureau de 2001 estima teniendo que en el grupo hispano/latino los ecuatorianos son alrededor de 396.000 personas, el octavo del país y la segunda nacionalidad suramericana detrás de Colombia. En 2000, el 64,3% de todos ellos vivía en Nueva York.
En España se concentran fundamentalmente en Madrid y Barcelona, donde los emigrantes pioneros habían establecido cabezas de puente a finales de los años 80 y comienzos de los 90. Un contrato de trabajo facilitado por esos compatriotas les abría las puertas a un permiso formal de trabajo y, con él, la ansiada legalidad y posibilidad de traer a sus familias. Hoy casi todos los hogares ecuatorianos dependen en alguna medida de las remesas de los "migradólares".
Las provincias de Azuay y Cañar forman el eje central de la emigración ecuatoriana, posiblemente también la zona de mayor emisión de emigrantes de Suramérica. Desde los años 70, el 80% de la población de ambas provincias ha emigrado hacia EEUU, un 70% de ellos como indocumentados. El proceso fue iniciado por los mestizos de esas provincias pero pronto fue seguido por los indígenas dedicados a la agricultura de subsistencia. Si bien el grueso de los emigrantes ecuatorianos proviene de de los sectores empobrecidos, el proceso no establece diferencias de clases o sectores sociales, de género (un 53% de los inmigrantes legales en España y EEUU son mujeres).
Desde tiempos coloniales, la confección de sombreros de paja -los Panama Hats, como son conocidos en EEUU- era el cimiento de la economía de esas provincias a través de un complejo sistema de intermediarios y exportadores mestizos y blancos que explotaban la mano de obra de los tejedores campesinos. Cuando la exportación colapsó en 1950, el campesinado azuayo-cañari fue el más afectado. Los exportadores más adinerados emigraron a Nueva York, donde habían desarrollado conexiones sociales con importadores de sombreros, formando redes de recepción de los nuevos inmigrantes. Fue el principio de un goteo que, con el tiempo, se convirtió en una cascada.
Desde los tiempos coloniales, Ecuador ha sido, como el Perú y Bolivia -los países andinos centrales cuya configuración étnica está marcada por el predominio de la etnia quechua, la constructora del imperio incaico- un país eminentemente agrícola y minero, volcado a la actividad extractiva y a la exportación de materias primas con escaso valor añadido. La crónica inestabilidad política, el predominio de latifundios de claras reminiscencias feudales y escasa productividad, y la exclusión social del campesinado étnico andino hizo que los núcleos de modernidad se concentraran en las ciudades de la costa, sobre todo en Guayaquil, el principal centro comercial, industrial y portuario del país.
A lo largo del siglo XX, Ecuador estuvo sometido a un vaivén pendular de precarias administraciones civiles y largas dictaduras militares. Su creación tras la independencia como un Estado amortiguador entre la Gran Colombia y el ex virreinato del Perú a partir de la circunscripción judicial de la Audiencia de Quito le dio una de las identidades nacionales menos definidas y, por tanto, más frágiles de todas las repúblicas surgidas de la desaparición del imperio español.
Durante la mayor parte de la colonia, la audiencia de Quito estuvo sometida a la autoridad del virrey del Perú, pero con las reformas borbónicas del siglo XVIII, el recién creado virreinato de Nueva Granada, con capital en Santafé de Bogotá, comenzó a ejercer sobre Quito un poder político y económico rival a la influencia de Lima, lo que condujo, en la independencia, como solución salomónica, a su constitución como república soberana.
El propio nombre adoptado por la nueva república hace alusión un hecho geográfico -la línea ecuatorial que atraviesa el país- antes que al reconocimiento de una realidad cultural nacional homogénea. A diferencia del Perú, un país mayoritariamente mestizo, y a semejanza de Bolivia, Ecuador tiene un claro predominio étnico indígena, de ahí que tenga la mayor organización indigenista de la región: la Confederación de Nacionalidades Indígenas de Ecuador (CONAIE), cuyo mismo nombre rompe con la tradición centralista latinoamericana de no reconocer más que una nación -ecuatoriana, peruana, chilena ...- en el territorio controlado por el Estado central.
