Desde mi hamaca paraguaya veo el mar y la silueta de Nadia: -¿Qué estás soñando? -susurro; el largo pelo negro y lacio le cuelga hacia un costado.
-El loro -contesta sin abrir los ojos, gira en la hamaca -rasca la jaula con el pico -gira otra vez; una bandada de loros atraviesa el cielo con su chillido como amenazas o risas.
-¿Y qué hace?
Tarda en reaccionar, contesta entre sueños: -Le gusta agujerear la carne con el pico -lanza un bufido y vuelve a darme la espalda.
Busco leña. Enciendo el fuego y preparo mate cocido. Nadia viene a sentarse a mi lado, el rostro contraído, la mirada turbia. Le pregunto por el sueño.
-No me acuerdo, pero me quedó una sensación acá -se lleva una mano al pecho -no podía despertarme.Nos abrazamos con fuerza; tiembla como una hoja, le acaricio el pelo largo.
Acababa de oscurecer cuando el cielo y el mar se crisparon de pronto. Apremiados por la lluvia cargamos las mochilas. El diluvio se lanzaba con furia sobre la isla, algo inaudito para la época del año.
Nuestra única posibilidad de refugio era la cabaña de Doña Rosaura, una anciana de la tribu de los Huichí; el día en que arribamos nos había recibido con gran entusiasmo; éramos los primeros turistas en llegar aquel verano hasta ese extremo solitario de la isla. Había en ella algo anormal, chocante: el contraste entre el rostro marchito, el cuerpo encorvado y esos movimientos ágiles, el pelo lacio y negro, idéntico al de Nadia, brillante. Los ojos verdes, vivaces, me insinuaron la belleza de su juventud pasada.
Bañados por el diluvio atravesamos por la playa hacia la cabaña. Golpeo la puerta varias veces pero nadie sale a atender. Entramos. En la penumbra apenas podemos distinguir formas oscuras y bultos. Nos abrazamos en la oscuridad; la tormenta pega contra el techo de paja en un repiqueteo de agua enfurecida y es una delicia el pelo mojado de Nadia, el sabor del agua que chorrea por su hombro. Un quejido apagado surge en la penumbra. Tanteo sobre la mesa; encuentro un mechero, lo enciendo; la diminuta luz amarillenta ilumina los objetos cercanos. Dirijo la luz hacia el sonido: un loro frota el pico contra los barrotes de su jaula, emitiendo un sonido chirriante y molesto.
-¿Qué te pasa? Es un loro -Nadia se burla de mi temor, se acerca con paso lento y me besa en la boca con violencia. Deja caer su blusa y el torso desnudo, alumbrado por la luz tenue del mechero y los relámpagos, es una aparición sensual e inquietante.
Gira; embelesado acaricio su espalda mojada, el viento cierra la puerta con un golpe fortísimo y el mechero se apaga y ahora Nadia me muerde el cuello en la oscuridad. Caemos al piso, enredados en un abrazo jadeante; nos desnudamos sin vernos, adivinando nuestros cuerpos en las sombras y Nadia se contonea de una manera especial y distinta, lanza unos inusuales gemidos roncos; estoy aturdido, embriagado; cada tanto chocamos contra las patas de la mesa.
Cuando por la mañana me despierta el griterío de los loros, ella sigue durmiendo en el piso, a mi lado; su cuerpo se mueve apenas bajo la manta que la cubre; su largo pelo negro, brillante, es lo único que asoma entre los pliegues de la tela. La acaricio lentamente. No quiero despertarla.
Me incorporo. Voy hacia la puerta y la abro. Miro hacia el bosque. Sobre el barro yace Nadia, boca arriba, desnuda e inmóvil; un loro, posado sobre su pecho, aletea y desgarra; las plumas y el pico teñidos de sangre.
El cuaderno de bitácora que trascribo es una de las piezas más preciadas de mi colección. Lo encontré en un mercado de pulgas en las afueras de Sydney, el año pasado durante un viaje de negocios. Estaba mezclado entre pasaportes viejos, fotos sepia y postales manuscritas. Lo pagué menos de un dólar. Es un cuaderno de tapa dura, de industria argentina. Un autoadhesivo sobre el forro verde dice "Viaje a la Polinesia. Diana y Víctor, Lorena y Darío. Noviembre 2000". Las primeras doce hojas han sido arrancadas y sólo quedan fragmentos de papel con frases sueltas: "Zarpamos de Baie Gahu ...", "sin GPS cuesta ...", "Trece de diciembre. Hay víveres ...", "Lorena y Darío ya no ..."; luego, las veintisiete hojas sanas. La letra es siempre la misma, desprolija, en birome azul, inclinada hacia la derecha. Por momentos dudo sobre su autenticidad e imagino que el cuaderno es la obra de algún escritor bromista. Una breve investigación en Internet o en los periódicos de aquellos días zanjaría mis dudas. No he hecho tal investigación. Cada tanto lo releo y sigo el recorrido sobre un mapa, entusiasmado y temeroso como la primera vez.
