Hablar de Blanca Varela en un congreso dedicado a la poesía peruana de estas últimas décadas, repletas de nuevas voces poéticas y marcadas por la sucesión de diferentes grupos (desde el movimiento Kloaka hasta el grupo Neón), tal vez requiere alguna explicación inicial. Al plantearme la elección del tema para este congreso pensé que, por varios motivos, el nombre de Blanca Varela no podía faltar en su programa. En primer lugar, porque a pesar de que en los años ochenta era ya una poeta consagrada, la época de mayor producción, y también el tiempo de mayor plenitud de su poesía, se encuentra en esas décadas de los ochenta y noventa que este congreso se propuso abordar en toda su dimensión. La propia poeta, en una entrevista del 21 de julio de 2001 suscribía lo dicho al declarar: "Ha sido en estos años cuando he sentido más confianza en lo que hacía" 2 . A este hecho hay que sumar otra consideración importante, que atañe a la estrecha relación de Blanca Varela con las jóvenes generaciones, relación que ella misma, en la citada entrevista, explica: "En Perú siempre estoy en contacto con los jóvenes poetas, sobre todo con las mujeres, y me siento muy cercana a ellos más allá de lo que pueda ser una distancia generacional. Para mí eso no existe. Pienso que soy una poeta para poetas, es ahí donde mi obra llega más profundamente y donde florece" 3.
Tan sólo se precisa leer los artículos que a su obra han dedicado escritoras como Carmen Ollé, Grecia Cáceres o Rocío Silva Santisteban para comprobar esta relación y su reconocimiento como "autora de culto entre poetas jóvenes" 4. Con todo ello, me convencí de la necesidad de una ponencia sobre su poesía en este congreso. Y en estos pensamientos estaba cuando una semana después de enviar el título, el día 11 de octubre me sorprendió la feliz noticia: Blanca Varela ganaba el Premio Internacional de Poesía Federico García Lorca. Nada más oportuno que este congreso para congratularnos por este premio tan merecido y felicitar desde este foro a la poeta.
Hecho este preámbulo, pasemos ya al tema que nos ocupa: su poesía. Dentro de la generación de los años 50, en la que se encuentran nombres imprescindibles como nuestro homenajeado Carlos Germán Belli, Sebastián Salazar Bondy, Javier Sologuren, Washington Delgado o el recientemente fallecido Jorge Eduardo Eielson, Blanca Varela fue una voz un tanto independiente. No quiso entrar nunca en la polémica entre "poetas puros" y "poetas sociales" que lideraron algunos de sus componentes, se situó al margen y, a lo largo de una obra más bien reducida, se aventuró a la búsqueda de un lenguaje poético propio.
Pero ¿cuál fue ese lenguaje poético de Blanca Varela y cómo evoluciona en las últimas décadas? Unas palabras de Carmen Ollé nos sitúan en el centro de la cuestión. En su artículo "Poetas peruanas: ¿Es lacerante la ironía?" Carmen Ollé se pregunta: "¿Por qué impacta la poesía escrita por mujeres en la década de los ochenta?". La respuesta la da ella misma: "Porque intranquiliza acaso a las buenas conciencias limeñas, o porque nos garantiza una sensación embarazosa frente a lo establecido" 5; asunto que, analizado a lo largo del artículo, se resuelve en la reflexión sobre la carga de ironía y de perversidad que se encuentra en esta poesía última escrita por mujeres. Para Carmen Ollé, el origen de esa carga en la tradición poética peruana se encuentra, precisamente, en Blanca Varela, en cuya poesía la ironía, el humor negro, el escepticismo y el tono lapidario son las notas dominantes.
Son muchos los críticos y escritores que han reflexionado sobre la poesía de Blanca Varela en artículos, prólogos, epílogos, etc. Entre ellos, el famoso prólogo de Octavio Paz al primero de sus libros: Ese puerto existe (1959). Allí Paz, con quien la joven poeta estrechó lazos en su estancia parisina, presentaba la poesía de Blanca Varela con un rasgo que iba a permanecer a lo largo de toda su trayectoria: "poesía contenida pero explosiva, poesía de rebelión" 6. Fundida esa explosión lapidaria con la clara filiación surrealista de sus versos, la valoración crítica de la obra de Blanca Varela siempre ha ido por el mismo acertado derrotero, en el que nos encontramos repetidamente palabras y juicios que necesariamente sintetizo y repito aquí para partir de una visión global de la crítica: crudeza, desgarramiento, sequedad y austeridad, parquedad en las palabras, laconismo, estilo entrecortado, pausas, en definitiva, la paradoja del silencio poético, del silencio llenando la poesía.