En un país de altas tasas de analfabetismo y escasa movilidad social, abismales desigualdades sociales agravadas por un alto crecimiento demográfico y la inestabilidad política derivada del caudillismo y la fragmentación partidaria, las crisis económicas constituían la precaria "normalidad" de sus habitantes. En los más de veinte años de democracia transcurridos desde 1980, Ecuador ha tenido una docena de gobiernos distintos, dos guerras con el Perú, una decena de acuerdos firmados con el Fondo Monetario Internacional con otros tantos ensayos de políticas económicas de "ajuste" y tres levantamientos indígenas de importancia.
Pero la emigración no era una de las alternativas que se planteaban la mayoría de los ecuatorianos para solucionar sus problemas de subsistencia ... hasta la gran crisis de la "década pérdida". Entre 1982 y 1991, el ingreso mínimo real bajó anualmente a una media del 7,6%, mientras que el coste de los productos básicos aumentó al ritmo de la inflación, un 60%. El Estado puso fin a muchos programas y políticas sociales. En 1999, el gobierno de Jamil Mahuad dispuso el rescate de 16 entidades financieras quebradas a un coste de 2.600 millones de dólares. Para detener la fuga de capitales, el gobierno congeló la mayoría de cuentas bancarias, lo que dio lugar a huelgas y protestas masivas.
En 1999 Ecuador fue el primer país de la región en incumplir el pago de los bonos Brady. En 2000, ante el hundimiento del sucre, el gobierno de Mahuad adoptó el dólar como única moneda de curso legal. Hoy, el 20% de la población tiene un ingreso inferior a un dólar diario. En 2002, el salario mínimo era de 140 dólares mensuales, lo que cubre menos del 50% de la canasta básica familiar (para cuatro miembros), que bordea los 333 dólares de media.
En las ciudades, la clase media se empobreció abruptamente; muchos trabajadores del sector formal pasaron a engrosar la economía sumergida. Cientos de miles de ecuatorianos respondieron a la inestabilidad política y económica haciendo planes para emigrar. Las redes transnacionales establecidas por los emigrantes pioneros facilitaron ese camino. Sólo pequeños grupos étnicos con un alto sentido comunitario de la vida y la producción no se han visto implicados en el fenómeno.
Al principio el plan de los emigrantes era ahorrar el dinero suficiente para después comprar casas o tierras de cultivo. Pero el prolongado estancamiento económico del país desvaneció esa esperanza y familias enteras comenzaron a vender todas sus posesiones y endeudarse para pagar los costes del viaje a EEUU y Europa. Una vez que los pioneros se aseguraban legalidad y trabajo podían apelar a las políticas de reunificación familiar de los países receptores.
Inicialmente, el proceso creó un círculo virtuoso: cuando regresaban a visitar su país, los primeros emigrantes mostraban pruebas visibles de prosperidad, lo que alentaba a nuevos candidatos a la emigración. Una vez que una familia pagaba sus deudas, un porcentaje significativo del dinero que recibía era invertido en la construcción de nuevas casas, una imagen que expresaba la fuerza del síndrome migratorio, aunque muchas veces las familias que las habitaban seguían viviendo con recursos económicos limitados. Un 90% de las casas construidas desde 1995 en la provincia de Cañar han sido financiadas por los "migradólares". Al principio de los años 90, la mayoría de las familias de un pueblo típico de las provincias sureñas ecuatorianas vivía en pequeñas casas de adobe; hoy en día la mayoría de ellas han reconstruido sus hogares usando lacrillo y añadido uno o dos pisos, balcones y ventanas de vidrio.
