"¿Dejo de cantar y me enfermo. Mis sueños no saben adónde ir y me atormentan. Al final, ¿de qué me sirve renegar de lo mío?"
Ticio Escobar, un chamán andino, en protesta porque misioneros evangélicos le obligaban a abandonar sus ritos ancestrales "por ser cosas del diablo". 1986.
En muchos países latinoamericanos la proliferación de nuevos "actores armados" se vincula a una progresiva organización de los grupos étnicos que reclaman una mayor cuota de autonomía territorial y política. En Bolivia, el Movimiento al Socialismo (MAS) de Evo Morales, en Ecuador la Confederación de Nacionalidades Indígenas (Conaie) y en el Perú el Movimiento Etnocacerista (ME) denuncian la discriminación étnica de las "naciones originarias". Incluso en Venezuela algunos sectores del chavismo hablan de una supuesta lucha de la oligarquía contra mestizos y mulatos.
La analista venezolana Elizabeth Burgos define el proceso "bolivariano" como un "nacional-populismo-etnicista con rasgos neofascistas", una especie de racismo invertido que Chávez promueve como parte de su revolución continental. Las consecuencias económicas podrían ser peligrosas si ese fenómeno pone en peligro la explotación de recursos naturales -gas, petróleo, oro, etc.- en territorios donde la presencia de comunidades indígenas es importante.
Las raíces de ese fenómeno son antiguas. A finales del siglo XIX, Porfirio Díaz prohibió a los indios caminar por las calles principales y sentarse en las plazas de las ciudades mexicanas si no cambiaban sus calzones de algodón por el pantalón europeo. Su gobierno envió una expedición militar contra los yaquis en el Estado de Sonora por negarse a pagar algunos tributos. Tras someterlos, trasladó a los rebeldes a Yucatán, donde fueron diezmados por las enfermedades tropicales.
Hasta muy avanzado el siglo XX, los textos escolares uruguayos enseñaban que el país se había salvado del "problema indígena" gracias a los "alientes generales criollos" que exterminaron a los charrúas. En Argentina, los libros de historia y los textos escolares aún se refieren a la limpieza étnica contra los mapuches en la Patagonia de finales del siglo XIX como la "conquista del desierto".
Actualmente en casi todos los países de la región se encuentran en los diarios secciones del tipo "buzón sentimental", en los que se publican notas de personas que buscan pareja o amistad, especificando sus preferencias con frases como: "Mi anhelo es tener una pareja de 30 años o más, simpática y si es blanca mejor". Si un visitante extranjero se deja llevar sólo por la impresión que obtiene de ver la televisión local, especialmente avisos publicitarios o concursos de belleza, probablemente se convencerá de estar en un país enteramente poblado por descendientes de europeos. En 1976, el ministro del Interior de Brasil anunció que el "problema indígena" quedaría "resuelto" cuando todos los indios estuvieran debidamente integrados a la sociedad brasileña.
En Chile, entre 1979 y 1983, las comunidades mapuches reconocidas disminuyeron de 3.000 a 300 como resultado de la política agraria de parcelación y descolectivización impulsada por el régimen militar para permitir a un solo individuo solicitar la división de las tierras comunales. En julio de 1995, la cámara de Diputados de México reconoció que la nación mexicana tiene una concepción étnica plural y multicultural sustentada en sus pueblos indígenas. Por ello pidió normas, medidas y procedimientos que "protejan, preserven y promuevan el desarrollo de sus lenguas, culturas, usos, costumbres, formas específicas de organización social y su vinculación con la naturaleza" mientras no contravinieran lo señalado por la Constitución.
El 22 de mayo de 1996, el presidente Zedillo se comprometió a establecer una nueva relación entre el Estado y las comunidades indígenas anunciando varias reformas a la Constitución y las leyes federales para establecer un marco de respeto a la autonomía y sistemas de justicia de todas las etnias del país. Uno de los puntos subrayados fue la esencia federalista de México con lo que puso gran parte de la responsabilidad en manos de los Estados y los municipios, a los que apeló para que modificaran sus leyes según las características de cada etnia de sus territorios.
Desde los años 80 se han efectuado reformas constitucionales similares en Argentina, Brasil, Bolivia, Ecuador, Guatemala, Nicaragua, Paraguay, Venezuela y Perú, incluyendo no sólo normas relativas a las lenguas y culturas indígenas sino también, en algunos casos, a las comunidades y sus territorios como forma específica de organización social.
Pero la formalidad legal contra las prácticas discriminatorias coexiste con un racismo más o menos velado. En República Dominicana, por ejemplo, un eterno candidato a la presidencia, José Antonio Peña Gómez, se vio siempre atacado por sus adversarios políticos que le acusaban de ser "haitiano", queriendo decir "negro".
En Cuba, oficialmente cualquier discriminación racial desapareció con la revolución. De hecho, ningún centro de enseñanza, empleo o lugar está cerrado para un cubano por razones del color de su piel. La Habana, como cualquier otra capital latinoamericana o caribeña, ofrece la impresión, por lo menos al principio, de albergar a una sociedad multirracial aparentemente integrada. Sin embargo, una exploración por debajo de la superficie revela una situación de tensiones larvadas y, con frecuencia, inconfesables. La revolución creyó solucionar las diferencias de color con la igualdad económica más estricta, ignorando que el racismo tiene dimensiones étnicas y psicoculturales más sutiles y, por tanto, difíciles de eliminar por decreto. Coherente con el racionalismo marxista, el régimen castrista consideró que las tensiones raciales obedecen esencialmente a un conflicto de clases: una vez resuelto el problema económico, los negros encontrarían la forma de ser iguales a los blancos. Los prejuicios raciales, en esa visión, son un producto de las estructuras sociales del capitalismo.
La diferencia de clases es un argumento que se utiliza porque es más simple: ofrece una coartada para encubrir aspectos incómodos de las relaciones sociales. Esa estrategia de subterfugios, más o menos velados, es casi indistinguible en los discursos oficiales desde México a Brasilia. Desde los años 30, la izquierda debate en América Latina si los pueblos indígenas deben ser considerados como una clase social subordinaba y explotada o como pueblos -o naciones- oprimidos. La izquierda marxista fue especialmente proclive a enfatizar la postura clasista, con lo que se alienaron el apoyo de organizaciones indígenas que sostenían que sus intereses específicos -la identidad étnica, el reconocimiento de derechos históricos- se diluían o quedaban surbordinados a las preocupaciones más generales de las organizaciones populares. Su escepticismo creció cuando muchos grupos indígenas se vieron atrapados -literalmente- entre el fuego cruzado de las guerrillas izquierdistas y los ejércitos de diversos países durante los años 70 y 80.
En toda América Latina, el tema de la raza es un tabú, un fenómeno que genera ansiedad e inseguridad. Por un lado, se viven cotidianamente situaciones que demuestran la existencia de relaciones interétnicas desiguales y de discriminación racial, no por simuladas menos reales. Pero, por otra, las autoridades oficiales sostienen la ficción de que no se practica ningún tipo de racismo, al menos formalmente. Se rechaza como escandaloso todo privilegio fundado en el color pero, por lo general, no hay lugar para indios o negros en las altas esferas de la política y la economía. A veces los conflictos más agudos se dan en el seno de las familias criollas, sobre todo cuando un hijo o una hija tienen relaciones íntimas con personas no blancas.
La "buena presencia" -un eufemismo para referirse a la condición de ser blanco o aparentar serlo- es un requisito muy extendido para obtener un empleo; los avisos de los periódicos lo destacan abiertamente. Una conocida canción del panameño Rubén Blades -Ligia Elena- describe agudamente esa situación: una mujer se devalúa socialmente si tiene relaciones con un hombre de piel más oscura. El juego de equívocos alcanza extremos surrealistas: cada quien encuentra que el otro es más moreno que uno mismo en un continente donde el mestizaje ha sido más profundo que en ninguna otra región del mundo. Debido a la frecuencia de los cruces raciales, la discriminación ocurre incluso en el ámbito familiar cuando, por factores recesivos, dos hermanos tienen distinto color y las preferencias de los padres se dirigen al de piel más clara. El otro queda relegado o marginado.