Doce de enero. La leña está húmeda por la lluvia de anoche. Tuve que arrancar las primeras hojas del cuaderno para encender el fuego. A esta altura ya no importa. Desayuno solo, Diana duerme. Me he despertado con ganas de salir a correr. La playa, como siempre a media mañana: llena de botes, redes y pescados rebotando sobre la arena como saltimbanquis al sol. Los lugareños me ignoran mientras troto hasta el muelle abandonado; chapuzón; siesta sobre la arena a la sombra de las palmeras. Vuelvo caminando. Diana no está. Prendo la radio. Trabajo un par de horas en la reparación del velero. Diana aparece a media tarde. Trabajamos en la vela mayor hasta el anochecer. Comemos temprano.
Trece de enero. Diana ha encendido un fuego sobre la arena y cocina huevos de tortuga. No he dormido bien. Diana tampoco. Me cuenta que en mitad de la noche ha aparecido un tamuara en nuestra choza; parado sobre las patas de atrás gemía como un perro herido y dice que no hubo forma de echarlo por las buenas. Diana quiso despertarme pero yo pataleaba y farfullaba incoherencias entre sueños. Desayunamos en silencio. "Sólo recuerdo haber dormido mal", le digo y charlamos sobre Lorena y Darío. Nos preocupa que no aparezcan. Ya hace ocho días que salieron de expedición. Ayer deberían haber vuelto. Nos llevará dos días más reparar el barco. Resolvemos que si para entonces no han vuelto, los dejamos en la isla. Almorzamos liviano y trabajamos sin parar toda la tarde. Apenas hablamos para pasarnos las herramientas. Cenamos fruta.
Catorce de enero. Nos despierta una voz que habla en inglés por la radio. Es un barco australiano que trata de establecer contacto. Contesto pero no me oyen. No entiendo por qué esta maldita radio no emite señal. Diana se pone a llorar. Me enojo con ella sin sentido. Para desahogarme salgo a caminar; cuando vuelvo Diana no está. Trabajo sólo toda la tarde. Oscurece y Diana no regresa. "Seguro pasará la noche en la aldea de las muchachas", pienso, esta vez no voy a ir a buscarla. Cuando ya es noche cerrada, los gemidos de los tamuaras me aterran más que la ausencia de Diana. Cantan como demonios. No me gusta la forma en que me miran desde la playa, los ojitos amarillos asomando apenas bajo las crines escarlatas, las cuatro patitas cortas, incompatibles con el cuerpo largo y combado, la cola peluda que arrastran sobre la arena. Me duermo. En medio de la noche me despierta un ruido de pasos sobre el piso de la choza. Diana ha vuelto acompañada por una jovencita de la aldea. Salto de la cama y la muchacha se asusta y sale corriendo por la playa. Mientras su grito histérico se pierde en la noche Diana no deja de pegarme en el estómago con los puños cerrados. Es una andanada de golpes y gritos. Trato de sacármela de encima. Forcejeamos. Hacemos el amor como animales. Es la primera vez que lo hacemos desde que llegamos a esta maldita isla.
Quince de enero. El velamen está reparado a media mañana. Asamos un pescado enorme que le hemos trocado a los lugareños por el reloj pulsera de Diana. Mientras comemos, un grupo de tres hombres atraviesa la playa a nuestro lado. Nos ignoran redondamente como lo han hecho desde que pactamos la tregua. Esta indiferencia fingida me asusta más que la hostilidad de los primeros días. De sus espaldas cuelgan canastas de mimbre con cangrejos y langostas, enjambre movedizo de antenas y tenazas que se abren y se cierran. Me siento uno más de ellos, pataleando en el aire sin fuerza, apresado y moribundo. Por la tarde descansamos. Hemos decidido esperar a nuestros amigos hasta el amanecer. Entonces dejaremos la isla. El terror que nos causan los lugareños es más fuerte que cualquier otra cosa. Sólo en la aldea de las muchachas hemos podido estar tranquilos. Esta noche, como todas las noches, los aullidos de los tamuaras son nuestra canción de cuna endemoniada.