Para los padres que dejan a sus hijos en Ecuador, la separación conlleva grandes privaciones y tensiones emocionales. En algunas provincias, la emigración de los maestros ha dejado a cientos de escuelas sin educadores. Algunos pueblos han quedado prácticamente en manos de las mujeres, muchas veces incapaces de mantener sus matrimonios, que se disuelven bajo las presiones del espacio y del tiempo. En otros casos, las mujeres emigran sin sus esposos y dejan sus hijos al cuidado de familiares. Intentos fallidos de emigración ha hundido en la miseria a miles de familias que se han visto obligadas a vender sus tierras para pagar los préstamos. Pero las recompensas son usualmente demasiado grandes como para perder esa oportunidad.
Los emigrantes indocumentados tempranos (antes de 1985) comúnmente hicieron su ruta hacia EEUU viajando legalmente a México y cruzando la frontera antes de ir a Nueva York. Cuando a finales de los 90 se restringió esa vía de acceso, los emigrantes comenzaron a comprar visados falsificados o pedir prestados de hasta 9.000 dólares para pagar a pasadores o tramitadores. El viaje, muy peligroso y que normalmente toma un mes, se inicia con un vuelo a un país centroamericano y de ahí hasta la frontera con EEUU o con un viaje por mar en abarrotados barcos pesqueros hasta México. En 2000, los guardacostas de EEUU interceptaron 11 embarcaciones con un total de 1.452 ecuatorianos a bordo, más que de cualquier otra nacionalidad.
Las dificultades para entrar en EEUU por el aumento de la vigilancia de la frontera y los altos precios que los "coyotes" pedían para ayudarlos a cruzarla, convirtieron el destino español como una opción más barata y segura. A ello se sumaron la demanda española de mano de obra barata y semicualificada para trabajos agrícolas y de construcción para los hombres y de servicio doméstico para las mujeres, empleos que desde los años 80 habían sido abandonados masivamente por los españoles. Desde entonces, esa demanda persiste: el gobierno de Madrid busca cubrirla concediendo anualmente entre 86.000 y 126.000 permisos de trabajo. La lengua común, las facilidades para el acceso a la nacionalidad española por el convenio de doble nacionalidad de 1964 y la posibilidad de desplazamiento a otros países de la UE se sumaron a esos factores de atracción.
Hasta el 1 de agosto de 2003, los ecuatorianos estaban exentos de visado y podían entrar a España como turistas por un plazo legal de tres meses, tras lo cual la mayoría se quedaban ilegalmente, esperando las periódicas amnistías que concedía el gobierno. Pero en los aeropuertos la entrada estaba restringida por la exigencia de presentar una bolsa de 2.000 dólares, una tarjeta de crédito, un plan turístico, reservaciones en hoteles y un vuelo de retorno confirmado. De no tenerlos, la devolución inmediata era un riesgo permanente. Pero aún así, los emigrantes consiguieron pasar por decenas de miles, muchas veces a través del reciclaje de la bolsa: un emigrante que pasaba enviaba el dinero de vuelta, de modo que otros miembros de la familia podían entrar con el mismo dinero inicial.
Para evadir los controles, los inmigrantes se dirigieron también a otros países europeos donde el rigor policial era menor. La mayor parte de los ecuatorianos registrados en el consulado de Ecuador en España han entrado por el aeropuerto de Schipol (Amsterdam), seguido por el de Madrid-Barajas, París y Francfort. Desde el 1 de agosto de 2003, cuando se impuso el visado obligatorio de la UE a los ecuatorianos, los circuitos hacia España pasan hoy por rodeos tan lejanos como Polonia y otros países del Este europeo para desde ahí pasar clandestinamente a cualquiera de los países de Schengen.
La legislación española daba a los inmigrantes ilegales amplios derechos, incluyendo garantías de educación, cuidados médicos, el derecho de reunión, la reunificación familiar y el adherirse a sindicatos, con una posibilidad de deportación baja. Sin embargo, en marzo de 2000 la reforma de la ley de extranjería buscó reducir la inmigración ilegal eliminando muchos de esos derechos para hacer selectiva la llegada, cerrando las fronteras y aumentando la presión y las multas a empleadores que contraten inmigrantes sin los permisos de trabajo correspondientes.
