Blas Matamoro es uno de los intelectuales de mayor prestigio en el ámbito hispánico y quizás uno de los ensayistas que más influencia ejerce en algunos medios académicos particularmente en España, donde se le conoce y admira. Desde finales de los setenta empezó a colaborar con la revista Cuadernos hispanoamericanos que dirigió hasta el pasado año. A raíz de su jubilación, la editorial Mirada Malva acaba de editar su libro Lógica de la dispersión o de un saber melancólico que se ha lanzado en Casa América en Madrid, donde también se le rendió un homenaje en el que participaron, entre otras figuras de prestigio, Fernando Savater y Fernando Rodríguez Lafuente. Asimismo la revista digital Ómnibus le dedica un dossier donde incluye artículos de sus compatriotas, admiradores y amigos como Juan José Sebreli, Reina Roffé, Noemí Ulla, Leonor Fleming y Santiago Sylvester. Narrador, traductor y crítico musical, destacan entre sus libros de narrativa, Hijos de ciego, Viaje prohibido, Nieblas, Las tres carabelas, Ambos mundos y Malos ejemplos; y de ensayo, La ciudad del tango, Oligarquía y literatura, Saber y literatura, Genio y figura de Victoria Ocampo. A raíz de la publicación de su libro Olimpo (1976) donde criticaba los mitos porteños, al decir de Juan José Sebreli, debió exiliarse en Madrid. En mi piso de Madrid donde tantas veces nos hemos reunido para conversar con amigos y experimentar con recetas de cocina, nos reunimos Blas y yo para hablar no sólo de su último libro, sino también de su vida, de sus aficiones, de la melancolía del saber, de lo disperso y de lo sistemático, que es de lo que trata su ensayo. Como siempre, es un placer, un privilegio, entablar una charla con él porque siempre, más allá de su extraordinario horizonte intelectual, nos ofrece una lección de vida, invitándonos a mirar el mundo de otra manera y a formular preguntas que modifican el objeto de que trata.
Consuelo Triviño - Llevas viviendo treinta años en España a donde viniste exiliado de Argentina por motivos políticos. ¿A qué te dedicaste durante los primeros años? ¿Cómo te acogió España?
Blas Matamoro - Acogida, en verdad, no hubo porque ya había pasado la época de recepción de los exilados que fueron llegando de una manera más o menos ordenada. Primero los chilenos y los uruguayos, con relaciones políticas más claras con los partidos españoles. La memoria que tengo de aquellos tiempos en Madrid es la de un provinciano, la de alguien que emigra de un lugar inferior a un lugar de mejor nivel y que trata de buscarse un espacio que no existe, pero que se puede imaginar. Me fui a vivir a una pensión. Después vino a vivir un amigo mío con quien compartí la habitación. La pasábamos muy modestamente. Eso fue en septiembre de 1976. No teníamos baño privado, había que compartirlo, pero la instalación era limpia y cómoda. Digo esto, porque no pasé miseria, aunque estrechez sí. Escribía para un periódico de Buenos Aires, La Opinión, que en junio de 1977 fue intervenido por el ejército. El diario se había fundado en 1970. Su director era Jacobo Timermann, detenido y torturado por la dictadura. Esa ocupación me permitía comer, además empecé a buscar trabajo en periódicos, en editoriales y revistas. Un editor argentino fundó una editorial Altalena y ahí me puse a trabajar en una colección que se llamaba "La Historia informal" y a la vez colaboraba donde podía. Escribí bajo seudónimo algunos libros muy utilitarios que publicaba la misma editorial. Hice traducciones y una vez redacté pericias que hacía un experto en pinturas para un remate, incluso, escribí un libro de memorias de un peluquero que firmó él, por supuesto, hasta que en diciembre de 1979 empecé a trabajar como redactor en la revista Cuadernos hispanoamericanos donde ya había empezado a colaborar. Y ahí siguió mi vida Madrid.