Esta poética del silencio, de la que Varela ha sido maestra indiscutible, implicaba una renuncia a toda ostentación y una negación, por ende, a la profusión de recursos estéticos. Es esa misma línea de contención de las palabras la que determina también, en sintonía, la parquedad simbólica de los temas, cuando comprobamos cómo la escritora poetiza sus sentimientos sin referencias explícitas a sus vivencias o a la realidad. Y tal vez sea esa focalización del sentimiento frente a la desvaída realidad nunca referida la que explica la intensidad y, en ocasiones, el desgarramiento que producen sus versos. Así parece verlo otra joven poeta, Giovanna Pollarolo, cuando advierte al lector: "Para leer a Blanca Varela es preciso disponerse al sobresalto, a la tensión, a la desesperanza y al miedo" 7.
Partiendo de esta caracterización básica de su poesía, la búsqueda emprendida por Blanca Varela en sus versos desde los años cincuenta hasta los últimos poemarios, parece recorrer un camino que, aunque apuntado desde el origen, se hace más evidente desde la producción de los años ochenta en adelante. Me refiero a la evolución hacia una materialización cada vez más radical de una temática en la que lo físico, carnal, incluso visceral del ser humano se convierte en el territorio, en el paisaje de la poeta y, al mismo tiempo, en el trampolín para saltar a una dimensión -por contraste- trascendental, existencial. Temática esta última que había primado en sus primeros poemarios, desde un poema fundacional de su trayectoria como "Puerto supe", donde prevalece, como ha destacado Roberto Paoli, una "ardiente sequedad, casi abstracta" que la emparienta con Santa Teresa o con Unamuno; "escritura mística" que reniega de lo sensual e incluso de lo sensorial, y que "patentiza una clara raíz ascético-mística". En definitiva, nos dice Paoli, una "poesía de esencias y símbolos que nunca componen un cuadro figurativo" 8.
Efectivamente, ese cuadro figurativo no formaba parte de la poética de Blanca Varela, pero ni en los orígenes ni en su trayectoria posterior. Lo cual no obsta el repliegue hacia una visión material y profundamente física del ser humano puesto que ésta no es creada a través de la figuración sino siempre mediante la abstracción. Ni tampoco esa visión profundamente material es óbice para que la poeta, en esa inmersión hacia las profundidades más recónditas del ser en su esencia física, pueda finalmente desgarrar la costra de la materia para realizar lo que realmente es un periplo hacia una Foto Antonio Gamoneda. dimensión trascendental. Antonio Gamoneda se lo dijo con la mayor sencillez y claridad a Blanca Varela en el bellísimo epílogo que escribió a su poesía reunida bajo el título Donde todo termina abre las alas (epílogo que, saltando sobre cualquier convención al uso es, realmente, un diálogo poético del poeta con los versos de la poeta): "viajas de lo visible a lo invisible" 9, le escribió.
Una lectura de Rocío Silva Santisteban sobre Ejercicios materiales, libro que reúne la poesía escrita entre 1978 y 1993 y en el que Varela acusa su camino hacia una poética material, me sirve para introducir dicha evolución: "Si la preocupación de Blanca Varela en la mayoría de sus poemas anteriores a Ejercicios materiales era el desgarramiento metafísico, en este libro es el propio desgarramiento de la carne" 10 . Frente a los ejercicios espirituales ignacianos, Varela nos propone aquí otros ejercicios tan necesarios como aquellos, los materiales, en los que la carne y su indefectible descomposición son los protagonistas. Incluso el mismo Dios aparece representado como el matarife o el verdugo, y frente al alma "finalmente inodora, incolora e insípida", se presenta ante él la carne del ser humano como un sacrificio a la manera de una receta de cocina 11 :
Enfrentarse al matarife
entregar dos orejas
un cuello
cuatro o cinco centímetros de piel
moderadamente usada
un atadillo de nervios
algunas onzas de grasa
una pizca de sangre
y un vaso de sanguaza
sin mayor condimento que un dolor
casi humano (pág. 198) 12
La animalidad y materialidad del ser humano se redimensiona en la poesía de Blanca Varela a partir de este poemario. Influida por el existencialismo de Sartre, en su obra hay una intensa concepción de la existencia terrena y del ser humano como ser material. Esa visión proviene de los años setenta, por ejemplo cuando en el poema "Canto villano" que da título a su poemario, la vida se derrumba ante la pobreza porque la vida no puede ni siquiera reflexionarse si desaparece su sustento primero, el alimento. Por ello en estos versos el alma es, irremediablemente, el cuerpo:
Y de pronto la vida
en mi plato de pobre
(...)