Las paradojas son constantes: el mismo individuo puede ser considerado indio o negro desde un punto de vista social o mestizo desde otro. No es una situación ajena a otros lugares del mundo: Franz Fanon, el famoso autor antillano de Los condenados de la tierra (1961), descubrió que era "negro", con todo lo que eso implicaba en complejas connotaciones sociales, cuando emigró a Francia: la "negritud", escribió, no existe como tal sino que es algo que uno descubre en la mirada del otro. En América Latina, la raza de un individuo puede cambiar a lo largo de su vida: personas que nacen como indios o negros pueden recorrer toda la gama de colores hasta llegar a ser blancos culturales.
Generación tras generación, un individuo o una familia no blanca muda de residencia, encuentra nuevas fuentes de ingreso, se aculturiza y deviene, finalmente, en blanca-mestiza. En sentido inverso, una familia o individuo de origen criollo puede ser absorbido por el ambiente indígena hasta verse transfigurado racialmente. Y lo mismo puede suceder con una comunidad entera. En El Hablador (1987), Mario Vargas Llosa narra la curiosa historia de un compañero de colegio, un judío limeño que fascinado con las tribus de la selva peruana, decidió -como Zelig, el camaleónico protagonista de una de las películas de Woody Allen- mimetizarse de modo tan completo con ellos, que llegó a convertirse en un contador de cuentos machiguenga.
En un sentido similar, Federico García Lorca escribió sobre los negros que conoció en Cuba: "Hombres con ritmos típicos del gran pueblo andaluz, negritos sin drama que ponen los ojos en blanco y dicen: nosotros somos latinos". Todos dudan del que se dice blanco: la raza de una persona tiene algo de espejismo y de misterio óptico. Cuanto más elevada en la escala social, más blanca parece, cuanto más abajo, más oscura. Sin embargo, un estudio del Banco Mundial de 1994 concluyó en que la relación entre un color de piel oscuro y pobreza no es casual: la pobreza entre las poblaciones indígenas y negras de América Latina es severa y persistente. Pero por sí sola, la apariencia física racial nunca es suficiente para decidir cómo debe ser clasificada una persona. En el Perú un refrán asegura: "el que no tiene de inga (inca) tiene de mandinga". Sobreentendido: si se hurga en los antepasados, siempre se encontrará sangre africana o india.
El blanqueamiento es una aspiración universal. Parecerse a un blanco, incluso físicamente, se torna a veces obsesivo: los avisos de la prensa anuncian productos para aclarar la piel, alisarse el cabello o cirugía estética para afinar una nariz abultada. Aunque nadie admita ser racista -o tener complejos o prejuicios raciales- el sesgo sale a la luz en circunstancias límites: cuando los instintos de autocensura se relajan. En situaciones violentas o en chistes entre grupos cerrados, se revela el inconsciente colectivo de sociedades surcadas por conflictos subterráneos.
Los insultos con connotaciones racistas y los estereotipos raciales surgen en el espacio de las confidencias, de las bromas y la ironía, donde se disfrazan -o atenúan- ideas que, de expresarse abiertamente, serían inadmisibles. Los dos discursos contrapuestos crean una tensión que hace problemática la clasificación racial y provoca una neurosis -o esquizofrenia- permanente: el racismo no es únicamente una ideología que norma las relaciones con los otros. Es también una relación de uno consigo mismo. El conflicto se desplaza o se reprime, pero no se elimina. A veces los blancos se sienten culpables de serlo porque a sus rasgos físicos están vinculadas las imágenes del abuso o la prepotencia. Y a los mestizos, indios o negros su apariencia física les asocia a estereotipos de menor prestigio: ignorancia, pobreza, delincuencia, pereza.
Autocalificarse de mestizo es una forma de evitar los conflictos derivados de la identidad étnica situándose en medio, en una tierra de nadie. El afirmar que "todos somos más o menos mestizos" hace al factor racial irrelevante, pero no resuelve el problema: los deseos de reconocimiento y ascenso social del mestizo no desaparecen y, si no se satisface su agresividad, puede dirigirse hacia los blancos o a los de piel más oscura. El mestizo es, casi por definición, un emergente: un inmigrante provinciano en las ciudades o procedente de un estrato social más bajo. Por ello puede ser considerado por las elites blancas como una figura invasora o insolente -un "arribista" o "igualado"- que se niega a ocupar su lugar social "natural".
Por debajo de la cómoda identidad del mestizo existen, muchas veces, fuertes identificaciones étnicas: el mestizaje se define más como negación -ni blanco, ni indio, ni negro- que como afirmación. Declararse mestizo puede significar asumir una máscara circunstancial y de conveniencia, no una identidad consistente. Según algunas escuelas antropológicas el concepto de identidad implica la capacidad de articular todas las identificaciones relevantes; es decir, la posibilidad de integrar: la gente usualmente posee un repertorio de atributos étnicos de los cuales selecciona los más adecuados para cada situación determinada. Siempre es posible actuar dentro de las fronteras de varios grupos étnicos. El rechazo tajante de una de esas identidades potenciales produce un desgarro y, con él, la imposibilidad de identificarse con una nación plural. Una identidad no conflictiva exige afirmar todas las vertientes constitutivas de la personalidad cultural de una nación.
El problema se presenta cuando se deben admitir las diferencias: calificar racialmente implica ir en contra del valor de igualdad. Al existir una obvia jerarquía racial, clasificar según criterios étnicos significa ubicarse en una posición definida en esa pirámide. Por esa razón el recurso a la retórica de la igualdad refleja una forma de ocultar identidades que no se pueden admitir abiertamente: el color de la piel, según ese discurso, es una ilusión producida por ciertos modales y comportamientos. Desde esa perspectiva el racismo sería sólo un espejismo: el deseo de ver discriminación racial donde sólo hay segregación económica o cultural.
En ese complejo universo social, lleno de subterfugios y eufemismos apenas disimulados, el racismo latinoamericano implica una discriminación no admitida que corresponde a unas sociedades que postulan un credo político igualitario pero que mantienen la desigualdad en los hechos. Se trata de un racismo emotivo, no ideológico o doctrinario. Al ser un asunto privado, además de social, lo vuelve omnipresente pero inarticulable. Sin embargo, desde la ola democratizadora de los años 80, el problema ha comenzado a ser abordado con menos prejuicios a medida que los pueblos indígenas se han convertido en actores políticos y sociales más relevantes y dotados con discursos reivindicativos que exigen que las diferencias étnicas reales deben ser reconocidas social y jurídicamente.
El etnonacionalismo
En su último estudio sobre tendencias mundiales durante los próximos 15 años -Mapping the Global Future: Report of the National Intelligence Council's 2020 Project-, el Consejo Nacional de Inteligencia (CNI) de EEUU dedica muy pocas páginas a América Latina, pero su diagnóstico sobre la principal amenaza a la seguridad de la región es inequívoco: el fracaso de los gobiernos para encontrar soluciones a la pobreza extrema y la ingobernabilidad que podría alimentar el populismo, el indigenismo radical, el terrorismo, el crimen organizado y el sentimiento antiamericano. Por su parte, Dirk Kruijt y Kees Kooning, en su libro Armed Actors: Organized Violence and State Failure in Latin America subrayan que la proliferación de "actores armados" en la región obedece en parte a tensiones étnicas que están irrumpiendo violentamente en varios países, especialmente en los Andes centrales: Ecuador, Perú y Bolivia. Algunos grupos rechazan la globalización, percibida como un fenómeno homogeneizador que mina sus culturas con un modelo económico basado en la explotación de las poblaciones indígenas y sus ecosistemas.
Michael Radu, del Foreign Policy Research Institute, ha criticado la "parálisis" de Washington frente a la "creciente radicalización de los indígenas en la región andina". A su vez, Michael Weinstein prevé un nuevo "ciclo de inestabilidad" en los Andes centrales cuyas señales son "marchas masivas de protesta, bloqueo de carreteras, toma de instalaciones oficiales, rebeliones regionales, desarraigo de los gobiernos e intentos de los gobiernos para extender anticonstitucionalmente sus poderes". El Movimiento Indigenista Pachacutik del dirigente aymara Felipe Quispe busca la fundación de un Estado quechua-aymara en el sur peruano y el norte boliviano al que denomina "Collasuyo", el nombre de la región durante el imperio incaico. El discurso de Quispe y Antauro Humala es abiertamente xenófobo contra los criollos, en una suerte de racismo invertido.