Dieciséis de enero. Irónico: hoy es mi cumpleaños. Imposible un mejor regalo que irnos de la isla. Mientras desayunamos, Diana me dedica su primera sonrisa desde hace mucho tiempo. Montamos las velas. Zarpamos al amanecer: mar calmo, viento suave en popa. Gobierno el timón mientras Diana, agarrada del bauprés, me va indicando el camino a lo largo del laberinto del banco de coral que rodea la isla. Miro hacia atrás. Los lugareños han venido a despedirnos: de pie, sobre la playa, nos miran en silencio junto a varios tamuaras que sacuden la cabeza, erguidos, nos dedican su canto asqueroso. Les lanzo un insulto, a los gritos, con todas mis fuerzas. Ni se inmutan. Navegamos empopados con rumbo Suroeste. A media tarde el viento rola, viramos. La isla ya es un puntito verde a nuestras espaldas. Vuelvo a maravillarme por el color del mar: un celeste clarísimo que acaricia la vista y calma. Le paso el timón a Diana. Mientras cocino, en la radio se cuela una voz ronca que anuncia temporal para mañana. Pruebo de hacer contacto pero nadie contesta. Es extraño porque el mecanismo funciona perfectamente, lo he probado cientos de veces con el téster. Vuelvo a probarlo y "circuit OK", la misma historia cuando pruebo el GPS. Mientras comemos, despatarrados sobre cubierta, bromeamos sobre el caprichoso comportamiento de los artefactos de navegación: "estamos en el Triángulo de las Bermúdas" o "los tamuaras interfieren la señal con su canto", "los lugareños nos han hechizado", "estamos muertos". Nos reímos como locos de nuestros delirios, la risa nos distiende. Diana se recuesta sobre mí. La noche estrellada completa la postal. Mirando el cielo fijamente parece que el cielo se viniera encima, da vértigo, las estrellas son un manojo de piedras de cristal. Me invade la culpa por haber abandonado a nuestros amigos, se lo digo a Diana; ella siente lo mismo. Nos justificamos recordando la frase que dijeron al partir: "Si no volvemos en una semana, váyanse". Diana vuelve al timón y yo bajo a estudiar la carta de navegación. Calculo nuestra posición con el sextante y la Cruz del Sur y vuelvo a sorprenderme de que la maldita isla no figure en el mapa; la dibujo con un círculo pequeño y la bautizo Isla Tamuara, anoto al margen: 18º 11´ Sur, 124 º 11´ Oeste. Consulto las tablas de navegación y hago unos cálculos con papel y lápiz: si seguimos rumbo Suroeste, con viento propicio, en tres días y medio avistaremos las Islas Pitcairn, el sitio habitado más cercano. Me voy a dormir. Diana hará guardia hasta el amanecer.
Diecisiete de enero. Diana me despierta con un beso. Ha sido una noche tranquila, me cuenta, un delfín la acompañó hasta medianoche, después un chapoteo constante a lo lejos, cielo despejado, viento en popa, velocidad promedio siete nudos. Le pregunto si ha escuchado algo por la radio. Niega con un gesto. La conozco demasiado como para darme cuenta de que algo anda mal. Está cansadísima, cae fulminada sobre la cama. El sol me pega fuerte cuando salgo a cubierta y tengo que pestañear varias veces hasta acostumbrarme a la luz. Voy hacia la proa e inspecciono las velas, cabos y cables: todo perfecto. El timón clavado con rumbo Suroeste. Avanzamos a diez nudos, la vela de proa inflada como un escuerzo. Me hecho a descansar sobre cubierta, tranquilo, la mirada fija en el cielo despejado. Una voz irrumpe sobre el murmullo de interferencia de la radio: "Temporal en curso sobre toda la Cuenca Oriental del Pacífico Sur. Tormentas. Fuerte marejada. Vientos de hasta cuarenta nudos de Oeste a Noroeste". Nada de lo que dice es cierto: el mar planchado, cielo despejado, viento suave. Bajo a las cuchetas y despierto a Diana. Le pregunto si ha cambiado el rumbo en algún momento. Me contesta que el timón estuvo fijo en la misma posición toda la noche. Corro hacia cubierta y mientas estoy calculando nuestra posición, el vozarrón de la radio vuelve a reportar el temporal inexistente; las velas se aflojan de golpe, vacías de viento y el barco se queda flotando en medio del mar calmo, como un cuerpo muerto. Vocifero insultos, pateo el piso, golpeo la radio, Diana se despierta y salta sobre mí. Me abraza. Nos echamos sobre cubierta y me dejo acariciar, temblando en su regazo. Así nos quedamos todo el día, las velas muertas, detenidos. Con puntualidad inglesa, cada hora, el informe radial se burla de nosotros. Oscurece y seguimos boyando. El chapoteo de un pez volador rompe el silencio de la oscuridad estrellada.