este hambre propio
existe
es la gana del alma
que es el cuerpo
es la rosa de grasa
que envejece
en su cielo de carne (págs. 154-155)
La soledad del plato transmite la condena del ser humano al cuerpo, a su condición animal, y por tanto a su inexactitud y a su dolor. Por ello lo más inmaterial se convierte en algo físico. Y, en un verso, "la palabra se torna digerible". Como también lo hará el mismo Dios: "tenemos la lengua dura los devoradores de dios /.../ de ese dios aplastable/ perecible/ digerible" ("Ideas elevadas", pág. 201). Sin embargo, de ese nihilismo emerge una metafísica. Y la ironía sobre algunos tópicos místicos o ascéticos no impide que Blanca Varela comparta con poetas como San Juan de la Cruz un sentido omnipresente en toda su producción que es el contraste entre la luz y la oscurdiad, entre la iluminación y la ceguera. Ahora bien, creo que la cercanía más íntima, sin embargo, es con otra poeta: Sor Juana Inés de la Cruz. Porque con la insistencia en este contraste de luces y sombras, unida al enfrentamiento entre la visión a través del sueño y la ceguera que impone el día imperturbable, así como a los sentidos de la nada y del silencio, los ecos de Sor Juana en su Primero sueño resuenan cada vez con mayor intensidad a medida que avanza la poética de Blanca Varela.
De nuevo retomo a Antonio Gamoneda para establecer este vínculo aunque será otro autor el que me sirva de puente entre ambas autoras. Escribe Gamoneda a Blanca Varela, como podría haber escrito a Sor Juana: "como tú, mirando a través de una inmensa cerradura, quise ver la sustancia de la eternidad. No había nada más allá de la luz. No había nada" 13 . La poesía fenomenológica que desde lo material pretende acceder a lo invisible, emparienta directamente a ambas poetas. Recordemos que la reflexión sobre los límites de la razón y el fracaso del intento realizado por la poeta novohispana de "conocer en un acto todo lo creado" a través del sueño, la condujo a aquella caída final representada en el despertar del sueño, así como a la comprobación de la inmutabilidad e indiferencia del mundo en el famoso final de Primero Sueño: "el mundo iluminado y yo despierta".
¿Cómo no escuchar los ecos del Sueño de Sor Juana en Blanca Varela cuando, ya desde su primera producción, en un poema como "Primer baile" se pregunta: "¿Qué significará el amanecer para quien no conoce sino /la noche y el sueño que sucede al sueño? (pág. 64)". Poema que concluye con la percepción del día como un absurdo indiferente al llamado del poeta: "El suplicio comienza con la luz./ Una linterna sorda, arriba, lo ilumina todo" (pág. 66). En lugar del "mundo iluminado" de Sor Juana, Varela crea "el laberinto iluminado" (pág. 91). Mundo o laberinto, la cuestión es que su luz produce ceguera, bien por su exceso, bien porque con su misma existencia deja en la oscuridad ciertas partes del mundo veladas al ojo humano.
Curiosamente, el vínculo que he establecido desde el título entre Sor Juana y Blanca Varela tiene, además de la clara concomitancia en esta idea, otro resorte que aunque externo a la poética de ambas autoras, es importante. Ese resorte es Octavio Paz, quien ejerció de numen tutelar de Blanca Varela en su primera etapa, y quien, sobra decirlo, escribió una de las obras más importantes sobre la Décima Musa mexicana: Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe. Lo escrito por Roberto Paoli sobre el sentido final de la poesía de Blanca Varela es, a fin de cuentas, lo mismo que escribió Octavio Paz sobre El sueño de Sor Juana. Escuchemos primero a Octavio Paz:
En el poema de Sor Juana no sólo no hay demiurgo: tampoco hay revelación. (...) Es el reverso de la revelación. Más exactamente: es la revelación de que estamos solos y de que el mundo sobrenatural se ha desvanecido. De una manera u otra, todos los poetas modernos han vivido, revivido y recreado la doble negación de Primero sueño: el silencio de los espacios y la visión de la no-visión". [...] El alma "sueña" en conocer, fracasa y, ya despierta, se da cuenta de que el conocimiento es un "sueño" vano e imposible 14.
Sin embargo, a pesar de la caída, Paz vislumbra en Primero Sueño el desafío y el entusiasmo por el conocimiento, porque las caídas de Sor Juana no producen desfallecimiento sino siempre una nueva tentativa. Aunque el despertar ante el mundo iluminado implique esa indiferencia del universo físico frente al esfuerzo de la poeta. Paoli pareciera sintetizar la misma idea cuando escribe sobre la obra de Varela: "La realidad es inmutable y el mundo está sordo a nuestro llamado" 15. Basta con leer algunos versos de la peruana, por ejemplo los siguientes del poema "Poderes mágicos", para obtener este sentido:
No importa la hora ni el día
se cierran los ojos
se dan tres golpes con el
pie en el suelo,
se abren los ojos
y todo sigue exactamente igual. (pág. 136)
El viaje onírico que opone el espacio de la noche al del día se repite en muchos versos de Blanca Varela, con la conciencia clara, eso sí, de los límites metafísicos de la realidad, es decir, con el convencimiento previo a la escritura de la inutilidad de tratar de acceder al desciframiento del mundo a través del conocimiento poético:
Esta mañana soy otra
toda la noche
el viento me dio alas
para caer 16 .