C.T. - Tú ya tenías una importante trayectoria intelectual en Argentina, habías publicado varios libros algunos de ellos muy polémicos. Supongo que estarías vinculado a algún sector de la izquierda. ¿En qué medida tu proceso intelectual se vio interrumpido con el forzoso exilio a España? ¿Cómo se modificó tu proyecto de vida?
B.M. - Yo no sé si se modificó o mejor se ensanchó, ya que tuve que adaptar mi vida y trabajar para, de alguna manera, ser reconocido. No tuve militancia política en Argentina, pero sí fui abogado de presos políticos y escribía dentro de una línea vagamente izquierdista revolucionaria, que ahora en la distancia me resulta difícil de definir. La Argentina es ahora ideológicamente un país muy confuso y creo que yo formaba parte de toda esa mescolanza y de esa confusión. Aquí, por ejemplo, lo que tuve que conocer y, en cierto modo, aprender es que la vida cultural española está mucho más estructurada que la argentina, es más sólida, más rica en recursos económicos pero, sobre todo, más fuerte desde el punto de vista institucional. Hay muchas más instituciones, más antiguas de lo que puede ser cualquier institución en Argentina y eso es un apoyo y también un condicionante. Hay una propensión a hacer carrera, a tener escalafón, a hacer cursos de honores y a convertirse en un burócrata de la producción cultural. Esto se ha ido acentuando con los años porque España se ha ido enriqueciendo, lo que afecta a los medios de las instituciones culturales que cada vez tienen más recursos y más instalaciones. Además, la vida cultural ha sido muy impregnada por otra cultura paralela, la del espectáculo, la fiesta y el bochinche. Todo eso es lo que fui aprendiendo, algo que para un escritor es importante, lo que es vivir en un país de la propia lengua, pero no del propio idioma. Esto amplía la competencia lingüística del escritor que aprende a usar más palabras y por lo tanto a elegir entre más palabras, y a escuchar la propia lengua hablada por otros acentos. En España hay muchos acentos y eso colabora a encontrar en la lengua soluciones sonoras, cadencias distintas de las que se traen por haber vivido en otras zonas de la propia lengua. Asimismo aprendí a conocer lo que es una sociedad vieja, incluso antigua. Esto es una novedad para un argentino, porque la sociedad argentina moderna tiene poco más de cien años, unos ciento treinta o cuarenta. Es una novedad llegar a un país donde la historia se mide por siglos, incluso por milenios, ya que tiene una enorme cantidad de restos físicos del pasado e incluso pleitos ideológicos y sentimentales planteados desde hace siglos y que no se han resueltos todavía. Uno se encuentra con la dimensión de algo muy distinto. Aquí aprendí a retraducir lo que para un argentino es Europa, es decir, la Europa diversa que se une y no la biblioteca o el museo que suele ser para un argentino.
C.T. - Estamos hablando de tu producción intelectual, del contexto en el que ocurre, de tu aprendizaje en esta otra orilla, pero hablemos ahora del receptor, del lector en quien piensas cuando escribes.
B.M. - Acá hay que hacer una distinción. Cuando yo escribo para el periodismo tengo que imaginar un lector a través del tipo de medio en el que estoy colaborando y también si me proponen un libro de divulgación que debe responder a ciertas líneas a un formato, trato de adaptarme a lo que se me exige. Si yo me pongo a escribir lo que puedo designar mi literatura, no tengo en cuenta el lector. Puedo imaginar un lector que soy yo mismo, leyendo lo que he escrito como si fuera de otro, pero nada más. No pienso nunca en un lector, no me preocupo, supongo que si yo leo y eso me gusta, está bien. Si leo y creo que entiendo algo de lo que he escrito, otro también lo podrá hacer, pero no pienso en escribir para que un determinado lector reciba eso.