En Bolivia, las manifestaciones más violentas se han registrado en las comunidades de inmigrantes quechuas y aymaras asentadas en El Alto, un suburbio superpoblado de La Paz, que conserva la fuerte cohesión originaria de las comunidades rurales, que le da una capacidad organizativa muy eficaz para bloquear carreteras, paralizar los mercados e incluso emboscar patrullas policiales y militares. A este escenario se han añadido las protestas campesinas de las más importantes zonas agrícolas -las Yungas y el Chapare- contra las campañas gubernamentales para erradicar los cultivos de coca. En Sicuani, Puno, el departamento peruano limítrofe con Bolivia, el pasado 8 de abril de 2006, Morales con otros diez diputados del MAS asistieron a la fundación de la versión peruana de su partido. En una entrevista con el diario chileno El Mercurio, Morales habló de la necesidad de "internacionalizar" el MAS promoviendo movimientos sociales antiimperialistas en toda la región andina. En Ecuador, la Conaie y su brazo político -el partido indigenista Pachakuti, que respaldó en 2000 el levantamiento del coronel Lucio Gutiérrez contra Jamil Mahuad- ha jugado un papel fundamental en las últimas crisis políticas.
Según Weinstein la movilización étnica toma la forma de la acción directa porque el segmento indígena de la población andina ha conservado sus vínculos comunitarios. Elizabeth Burgos incluye a Chávez entre los líderes "etnonacionalistas" porque su discurso se basa en la existencia de una Venezuela rota en dos mitades. Al definir la confrontación en términos casi raciales -"No nos quieren. La oligarquía nos desprecia. Siempre se ha burlado de nosotros"-, Chávez pulsa los resentimientos, acude a las diferencias y a las experiencias de rechazo. La historiadora Margarita López Maya dijo ante la Asamblea Nacional en agosto de 2004 que con el chavismo está emergiendo un país "de ancestros mulatos y mestizos" que estaba escondido y silencioso.
El Jornal do Brasil, abierto partidario de Lula da Silva, editorializaba que: "Venezuela se ha convertido en el primer motivo de desacuerdo entre EEUU y Brasil. Chávez tiene dinero y está lejos de ser inofensivo (...) pretende encontrar un villano para justificar la creación de una milicia popular y armar a su ejército. La lista de ingredientes explosivos se engrosa porque al igual que Ecuador, Perú y Bolivia, Venezuela padece una lucha fratricida entre una elite blanca y una población pobre de origen mayoritariamente indígena y mestiza".
El ex presidente boliviano Gonzalo Sánchez de Lozada acusó a Chávez de haber financiado el "movimiento indigenista y cocalero" que puso fin a su mandato. Evo Morales ha sido un asiduo visitante a Caracas, donde fue recibido en varias ocasiones por Chávez. Morales es un agitador que denuncia a las multinacionales y al imperialismo, y tiene cierto eco en Perú y Ecuador, países con condiciones parecidas a Bolivia. Esas advertencias son tomadas muy en serio en Washington. La secretaria de Estado, Condoleeza Rice, declaró ante el Senado que la administración Bush "conoce muy bien las dificultades que Chávez está causando a sus vecinos". En el Pentágono se cree que Chávez está usando el dinero del petróleo para intervenir en la política interna de sus vecinos y que está eligiendo para ello a los que tienen un tejido social más vulnerable, en algunos casos mediante métodos abiertamente subversivos.
En el Perú, varios analistas han denunciado que Chávez dio apoyo -ideológico y quizá económico- al asalto de una comisaría en Andahuaylas el 1 de enero de 2006, en el que murieron cuatro policías. Al cabo de 36 horas, Humala se entregó a las autoridades. Ha sido encarcelado en un penal de máxima seguridad mientras espera juicio. Tras el asalto la policía incautó a los "etnocaceristas" 110 fusiles de asalto, 50 granadas, 60 pistolas, cuatro vehículos y munición abundante. En su visita a Cuzco en diciembre de 2004 para la ceremonia de creación de la Comunidad Suramericana de Naciones, Chávez -que hizo un apasionado elogio del general Juan Velasco Alvarado (1968-1975)- fue vitoreado por los seguidores de Humala. El ME reivindica el legado del gobierno de Velasco, a pesar de que éste nunca utilizó el nacionalismo étnico o el racismo. Sin embargo, el régimen velasquista oficializó el quechua e hizo de Túpac Amaru el icono de la "revolución peruana".
La asonada de Humala para exigir la renuncia de Alejandro Toledo fue ejecutada al estilo de la de Chávez en 1992 y la de Lucio Gutiérrez en 2000: una insubordinación que les sirvió de antesala para su exitosa carrera política al poder. El eclecticismo ideológico de Chávez le lleva a apoyar movimientos que defienden una combinación de nacionalismo étnico y un populismo izquierdista pero que en el caso del ME utiliza profusamente una simbología fascistoide: uniformes, boinas rojas, banderas, estandartes con águilas y brazaletes, en una suerte de identificación entre el uniforme y la "raza originaria". El asalto de Humala fue anticipado por analistas que advirtieron de una organización paramilitar que reclamaba la "globalización de la guillotina contra los corruptos". En octubre de 2000, los hermanos Humala encabezaron un levantamiento abortado contra el gobierno de Alberto Fujimori, poco antes de que éste huyera del país. El gobierno de Valentín Paniagua amnistió a Ollanta Humala, que se reintegró en el ejército, pero su hermano Antauro se dedicó a organizar el ME, que pronto fue acusado de financiarse con el narcotráfico por su apoyo a las protestas cocaleras. El ME es algo parecido a una secta: dice defender un reconstituido "código moral de los Incas" y la memoria del mariscal Avelino Cáceres, un héroe de la guerra con Chile (1879-1883) que organizó milicias campesinas contra los invasores.
El ME predica el odio de los cobrizos contra los blancos del Perú, Chile, EEUU e Israel, aproximadamente en ese orden. Nadie ha pedido la libertad de Humala, lo que revela su orfandad política, pero su discurso "etnonacionalista" revela las tensiones sociales larvadas del país. La cuestión racial no había formado parte del programa de ningún actor político. El ME ha sido el primero en hacerlo, aunque la Coordinadora Permanente de los Pueblo Indígenas del Perú ha denunciado en términos inequívocos la violencia preconizada por el ME. Humala buscaba un baño mediático antes que un baño de sangre: protagonizar un acontecimiento que captara la atención pública en el comienzo de un año preelectoral y que permitiera una mayor visibilidad política para su eventual comparecencia electoral. El horror de la población ante los asesinatos de Andahuaylas llevó a Ollanta Humala, agregado militar de la embajada peruana en Seúl hasta diciembre de 2004, a tomar distancia del intento de su hermano de "presentar en sociedad" al etnocacerismo. Sin embargo, algunas encuestas dieron un alto nivel de apoyo (28 por ciento) al asalto de la comisaría.
La construcción del mestizaje
Según Max Weber, la identidad étnica es un fenómeno psicológico compuesto de afinidades y lazos primarios y está relacionado con sentimientos de hermandad, solidaridad y lealtad con los miembros del grupo considerado como propio. En consecuencia, forma parte de la percepción colectiva y personal de una misma historia y un mismo destino. El antropólogo belga Pierre van der Berghe, por su parte, define a la etnicidad como una extensión del parentesco: el sentimiento de etnocentrismo es una extensión del principio del nepotismo y la endogamia. En su visión, los lazos étnicos son más englobantes, íntimos y afectivos, mientras que los lazos de clase son más segmentarios y afectan sólo ciertos aspectos de la vida social.
En cualquier caso, los variados agregados a los que se ha llamado grupos étnicos son multifacéticos y engloban una variedad de entidades basadas en el origen geográfico, ancestro, nacionalidad, afiliación tribal, religión, lengua y costumbres, y una combinación de todas ellas. En ese contexto, las sociedades multirraciales latinoamericanas muestran una realidad marcada por la desconfianza: lo opuesto a una comunidad nacional que requiere una disposición para confiar en el otro. En el terreno público, la ideología racista es inadmisible. Pero un fenómeno encubierto, no racionalizado o reconocido legalmente, no deja de ser real. Por el contrario, no admitir la existencia de un problema contribuye a perpetuarlo. Y a agravarlo.