Dieciocho de enero. Todavía es de noche cuando Diana me despierta a sacudones. Me abraza con fuerza y lloriquea, señala el mar, una fosforescencia a lo lejos. La luz se va acercando lentamente y al rato es un bote con cientos de velitas encendidas. Las llamas temblorosas alumbran formas humanas. Cada vez más fuerte se oye un canto de tamuaras mezclado con el batir acompasado de los remos sobre el agua. El bote se detiene a babor y el canto es ahora un sonido insoportable que perfora los tímpanos y taladra la cabeza. Diana grita y se retuerce. Una de las muchachas sube a cubierta, posa su mano sobre la frente de Diana. Pronuncia unas palabras en su idioma incomprensible y los tamuaras callan de pronto. Diana se desploma sobre cubierta. El resto de las muchachas suben al barco. Me abalanzo sobre ellas pero todo me pesa, los pies, el torso; se me cierran los párpados. Cuando vuelvo a abrir los ojos ya es de día y de a poco me voy dando cuenta de que estoy recostado boca arriba sobre el piso húmedo del bote. A mi alrededor, las mujeres reman y cantan una canción suave y melodiosa; a mi costado una jovencita me mira y acaricia la crin de un tamuara. Despierto a Diana de un sacudón. Señalo hacia la costa. Sobre la playa, doce hombres aguardan de pie, en hilera, disfrazados con pieles y ornamentos coloridos. En el centro de la hilera están Lorena y Darío, el pelo pintado de escarlata. Ni bien bajamos del bote corren a nuestro encuentro. Nos abrazan. Les lanzamos una andanada de gritos y preguntas. "Está todo bien, nos van a ayudar, estamos a salvo", repiten mientras los tironeamos del brazo hasta nuestra choza. "¿Qué les han hecho?", vomitamos la pregunta con el corazón en la boca. "Nada", contestan, tranquilos. Diana les ruega que nos cuenten la verdad, qué les han hecho, por qué el pelo escarlata. "¡Escapemos, volvamos al barco!", les grito. Rodeados por un silencio tenso, con Diana nos lanzamos miradas aterradas cuando Darío y Lorena miran hacia el mar. Hipnotizados, salen de la choza y caminan hacia el grupo que ahora baila sobre la arena. Erguidos sobre las patas de atrás, doce tamuaras han formado un amplio círculo. Cantan. Los hombres disfrazados ingresan al anillo y allí bailan al ritmo de un concierto descompuesto; las mujeres, los ojos en blanco, danzan desperdigadas por afuera del círculo. Darío y Lorena se suman al baile. Con Diana nos tapamos las orejas con las manos para no escuchar el canto horrible. Hemos decidido robar un bote y remar hasta el barco cuando todos duerman.
Lo que sigue son veinte hojas de renglones vacíos, hasta el final del cuaderno: veinte hojas impecables, sin manchas ni marcas. Mientras las recorro lentamente fantaseo con que algún día saldré a buscar la isla, contagiado por el espíritu aventurero de los autores de estos cuadernos, que yo sólo me atrevo a coleccionar.
Con El Petiso somos carne y uña. "Qué anda dándose aires, si usté es nomás que un perro", le digo a veces cuando se pone cargoso; él se enoja. En vez de trinar, gruñe, como si llorara.
Siendo huevo se lo gané a un marinero persa en un partido de cartas. Lo empollé al calor de mi aliento. Nació ciego. Le he inventado que era un perro vagabundo; que lo levanté de la calle, una noche que llovía.
Me quiere como a un padre y no es para menos: le atiendo todos los caprichos; las palomas blancas por ejemplo. Es lo único que come. Una vez le serví un gorrión. Casi se muere. El pecho negro emplumado le palpitaba como un corazón gigante; las plumas rojas del cuello, erizadas; los ojitos amarillos le daban vueltas. Desplegó las alas blancas como para salir volando. Tuve miedo que aleteara. Las alas atrofiadas apenas temblaron sobre el lomo peludo. Panza arriba, las cuatro patas le temblaban.
Con la bebida, en cambio, no se priva. Le gusta tomar vino tinto de una palangana de oro, con su pico fino, gorgoteando. Da gusto verlo. "Perro borrachín", le digo a veces para molestarlo; él se ríe. Le encanta el vino tinto. Después anda haciendo pavadas.
Cuando salimos de juerga somos como hermanos; lo llevo dentro de un jaulón forrado en tela. Si necesitamos dinero, entramos en algún negocio. Le digo, cantá Petiso. Y El Petiso abre el pico y suelta ese trinar suave, delicioso. Todos quedan paralizados. Es como robarle un caramelo a un chico.
Conseguirle mujeres no es tan fácil. Yo se las elijo. Él les siente el perfume y me doy cuenta si alguna le gusta porque empieza a dar saltitos y quiere abrir las alas. Con el pico les saca la ropa, despacio; con las garras de las patas de adelante las toma de la cintura, les acaricia la espalda. Ondeando su cola de león, parado sobre las patas de atrás, las monta, sin dejar de cantar.