Las alas de Ícaro que sor Juana se apropió para volar hacia las esferas, y que se deshicieron provocando la primera caída del Sueño (cuando "por mirarlo todo, nada vía"), están asumidas ahora, directamente, como alas para caer. Porque el conocimiento de los límites de la razón está admitido, así como también el de los límites de la palabra poética. Por ello Varela denosta la luz, porque ilumina los objetos pero sin embargo no es capaz de iluminar la verdad del mundo: "nada que la luz no atraviese y oculte", escribe. Blanca Varela encuentra en la concepción platónica de la luz el camino idóneo para su objetivo último: la luz sólo nos permite ver sombras de nuestra real esencia, por tanto nos condena a la imperfección de lo material y, en consecuencia, a la inexactitud de la palabra. Porque la palabra también es materia en tanto que emanación del ser humano, de donde se deduce ese escepticismo frente al lenguaje que Blanca Varela canaliza a través de la ironía.
Esta temática, fundida con lo material o fenomenológico, es un fermento constante de creación poética a partir de los años 80, visible incluso en los propios títulos de los poemarios de estas últimas décadas: Ejercicios materiales (1978-1993), El libro de barro (1993-1994), Concierto animal (1999) y El falso teclado (2000). Así, en Ejercicios materiales el engaño de lo físico, de lo percibido por los sentidos, aparece de este modo en el poema "Maletevich en su ventana": "me has engañado como el sol a sus criaturas / prometiéndome un día eterno todos los días/ de lo inexacto me alimento" (pág. 185). La segunda sección de este poema tal vez sea la que más nos recuerda el final del Sueño de Sor Juana, al poetizar el despertar del cuerpo "en pugna con el sol", y enfrentarse con la "penitente claridad" y su falsedad:
para entrar en la vida basta una puerta
el otro lado sigue igual
nada que la luz no atraviese y oculte
nada que no sea la antigua y sagrada inexactitud (págs. 188-189)
Nada que no sea, por tanto, la poesía. Porque es ella la artífice que transforma lo físico en metafísico, la que tiende el puente que permite a la escritora encontrar la bisagra engarzadora de esas dos dimensiones del ser; bisagra que la poeta nos presenta en su poema "Lección de anatomía", donde lo material se hace inmaterial y a la inversa:
la carne convertida en paisaje
en tierra en tregua en acontecimiento
en pan inesperado y en miel
en orina en leche, en abrasadora sospecha
en océano
en animal castigado
en evidencia y en olvido (pág. 203)
En El libro de barro (1993-1994) y en Concierto animal (1999) la poeta prosigue esa exploración, revisitando el mismo camino de ida y vuelta de la luz a la sombra:
incorpóreo paseo del sol a lo umbrío
[...]
que me guía de la ceguera a la luz 17
dolor de corazón
objeto negro que encierro en mi pecho
le crecen alas
sobrevuela la noche
bombilla de azufre
sol miserable 18
Y finalmente su último libro, El falso teclado (2000), en el que la poeta realiza la definición concluyente: "el poema es mi cuerpo" 19 , y donde el propósito es, jugando con el sentido de un verbo que debiera aplicarse a la materia, "trillar lo invisible" 20.
En suma, desde los años 80 este itinerario poético se convierte en un viaje desgarradoramente carnal hasta las entrañas del ser para, desde ese pozo sin nombre, ascender hacia lo intangible. Aunque en Blanca Varela este viaje no es un ascenso místico sino más bien un tortuoso camino escéptico ante las trampas de la palabra y su material imperfección. Esas trampas son también las de la luz, que permite nombrar las cosas pero es indiferente a lo que ellas encierran. La opción, entonces, es la oscuridad, y, en correspondencia, el silencio como cauce expresivo. En su particular "noche oscura", impúdico, el laberinto fisiológico de la carne dirige el viaje poético de Blanca Varela a través de una propensión "ascendente y profunda" que lanza a golpes el alma contra la piel ("Fuente", pág. 50). Agobiante, ese paisaje orgánico se sublima sin embargo como paisaje poético en el que emerge, como dijo Octavio Paz, "una conciencia que despierta". De modo que, retomando los títulos de sus libros desde los años 80, el "ejercicio material" se convierte finalmente en un verdadero "concierto animal", cuyas notas suenan después en ese "libro de barro" en el que el protagonista es, en palabras de Varela, "el negro esplendor de la música carnal allí adentro, en el hueso del alma" (pág. 224). Música y carne, hueso y alma, jalonan el laberinto oscuro e iluminado de esta gran poeta que nos despierta siempre, lacerante y auténtica, en cada uno de sus versos.