En 1988, el escritor cubano-afroamericano Carlos Moore publicó un libro en EEUU -Castro, los negros y África- donde denunció la dificultad de combatir el racismo en una sociedad que niega su existencia. Moore sostiene que la africaneidad de Cuba ha sido utilizada por el régimen para promover su política exterior, pero que ello no supone ninguna política social favorable a los afrocubanos: la revolución proclama que el racismo ha sido abolido y ello justifica su "no-política" sobre el tema. De hecho, apenas hubo negros en la guerrilla castrista. Desde 1959, los movimientos políticos que reivindicaban la 'negritud' fueron desalentados por las autoridades pero, al mismo tiempo, el régimen dio pasos importantes para eliminar el racismo institucional.
La reivindicación negra no se expresa en términos políticos en Cuba aunque hayan sido los negros y mulatos los más beneficiados por los avances educativos, sanitarios y de vivienda. En los puestos dirigentes, sin embargo, su presencia es escasa.
Según el novelista mulato Eliseo Altunaga, la sociedad cubana "tiene una psicología racista, una aspiración estética blanca y un código ético negro". En Florida, la colonia cubana del exilio es blanca en su mayoría, sobre todo debido al componente étnico de los que salieron de la isla en los primeros años de la revolución. La mayor parte de la población afrocubana se quedó en la isla y su tasa de fecundidad es bastante más alta que la de los blancos. Por ello, la inversión demográfica ha sido espectacular: el desplazamiento masivo de uno de los elementos de la sociedad cubana posiblemente sólo sea comparable a la "andinización" experimentada por Lima y otras ciudades peruanas costeñas desde los años 60, cuando los pobladores de la serranía, ante la inviabilidad de tomar el Estado por asalto, lo invadieron sigilosamente.
El que las elecciones del año 2000 se libraran entre un descendiente de japoneses, Alberto Fujimori, y un serrano criado en una ciudad de la costa, Alejandro Toledo, es ilustrativo de las perdurables consecuencias sociales de esa migración. Pero en Cuba, el fenómeno se ha producido sin que los negros ocupen las posiciones de poder. El Buró Político del PCC -con una mujer y dos negros entre sus 14 miembros- muestra que el racismo -como el machismo- no puede ser abolido por decreto. En 2000 el ejército tenía cuatro generales afrocubanos en un total de 95. Y en el Consejo de Estado, de 31 miembros, tres son negros, a pesar de que estudios demográficos estiman que son el 55 por ciento de la población cubana. Según el sociólogo afrocubano Enrique Patterson, "el totalitarismo es la última expresión criolla de imponer una idea restringida de la cubanía como modelo sociopolítico. Nunca una elite cubana en el poder eliminó de un plumazo y de la manera más sutil e inteligente la voz de los negros".
Cualquier sociedad conservadora, revolucionaria o no, tiende a perpetuarse. En ese sentido los afrocubanos, al formar la capa inferior de la escala social al comienzo de la revolución, no han podido compensar esa desventaja inicial. Lo mismo puede decirse en cierto modo de México que, a pesar de la retórica oficialista del PRI, no ha tenido un solo presidente que no fuera criollo o blanco-mestizo. Pero el sistema comienza a revelar fisuras. La fuerte imagen indígena del zapatismo en Chiapas y de los levantamientos indígenas en Ecuador en los años 90, son otra muestra de que las relaciones de poder interétnicas comienzan a admitirse, explicitarse políticamente y convertirse en instrumentos políticos reivindicativos.
A los negros y los indios, más que participar del discurso identitario, les ha interesado el problema jurídico: poner sobre el papel los derechos y las reglas del juego. Más allá de una elección individual, muchas organizaciones reclaman hoy el reconocimiento grupal y de la identidad colectiva como "naciones originarias". Debido a que las etiquetas sociales implican con frecuencia un status legal específico, el derecho de la autodefinición se refiere al reclamo de un nuevo estatuto para los pueblos indígenas y las minorías étnicas en el marco de una sociedad democrática, y no a una discusión bizantina sobre la identidad en abstracto.
El uso del término "nación" -como hace la Conaie o los movimientos aymaras en Bolivia- no es casual: su connotación no sólo es cultural o étnica, sino que se utiliza como fundamento para plantear consecuencias políticas derivadas de su reconocimiento legal. Cada país de la región produce sus propios modelos de integración nacional ideal: en algunos casos, a la imagen de la nación idealizada se incorpora rasgos y símbolos que proceden del sustrato indio precolonial; en otros, por el contrario, se enfatiza el carácter occidental de la cultura nacional y se ignora -o se niega- cualquier componente de otra procedencia. Lo occidental moderno, en sentido genérico, está presente en todos ellos, pero en diversa proporción. En algunos es la cultura de la mayoría, pero en otros, sólo es la de sus minorías hegemónicas. Aunque los criterios usados en las definiciones étnicas varían de país en país, se estima que existen más de 400 grupos indígenas identificables en el subcontinente con una población total de alrededor cuarenta millones, que incluyen desde pequeños grupos selváticos amazónicos, hasta las sociedades campesinas andinas, que suman varios millones de personas.
México tiene la población indígena más numerosa de América Latina, alrededor de diez millones, pero ella representa solamente entre 12 y 15 por ciento de la población total. En contraste, los indígenas de Guatemala y Bolivia constituyen la mayoría de la población nacional y en Perú y Ecuador llegan casi a la mitad. Ante esas diversas realidades étnicas las alternativas de convivencia social son igualmente distintas. Según los multiculturalistas, la superación de la desigualdad sólo será posible si se diseña primero un ordenamiento legal que no impida a un grupo manifestar su identidad diferencial y le de derecho a conservarla. El historiador peruano Alberto Flores Galindo escribió que el racismo en el Perú era una manera peculiar de mirar a los otros pero que, además de constituir un discurso sobre la sociedad, es integral al entramado de la vida cotidiana. Cambiar ese estado de cosas requiere comenzar desde abajo, desde la educación elemental para terminar en la estructura jurídica de la sociedad.
La especificidad étnica de América Latina está marcada por la herencia colonial, por lo que nada podría hacerse sin una revisión histórica de ese legado. Durante la colonia todos los que reclamaban ascendencia europea, cualquiera que fuese su lugar de nacimiento, pertenecían a la sociedad dominante por razones legales. Era el rango fijado por el nacimiento lo que determinaba la ocupación del individuo. Las desigualdades se aceptaban como naturales. Cada estamento tenía un cierto lugar, un cierto status, deberes y derechos específicos. Los conceptos de raza y nación eran derivaciones de ese contenido original. La igualdad de los hombres ante Dios no se contradecía con que el indio o el negro fueran definidos como vasallos "menores", como las mujeres o los niños, por lo que necesitaban una tutela especial.
Pero indio no era sinónimo de pobre, campesino o siervo. No existía desfase entre legalidad y costumbre. La gente, simplemente, no se consideraba igual: cada uno tenía derechos y unos tenían más derechos que otros. Las revoluciones de la independencia y los regímenes liberales del siglo XIX dieron a las cuestiones raciales un tratamiento similar al de la revolución cubana, intentando negar lo obvio: cada vez más las palabras referidas a términos raciales se definieron en términos de clase y categorías económicas. Pero, al perpetuarse las relaciones interétnicas de dominación bajo un orden teóricamente democrático, se crearon repúblicas sin ciudadanos. El racismo se convirtió en discriminación en el sentido de que era una costumbre que contradecía lo que se suponía era el fundamento de la nación: la democracia.
Aunque el derecho de la ciudadanía formal fue concedido a casi toda la población, los indígenas siguieron siendo tratados como menores de edad y legalmente incompetentes al negárseles el derecho de voto por ser analfabetos. La expansión de los latifundios produjo la definitiva identificación de los indios con los campesinos sin tierras, la pobreza y la servidumbre. En el siglo XX, la palabra "indio" fue incluso eliminada del vocabulario oficial para ser reemplazarla por eufemismos como el de campesino. Así, los indios dejaron de existir formalmente para convertirse en campesinos de lengua indígena.