Los precedentes del Perú y la República Dominicana, cuya emigración hacia España se redujo considerablemente después de que la UE les exigió un visado a sus ciudadanos, hace previsible que suceda lo mismo con los ecuatorianos, aunque los residentes legales usarán su estatus para instalar redes que faciliten el arribo de familiares y amigos. Según José Ángel Oropeza, consejero regional para Latinoamérica de la OIM: "El requerimiento de un visado, si bien frena, también puede eventualmente crear algunos canales para la migración irregular y el tráfico ilícito de inmigrantes".
Existen pocas investigaciones sobre inserción laboral de ecuatorianos en España, pero a partir de las evidencias disponibles parece que la mayoría de los inmigrantes hombres trabajan como obreros y en servicios de hostelería mientras las mujeres lo hacen en el cuidado de personas ancianas y el trabajo doméstico.
El trabajo estacional en el campo, en Murcia, Valencia y Andalucía, absorbe otra parte importante de esa mano de obra dado que los invernaderos que producen verduras y frutas requieren de mano de obra barata para poder competir. Según Cáritas-España, los inmigrantes ecuatorianos ganan consistentemente menos que los nativos españoles, incluso en trabajos similares. Las domésticas ganan una media de entre 400 y 600 euros al mes, más comida y vivienda. Los jornaleros agrícolas ganan aproximadamente entre 3 y 4 euros por hora y los obreros de la construcción hasta 6 euros la hora.
En EEUU los ecuatorianos figuran entre los hispanos con mayores ingresos, con una renta per cápita aproximada de 11.848 dólares. Apenas un 2,8% de los inmigrantes ecuatorianos en Italia no tiene ninguna instrucción y un 57,8% cuenta con educación secundaria y un 13% ha cursado estudios universitarios. Casi el 77% tenía empleo antes de viajar a Europa.
Los principales especialistas ecuatorianos consideran irreversible el fenómeno migratorio; a partir de ahora lo previsible es que comience a disminuir por las nuevas barreras impuestas por los países desarrollados, pero las posibilidades de un regreso de la diáspora es mínimo. En Ecuador, los potenciales ingresos por el petróleo serán muy inferiores a los de los años 70 por la reducción de la participación estatal en la renta petrolera, hoy de un 18%. Las remesas de los inmigrantes han aumentado el consumo, pero el país no ha dejado de ser dependiente de las fluctuaciones internacionales, inestables e impredecibles.
Ante el déficit por cuenta corriente o una salida de capitales, la defensa de la dolarización exigirá la subida de las tasas de interés y la consecuente disminución de la actividad económica. Como en la Argentina de la convertibilidad, los ajustes se hacen en Ecuador por el lado de los salarios, el empleo y la producción. Tampoco las remesas de los emigrantes son una fuente garantizada de recursos que, por diferentes motivos, irán disminuyendo con el tiempo.
La pérdida de competitividad relativa de las exportaciones alentada por la rigidez cambiaria, no permite augurar mejoras en esa dirección. La evolución de las exportaciones registró un crecimiento de apenas un 2,1% entre 1990-2001. Su escasa diversificación es notable: un grupo reducido de bienes primarios (petróleo, plátano, camarones, café, cacao y flores) domina la oferta exportable del país. Ecuador figura en el puesto 68 entre 75 países del Global Competitiveness Report 2001-2002. La posibilidad de cerrar la brecha de capitales con mayor endeudamiento externo es limitada.
Si la inestabilidad y la fragilidad en las cuentas externas se mantiene -que es lo más probable- en una economía cada vez más adicta a capitales extranjeros, con una política fiscal atada a las demandas del servicio de la deuda externa, los ecuatorianos en el exterior sólo pueden esperar un exilio prolongado, tal vez para siempre ... y que sus hijos tengan a su lejano país andino de origen sólo como una referencia cultural más entre las múltiples identidades que irán creando en sus nuevos países adoptivos.