Esa política quería evitar que esos grupos se constituyeran en entidades potencialmente secesionistas. Entre 1880 y 1920, en Brasil, Argentina y Chile los indios fueron tratados como una categoría marginal, externa a la vida de la nación. Chile dividió sus tierras, Argentina intentó exterminarlos y Brasil borrarlos socialmente enseñándoles a ser brasileños. En el mejor de los casos, se intentó hacer de ellos ciudadanos indiferenciados del resto de la sociedad nacional.
Las relaciones entre los sandinistas y los miskitos angloparlantes de la costa atlántica nicaragüense representa un caso arquetípico de la negación de un régimen nacionalista de izquierdas a admitir la existencia de un problema étnico nacional. Para los sandinistas, la nación era el resultado de la construcción de un Estado revolucionario, proceso que exigía la integración del territorio y de la población dentro de un solo modelo nacional.
Esas tendencias revelaban la continuidad de la herencia jacobina de la independencia que, en nombre de la libertad, el progreso y la modernidad, intentó unificar el espacio estatal en un molde centralizado y a la nación en una entidad homogénea, monolítica e indivisible: las diferencias o desviaciones de la identidad ideal -lingüísticas, jurídicas o culturales- fueron percibidas como vestigios arcaicos u oscurantistas, cuando no amenazas potenciales a la unidad nacional. De hecho, las comunidades indígenas tuvieron más derechos reconocidos sobre sus aguas, sus bosques y sus tierras durante el régimen colonial que durante las repúblicas. En los siglos XVII y XVIII, por ejemplo, los representantes de la monarquía española firmaron compromisos de paz con la nación mapuche, por entonces autónoma, y determinaron la desembocadura del Bío-Bío como los límites de su país.
En la República, los gobiernos quitaron a las comunidades indígenas los derechos que las autoridades virreinales habían reconocido y respetado. Irónicamente, la nueva identidad política ciudadana de los indios, les despojó de sus territorios ancestrales. Pero los Estados nacionales nunca pudieron uniformizar por completo a sus sociedades en torno a los paradigmas del blanqueamiento y la occidentalización de las mentalidades. Los Estados latinoamericanos, a diferencia de EEUU, no tuvieron los medios para imponer esa imagen colectiva de sí mismos. La gran diversidad cultural subsistió debido a carencias educativas pero también a la resistencia cultural de los grupos indígenas a pesar de que en todo el continente se dio un fuerte movimiento expansivo para ocupar las que se denominaban "áreas de frontera" o territorios marginales.
Buenos Aires, México, La Habana, Lima, Santiago o Bogotá buscaron adquirir la ascendencia administrativa y cultural de París en las nuevas repúblicas, incluso imitando la arquitectura neoclásica de la capital francesa. Pero ese modelo se enfrentó con un obstáculo formidable: la resistencia de las culturas regionales y la poderosa herencia del legado prehispánico y virreinal que la Iglesia preservaba.
En los países donde la presencia nativa era demográficamente escasa -como en Argentina, Uruguay o Chile-, la homogeneidad se buscó por medio de la eliminación de los pueblos nativos bajo consignas como la de "civilizar" las zonas despobladas del país. Los pueblos que habían podido sobrevivir a la colonización europea resistieron mucho peor los embates de los nuevos Estados. El despojo perpetrado contra las sociedades tribales fue considerado como un problema interno, siguiendo muy de cerca el modelo establecido por EEUU desde 1871. Hasta entonces, Washington había firmado 371 tratados con las tribus indias al oeste de los Apalaches, a las que reconocía como naciones soberanas. Pero en esa fecha el Congreso decidió no firmar ningún otro acuerdo semejante en el futuro: a partir de entonces, ninguna tribu sería reconocida o considerada como potencia independiente con la cual EEUU pudiese concertar un tratado.
La ideología nacionalista se subrayó mediante una fuerte ritualización simbólica (ceremonias públicas, culto a los próceres, sacralización de los símbolos patrios) y se apoyó en prácticas de promoción encomendadas a la escuela pública. Para el argentino Ricardo Rojas, el objetivo era uniformar lingüísticamente el país e imponer la transmisión de un "relato histórico" que cimentara la identidad nacional. Ese modelo, implantado primero en Argentina desde 1880, se extendió con relativa uniformidad por todo el subcontinente, al menos como proyecto ideal.
Esa práctica institucional supuso la transmisión de una cultura racional, que se pretendía socialmente neutra y que debía reforzar el vínculo entre la nación y la razón: fuera de ella, sólo quedaba el oscurantismo de la religión o los arcaísmos de las culturas regionales.
En América Latina la cultura "nacional" fue una creación de los nacionalistas. Sin embargo, el proceso de integración nacional a través de la extensión de derechos sociales fue siempre débil y parcial sobre todo porque el proyecto obedecía casi exclusivamente a los intereses de un grupo social que se apropió de la representación del Estado para conquistar los mercados internos e imponer su autoridad política. La uniformidad lingüística intentó imponerse, pero el esfuerzo estuvo muy lejos de obtener los resultados que se lograron en Europa. Las altas tasas de analfabetismo y la conservación de otras lenguas dentro de las fronteras nacionales se han mantenido hasta hoy en muchos países.
Pero la frustración del proyecto jacobino original no supuso su repliegue teórico. La idea de que un Estado es la expresión de una sociedad homogénea, que posee una misma lengua, una misma historia y una cultura única se transmutó en los nuevos nacionalismos revolucionarios y populistas sin variar sus contenidos esenciales. Los partidarios de la nacionalización del Estado utilizaron el discurso del mestizaje para crear un nuevo mito de uniformidad nacional: los indígenas, en esa visión, eran reaccionarios que debían adaptarse a las nuevas condiciones. "Habilitar, amparar, defender, regenerar, salvar y proteger" al indio eran las nuevas exigencias que reclamaba el patriotismo mestizo mediante leyes de tutela y protección paternalista.
La diversidad y la diferencia se vieron como obstáculos para la consolidación y la seguridad nacionales porque las identidades múltiples podían conducir a la creación de varias naciones internas que podían constituir sus propios Estados sin respetar las fronteras políticas: mapuches en Argentina y Chile; quechuas en Ecuador, Perú, Bolivia y Argentina; guaraníes en Paraguay, Argentina y Brasil; aymaras en Perú y Bolivia; shuars en Perú y Ecuador; mayas en Guatemala y México; guajiros en Colombia y Venezuela y etnias amazónicas nómadas que se movían libremente por los bosques y ríos sin la menor consideración por los límites "nacionales".
Para impedirlo, la actitud del Estado evolucionó desde el paternalismo a la integración: la meta era lograr la consolidación nacional mediante una homogeneidad cultural mestiza que se percibía más justa y democrática. Pero en el fondo, se oía el mismo lejano eco del temor de los criollos de la época de la independencia a la guerra de castas y la esperanza de que las identidades étnicas indias, porfiadamente vivas, se disolvieran. El premio Nobel guatemalteco Miguel Ángel Asturias escribió: "Los hombres que cuentan en nuestra tierra americana, desde hace cuatro siglos, son los mestizos". Como los liberales del siglo XIX, los nacionalistas populistas y revolucionarios del siglo XX consideraron que cualquier resistencia a ese proceso era una expresión de rechazo a la modernidad. O un anhelo regresivo.
Con esos fines, en América Latina las teorías del mestizaje surgieron como intentos de buscar puentes, de facilitar la identificación de los ciudadanos con la nación. Con un ingenuo voluntarismo, los nacionalistas de izquierda pensaron que los problemas planteados por el pluralismo étnico se resolverían de modo automático cuando se transformaran las estructuras sociales. Y lo harían, naturalmente, en el sentido de la homogenización cultural, que había sido obstaculizada por la desigualdad socioeconómica. En todas esas visiones, el mestizaje terminó por convertirse en una proyección ideal de las imágenes nacionalistas de sus portavoces y en el mito favorito de la sociedad nacional. Indigenistas e hispanistas terminaron por firmar la paz congregándose en torno al "nuevo indio", síntesis final en el que se revela el proyecto nacional.
Pero esa idílica visión soslayaba -u ocultaba- algunas deficiencias: el enfrentamiento se prolongaba entre lo mestizo y lo indígena. En los hechos, ambos mundos se manifestaban como dos razas y culturas distintas: la una como producto de una fusión, la otra como elemento no absorbido. Lo mestizo expresaba un proceso nacional en marcha frente a la naturaleza, la pasividad y el sentimiento, es decir, lo indígena. A su vez, las industrias culturales -la radio y más tarde la televisión- cumplieron la función de producir, si no una identidad nacional al menos la inserción de vastos sectores populares en la cultura moderna. A lo largo de la historia los crisoles del desarrollo han sido siempre los lugares de mayor diversidad cultural. Pero el collage cultural es una estructura social inédita cuyos fragmentos dispersos coexisten en un mismo espacio, pero no forman una imagen coherente aún.
El movimiento indianista
Un estudio del Banco Mundial de 1994 concluyó que la relación entre un color de piel oscuro y pobreza no es casual: la pobreza entre las poblaciones indígenas y negras de América Latina es severa y persistente. A pesar de ser los más pobres entre los pobres -en Bolivia un 75% vive por debajo del umbral de la pobreza, un 79% en Perú, un 80% en México y un 90% en Guatemala- y de las dificultades para precisar los criterios censales que los definan, los últimos datos disponibles muestran que la población indígena tiende a aumentar.
En los años 80, comenzaron a surgir organizaciones que reivindicaban una identidad india diferencial: el Movimiento Revolucionario Túpak Katari en Bolivia; la Conaie en Ecuador; el Consejo Regional Indígena del Cauca, en Colombia; la Confederación Indígena del Oriente Boliviano o el Consejo de Pueblos Indígenas de la Amazonía, de carácter transnacional, y otras de menor dimensión. En 1980 se creó el Consejo Indio de América del Sur (CISA) en un congreso reunido en Ollantaytambo en Cusco, Perú. En los años 60, ese tipo de organizaciones apenas eran más de un puñado. En los 90 eran ya centenares a escala local y regional y desarrollaban una intensa actividad internacional.
En octubre de 2002, organizaciones indígenas peruanas formaron el partido Llapansuyo ("todas las regiones" en quechua) con la presencia de delegaciones de los partidos Pachacutik de Bolivia y Ecuador. En Chile, los mapuches, que tienen una presencia significativa en la Patagonia (25 por ciento de la población en las regiones IX y XI), quieren obtener el mismo estatus legal que el pueblo Rapa Nui (polinesio) de la Isla de Pascua, al que el gobierno central ha concedido considerables facultades de autogobierno como "territorio especial". Sólo Panamá ha concedido un territorio semiautónomo a una etnia indígena: a los kuna, desde 1925. En 1989, la OIT aprobó la convención 169 como el estatuto de los derechos indígenas, en la cual los amerindios eran, por primera vez, referidos como pueblos, pero pocos países de la región la han suscrito.
En sus versiones extremistas iniciales sus organizaciones articularon un discurso entre mesiánico y renovador que denunciaba a los partidos políticos, de izquierda y de derecha, por estar controlados por criollos. De ahí que incluso la revolución socialista fuese vista como insuficiente y ajena; en todo caso, incapaz, por su origen étnico, de comprender y plantear adecuadamente el problema indígena. Según el antropólogo mexicano Guillermo Bonfil Batalla, la definición básica del "pensamiento indio" está en su oposición a la civilización occidental: "El mestizaje no es fusión ni conduce a una nueva cultura; las culturas nacionales dominantes son occidentales, expresan al invasor. La única civilización, las únicas culturas auténticas, son las que encarnan a los pueblos indios; lo demás es Occidente, o peor aún, híbrido degradado de Occidente". El desarrollo teórico del movimiento fue moderando algunas de esas posturas que obedecían más a un interés académico de especialistas que a las necesidades concretas de las comunidades indígenas. La Federación Shuar en Ecuador, por ejemplo, surgió en los años 60 con el objetivo de proteger sus tierras de invasiones de colonizadores y las compañías petroleras.
En el proceso, esos grupos descubrieron que sus esfuerzos no podían desvincularse de su existencia como pueblos étnicamente distintos. La gran novedad de su movimiento fue su organización comunitaria que no obedecía a los tradicionales patrones de enfrentamiento entre campesinos y terratenientes de otras zonas y épocas del continente. Desde los años 80 comenzaron a realizar congresos, publicar manifiestos, dirigir peticiones a los gobiernos y a los organismos internacionales y, con mayor frecuencia, manifestaciones, marchas de protesta, ocupaciones de tierras y movilizaciones nacionales para protestar contra la depredación de sus tierras exigiendo derechos territoriales, representación política y la preservación del medio ambiente.
Las más importantes de esas luchas fueron las organizadas por la Conaie en Ecuador en 1990, 1993, 2000 y 2001 que prácticamente paralizaron el país y obligaron al gobierno a negociar cuestiones agrarias y reformas constitucionales. En enero de 2000 el levantamiento indígena condujo a la deposición del gobierno de Jamil Mahuad. La Organización Nacional Indígena de Colombia y la Unión Nacional de Indios de Brasil participaron activamente en las asambleas constituyentes de sus países en 1998 y 1991 logrando la incorporación de algunas de sus demandas en las nuevas constituciones. A escala internacional su actividad logró que las Naciones Unidas proclamaran 1993 como el Año Internacional de las Poblaciones Indígenas y el Decenio Internacional de las Poblaciones Indígenas (1995-2005). La Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA, con su asesoramiento, comenzó a diseñar un futuro instrumento jurídico interamericano sobre derechos indígenas.
El énfasis inicial en la idealización de un pasado mitificado dio paso a reivindicaciones como el acceso a la tierra, al crédito agrícola, a la educación, la salud y la cooperación técnica. Las demandas por la autonomía y la autodeterminación se vincularon a un creciente interés por rescatar -o inventar- tradiciones para construir nuevas comunidades imaginarias pero sin cuestionar las comunidades nacionales existentes. Después de todo, instituciones como las cajas comunitarias, el compadrazgo, las cofradías católicas, el calendario festivo o las organizaciones religioso-políticas han servido de vehículo de integración de los grupos étnicos entre sí y de éstos con el resto de la sociedad nacional.
Los miskitos nicaragüenses ofrecen un ejemplo típico. Myrna Cunnigham, diputada miskita en Managua, lo explica: "La nuestra es una región que fue colonizada por británicos y por una iglesia de origen checo, la morava, que lleva 150 años allí. Pero ya no se sabe qué es moravo o qué propiamente miskito, porque además otros pueblos de la zona no miskitos, tuvieron que leer la Biblia morava en miskito, único idioma a la que estaba traducida". El arcaísmo de los pueblos indígenas no es tan extremo -salvo quizá en algunas etnias amazónicas- que se identifique con el mundo prehispánico; es más bien, en la mayoría de los casos, un arcaísmo de lo colonial europeo.
Los movimientos y organizaciones contemporáneos de base étnica representan en América Latina la expresión más evidente de una lucha por el multiculturalismo. Esa afirmación provoca paralelamente el surgimiento de burguesías -comerciantes, profesionales, empresarios- indígenas. Ya en el siglo XVI en América Central y la zona andina el cacicazgo indígena se había consolidado como una instancia de intermediación entre las "repúblicas" de indios y la española.
Un caso contemporáneo notorio es el de los quechuas de Otavalo, en el norte de Quito, que partiendo de su condición de tejedores de los obrajes coloniales se han convertido hoy en prósperos empresarios capaces de organizarse para establecer puestos de comercialización de sus productos artesanales en ciudades de todo el mundo. Los otavalos han terminado por controlar económicamente su ciudad de origen, un espacio hispano-mestizo, invirtiendo sus ganancias en la recuperación de sus antiguas tierras.
Pero al apropiarse de un conjunto de patrones de vida urbano-occidentales no abandonaron su idioma, su indumentaria tradicional, costumbres y valores culturales, todos revalorizados con orgullo. Y al hacerlo han demostrado que la prosperidad económica no se contradice con su realización cultural; por el contrario, la rentabilidad económica de su cultura fortalece su identidad étnica. Los otavaleños son uno de los grupos más activos en la Conaie y son muy variados sus esfuerzos por desarrollar proyectos educativos en su lengua, por rescatar y difundir su música y danzas, recuperar sus fiestas, artesanías y comidas y financiar emisoras locales de radio y publicaciones periódicas de diversos tipos.
El carácter distintivo de sus demandas reside en la convicción de que los pueblos indios deben ser unidades políticas constitutivas pero diferenciadas de los Estados nacionales. En 1992, el V Centenario del Descubrimiento de América-Encuentro de dos Mundos, para utilizar la fórmula de transacción alcanzada entre España y los países latinoamericanos para designar la conmemoración, sirvió de plataforma de lanzamiento de una de denuncias contra la que llamaron una "apología del genocidio". En lo político las realidades creadas por la movilización indígena produjo un revulsivo entre la izquierda que, ante la crisis de la teoría marxista, adoptó algunas de sus aportaciones teóricas. La variable étnica adquirió un rol relevante en la nueva sociología latinoamericana. Se hizo evidente que una nueva metáfora -esta vez étnica- podía ofrecer una mejor comprensión de la realidad.
Después de 1968 -que en México terminó con la matanza de Tlatelolco- los líderes estudiantiles se integraron en el sistema, otros se fueron a las guerrillas de Sonora, Chihuahua, Guerrero. A mediados de los 70 los sobrevivientes comenzaron a llegar a Chiapas. Según el sociólogo mexicano Pablo González Casanova "allí aprendieron algo nuevo: que los ritmos del pueblo no eran los de ellos; que no sólo era cuestión de organizar a los indios sino de aprender cómo estaban organizados. Construyeron organizaciones y politizaron las existentes. El socialismo y la lucha de clases perdieron su valor estratégico. Descubrieron que el reordenamiento del mundo sólo podría venir de una lucha por la democracia que incluyera y partiera de las autonomías y los derechos de los pueblos indios, y de los pobres que no son indios, hasta abarcar toda la nación".
Los sociólogos y políticos marxistas, hasta entonces reacios a sustituir las nociones clasistas por categorías étnicas, comenzaron a aproximarse al discurso etnicista. Antropólogos como el brasileño Darcy Ribeiro, el peruano Rodrigo Montoya o el mexicano Bonfil Batalla vincularon la emancipación de países de fuerte componente indígena con el desarrollo de una respuesta política al problema étnico. Bonfil articuló una ideología que recuerda las teorías de la negritud de Fanon: "La desindianización es un proceso diferente al mestizaje: éste último es un fenómeno biológico y la desindianización, en cambio, es un proceso histórico a través del cual poblaciones que originalmente poseían una identidad particular se ven forzadas a renunciar a ella: es resultado de la acción de fuerzas etnocidas que terminan por impedir la continuidad histórica de un pueblo".
El cambio de registro del discurso es notorio: no se habla de razas sino de etnias, es decir, de grupos identificados por sus formas propias de organización social. La extinción de pueblos aborígenes incapaces de defenderse ante la invasión de sus hábitat originales muestra que las tesis de los movimientos indianistas tienen una profunda legitimidad ética a pesar de que se pueda discrepar de algunos de sus supuestos subyacentes, por ejemplo que las culturas tienen una esencia inviolable o inmutable. Los antropólogos plantean uno de los puntos cruciales del debate: ¿Con qué derecho el mestizo se puede declarar la pauta de lo nacional, sobre todo cuando su origen histórico denota, al contrario, una carencia de identidad?
Desde esa visión, el mestizo es un "indio desindianizado" y el mestizaje un etnocidio cultural que obliga a asumir una identidad híbrida y esquizofrénica. Curiosamente, esa postura coincide con antiguas tesis conservadoras. Alejandro Déustua en 1941 escribió que el atraso y el subdesarrollo del Perú se debían a una desafortunada conjunción genética: "[El Perú] es una nación engendrada por el indio en su periodo de disolución moral y por el español en su era de decadencia. El mestizo ha heredado los defectos de ambos sin conservar las virtudes de ninguno. Esa mezcla ha sido fatal para nuestra cultura nacional".
Los riesgos de subrayar en exceso los factores raciales son numerosos. El énfasis en ese tipo de criterios se reflejan en posturas como las de Demetrio Cotji, de la etnia kaqchiquel, catedrático en la Universidad San Carlos de Guatemala, que esboza un programa para conseguir la autonomía maya: "Lo primero es conseguir que el ladino se de cuenta que es un opresor y que el maya comprenda que es un esclavo. El pueblo maya tiene conciencia nacional de sí y para sí. Cada uno teoriza según a la etnia a la que pertenece en una sociedad colonizada. Si un marxista pertenece a la etnia dominante, pensará en función de su etnia dominante".
Ciertos puntos comunes en las diversas posturas indianistas destacan la historia de siglos de resistencia frente a la penetración cultural, lo que prueba la vigencia de una "civilización diferencial", es decir, de una cosmovisión ecológica innata; un conjunto de valores éticos comunitarios y la existencia de una civilización indoamericana continental llamada según el término kuna, Abya-Yala. Sobre esas bases se constituyó en 1975 el Consejo Mundial de Pueblos Indios (CMPI) para recuperar la nacionalidad de los pueblos indios, sus lenguas y filosofía y conseguir su liberación de todas las formas de explotación. En muchos casos se rechaza la industrialización y la explotación de los recursos naturales -petróleo, gas, madera- porque destruyen el hábitat de los grupos indígenas.
La deforestación, la colonización y la contaminación de los ríos se han acelerado por la apertura económica de los años 90, que ha incentivado las inversiones de grandes corporaciones en la cuenca amazónica. En Chile el proyecto para represar el Bio-Bío, el mayor proyecto hidroeléctrico emprendido en el país, iniciado en 1993, anegará 4.000 hectáreas de terreno, entre ellas los territorios de los pehuenches, que en un 62 por ciento se han negado a trasladar sus asentamientos. La represa de Ralco destruirá el 45 por ciento de la fauna y afectará el 60 por ciento de la flora del Alto Bio-Bío. En Colombia, en el departamento de Arauca, la explotación petrolera ha acabado con cinco etnias indígenas, según la Organización Nacional Indígena de Colombia. En el Perú, el gobierno de Fujimori promulgó en 1996 una ley de tierras que ha permitido cuadricular para las empresas petroleras toda la Amazonía peruana. En Ecuador, las compañías petroleras han derramado más de 17 millones de galones de petróleo que han ido filtrándose en las aguas y los suelos de la selva amazónica.
En todos esos casos, las leyes nacionales reconocen a los pueblos indígenas derechos para la preservación de sus territorios tradicionales pero, en el momento de aprobar esos macroproyectos, los gobiernos y los tribunales se pronuncian invariablemente a favor de los "intereses superiores de la nación y su derecho al desarrollo". Los costes sociales y ecológicos de la producción son dejados de lado para priorizar los imperativos económicos, lo que revela la profunda fisura entre las diversas concepciones del mundo de las sociedades latinoamericanas.
Ante ello, los movimientos indianistas han llegado a un consenso ampliamente compartido en la región: sin su propio territorio -y una jurisdicción paralela al sistema jurídico estatal- la supervivencia social y cultural de los pueblos indígenas se verá amenazada. Según el sociólogo mexicano Rodolfo Stavenhagen, los derechos territoriales, es decir, el reconocimiento y la delimitación legal de territorios ancestrales son imprescindibles para preservar "el espacio geográfico necesario para la reproducción cultural y social del grupo".
Ningún Estado latinoamericano reconoce formalmente ese tipo de demandas basadas en un tipo de "pluralismo legal" porque ese paso requiere aceptar formas tradicionales de autoridad local. En términos jurídicos se trataría de una transición a una especie de derecho consuetudinario que reconocería derechos de autodeterminación y autonomía territorial. Pero muchos Estados temen que demandas de ese tipo conduzcan a la secesión y la fragmentación del Estado nacional o la aceptación de costumbres moralmente inaceptables como la poligamia o el castigo corporal.
Las organizaciones indígenas piden generalmente sólo una mayor margen de autodeterminación y una mayor participación en la política nacional no como minorías marginales sino como "naciones originarias". Países como Nicaragua, Panamá y Brasil han adoptado estatutos de autonomía en ese sentido pero el camino a recorrer será largo y plagado de dificultades.
Por otra parte, la fragmentación de los pueblos y etnias nativas es extraordinaria. El más grande de los pueblos indígenas es el quechua -16 millones repartidos en cinco países- y sólo otros pocos grupos -náhuatl, aymara, quiché, maya- rebasan la cifra de un millón. El número de pueblos aumenta conforme se desciende en la escala demográfica, lo que crea formidables obstáculos para una actuación coherente y unitaria de sus organizaciones. Reconocerse como u´wa, kuna, shipibo o yaqui tiene su fundamento en la pertenencia a una configuración social y cultural única.
Incluso las cifras pueden ser engañosas. Los criterios estadísticos de los censos nacionales varían de país a país y por lo general el único dato que se registra es el idioma. El propio término "indio" es objeto de intensas polémicas entre quienes lo consideran, como mínimo, equívoco por expresar una categoría instituida por el colonizador para amalgamar sus identidades originales destruidas. Pero hay quienes lo defienden como un término operativo por la extensión geográfica e histórica de su uso; la identidad genérica de indio, sostienen, tiene un contenido ideológico y político legítimo.
Según el antropólogo mexicano Gonzalo Aguirre Beltrán, "el mito de los imperios y reinos aborígenes, descritos como naciones por los cronistas de la Conquista, tiene su continuación en el mito de las pequeñas nacionalidades de nuestros días. No hubo o hay naciones indígenas. Hubo y hay grupos étnicos indígenas organizados en comunidades parroquiales segregadas".
Pero el pensamiento indio afirma la existencia de una única y diferente civilización india de la cual son expresiones particulares las culturas de los diversos pueblos. Desde ese punto de vista, la identificación y solidaridad entre los indios es la expresión necesaria de una unidad histórica basada en una civilización común, reforzada por la experiencia común de cinco siglos de dominación y un mismo proyecto para el futuro: una categoría supraétnica complementaria de la categoría étnica original. Ambas expresan niveles diferentes de conciencia y conflicto social.
Las divisiones de los grupos indianistas se pueden catalogar según el horizonte de sus reivindicaciones. Los panindianistas defienden un continentalismo integral; los nacionalistas actúan únicamente en un ámbito nacional; y los autonomistas aspiran a conseguir una autodeterminación política territorial dentro del marco institucional de los Estados nacionales. Son autonomistas los kunas de Panamá, los mapuches de Chile, los quechuas, huaoranis y shuars de Ecuador, los miskitos y sumus de Nicaragua, los zapotecas de México y los asháninkas del Perú. Debido a sus tácticas pragmáticas, son éstos quienes han logrado avances más significativos aunque están aún lejos de los objetivos que quieren alcanzar: un status político y administrativo similar al de los catalanes y vascos en España. Según Miguel Puwanchir, presidente de la Federación Shuar-Ashuar de Ecuador: "A nosotros nos han acusado de querer formar un Estado dentro del Estado, pero sólo queremos participar dentro de la sociedad ecuatoriana como shuars, con todos nuestros valores culturales, nuestro territorio, nuestro sistema político organizado".
Todo en este campo es fluido y difícil de precisar. Lo hispánico y lo "neoindio" son términos ambiguos. Con frecuencia, los líderes indianistas -el subcomandante Marcos en Chiapas, por ejemplo- son criollos o mestizos y algunos de los dirigentes políticos más reacios a concesiones estatales son también a veces mestizos o indios. En la representación estética de la imagen nacional de los países latinoamericanos muchos de los rasgos del folklore popular son de origen indígena o han experimentado un sincretismo en múltiples direcciones -en las danzas, la música, la indumentaria, la religiosidad, la arquitectura o el habla cotidiana- lo que da testimonio de una imbricación profunda.
La cultura criolla adopta con orgullo símbolos que antes despreciaba, aunque sea sólo por motivos de atracción del turismo: la exotización es rentable para la imagen del país. Y los indígenas, por su parte, reivindican el derecho a una ciudadanía nacional de la que se sienten como legítimos depositarios. En muchos aspectos, los indios representan en varios países una de las señas de identidad más importantes de la naturaleza única de cada nación: la folklorización y el exotismo preservan aspectos de la cultura indígena y la integran al imaginario nacional.
En Chile, por ejemplo, el ejército celebra anualmente el día de Caupolicán -el caudillo araucano que luchó contra los conquistadores españoles- para exaltar el valor de los chilenos. Sin embargo, la represión del régimen militar entre 1973-1975 fue especialmente dura con los mapuches por su participación en las tomas de tierras durante el gobierno de Salvador Allende. En el fondo, el problema subyacente es una incógnita irresoluble: ¿quién es indio? Según el antropólogo francés Alfred Metraux, "el indio es un individuo que es reconocido como tal en la sociedad en la que habita y que acepta esa clasificación". Los términos indio, naciones y culturas no son categorías estáticas o monolíticas sino conceptos en constante metamorfosis. Los Estados-nación latinoamericanos forman una amalgama de pueblos, lenguas, tierras, historias, sistemas políticos y económicos que les convierte en realidades especialmente proclives a la transmutación. Hasta 1492 no existían indios, sólo seres humanos. El propio concepto de indio ha experimentado cambios de sus contenidos definitorios, adaptándose a las circunstancias sociales de cada época, lo que permite prever nuevas invenciones de sus muchos significados.
Como en otros terrenos, Brasil está tomando la iniciativa a través de medidas de discriminación positiva, siguiendo el modelo de la affirmative action de EEUU. Con una población de origen africano mayor que la de cualquier otro país americano, el gobierno de Lula da Silva ha decidido disminuir las desigualdades sociales estableciendo cuotas raciales para el acceso a universidades y las administraciones públicas. Lula está empeñado en reexaminar la noción idealizada de Brasil como una armoniosa "democracia racial", obligando a la sociedad a enfrentar la realidad de la exclusión social. Entre los negros (pretos) y mestizos (pardos) -más de un 50 por ciento de la población se define de ese modo- la tasa de desempleo duplica a la de los blancos que, además, ganan un 57 por ciento más que los brasileños no blancos que trabajan en el mismo campo. Los pardos y negros tienen también mayores índices de delincuencia y un 50% menos de posibilidades de tener agua potable en sus hogares.
Cuatro de los ministros de Lula son negros, incluyendo el de la recién creada cartera de promoción de la igualdad racial, y también ha nombrado al primer juez negro del Tribunal Supremo. Si el Congreso aprueba su proyecto de ley para la igualdad racial, las cuotas se aplicarán en todos los niveles de gobierno, incluso en la programación de televisión y las listas de candidatos de los partidos políticos. Desde el gobierno de Fernando Henrique Cardoso, tres ministerios federales y la municipalidad de São Paulo ya aplican una cuota del 20 por ciento de "afrobrasileños" en los principales cargos. La Universidade Estadual de Río de Janeiro ha sido la primera institución educativa que ha introducido la discriminación positiva en sus procesos de admisión: al menos un 40 por ciento de los estudiantes deben ser negros o pardos y un 50% provenir de escuelas públicas. En pocos meses ha conseguido a través de esas políticas duplicar y en algunos casos triplicar el número de sus estudiantes negros o mestizos en facultades como las de medicina, derecho e ingenierías. Al mismo tiempo, las demandas judiciales de quienes se sienten perjudicados se han disparado. El problema para aplicar estas políticas en un país de 180 millones de habitantes en el que casi todos reconocen tener ancestros de diferentes razas es elemental: ¿quién es realmente negro, o blanco, o indio? ¿Es suficiente decir, como ahora, que uno es negro -o blanco- para serlo? ¿Debería existir una especie de tribunal racial que clasifique a las personas de acuerdo a un genotipo racial específico? El censo brasileño incluye cien clasificaciones determinadas por el color de la piel, algunas tan surrealistas como la de "café con leche". América Latina sabe ahora que tiene un problema racial, pero está aún lejos de saber cómo resolverlo.