C. T. - Tienes una obra ensayística importante con libros sobre teoría y crítica, como Saber y literatura, o sobre autores como Proust, Borges y Rubén Darío, además de numerosos ensayos de literatura española e hispanoamericana, por no hablar de tus libros sobre teoría y crítica musical. La obra que conocemos es extensa y también incluye géneros narrativos, como Las tres carabelas o Malos ejemplos, entre otros. ¿Qué pasa con esta parte de tu producción que poco se conoce?
B. M. - Pasa que está casi toda inédita. De cuanto he escrito, salvo Las tres carabelas, no se ha publicado en papel nada. Ahora en Internet, sí, y en España completamente nada. Tengo unas cuantas novelas, unas más largas que otras, no se cuántas, deben ser seis o siete y también colecciones de cuentos, unas cuatro o cinco. ¿Qué puedo decir yo de esos libros? Nada más de lo que los libros dicen. Me da la impresión de que cualitativamente son los mejores libros que he escrito, pero no sé si eso se debe al hecho de que con los años, si uno hace las cosas con suficiente modestia y ambición, aprende a escribir, lo que implica encontrarse con su propio dialecto. Esto es una búsqueda que tal vez lleva toda la vida porque es, a lo mejor, infinita en sí misma, lo cual no quita se vaya haciendo la obra y que se adquieran ciertas facilidades. André Gide decía que hay que huir de las facilidades y sobre todo huir del sí mismo, del creer que uno tiene una identidad perfectamente plena y de que puede hablar a partir de ella.
C. T.- En tus ensayos te ocupas de Proust, Celine y Gide, entre muchos otros. Me gustaría que hablaras de estos autores que parecen ser tus preferidos.
B.M.- ¿Por qué me gusta Proust? Porque después de la tercera lectura de su gran libro pareciera que hubiese leído por primera vez tres libros. Es como un edificio muy complejo, pero a su vez muy transitable, en el que el visitante necesita una linterna y evidentemente que cada lectura deja de lado algunos elementos. De otro modo no se explica que en otra lectura aparezcan novedades. Eso es lo que hace admirable a Proust, además, el ver que una obra tan extensa tiene una estructura muy coherente, aunque el discurso parezca difuso, caedizo y vacilante. Pero la estructura es muy precisa, el principio y el final están claramente fijados y esto se advierte al final de la obra. Además, hay constantemente obsesiones que están muy bien identificadas, motivos conductores que van guiando la composición de una gran sinfonía, de un gran poema sinfónico.
Celine, me parece un escritor curioso, pero me interesa menos y Gide no es que me guste, pero sí me interesa su planteamiento del yo como un espacio utópico, como una búsqueda, una forma de viaje hacia una tierra que se desea pero no se encuentra nunca y que de algún modo va convirtiendo el viaje en camino. Me gustan los escritores o muy sistemáticos, como es el caso de novelistas como los ingleses, Thomas Hardy, Walter Scott, Henry James, que es anglosajón, aunque no inglés; o todo lo contrario, dispersos o fragmentarios como Paul Valéry que no ha escrito mucho, algunos poemas y fragmentitos, que se pueden sistematizar; y es también el caso de Montaigne, de cierto Adorno, el de la Minima Moralia y algunos aforistas como Lichtenberg o Antonio Machado y Pessoa con sus heterónimos. De alguna manera, Borges, que salvo su libro sobre Evaristo Carriego, no ha escrito ningún libro porque todos son misceláneas. Me gustan los dos extremos de la literatura, la literatura como sistema y la literatura como fragmento. El pensamiento que puede ser construido en un sentido y en el otro. Hegel de un lado y Nietzsche del otro. Éste es un escritor de textos relativamente breves que parecen dichos por voces muy distintas y frecuentemente contradictorias, que no buscan una solución de sus contradicciones, sino una puesta en escena de las mismas. Después, el caso de Ortega que toda su vida quiso escribir un sistema de la razón vital que no le salió nunca y fue dejando estas aproximaciones, a veces en forma de crónicas meditadas, como es el caso de El Espectador, y otras en forma de artículos o ensayos breves que se podrían reunir en un libro y que lo son solamente por la forma física que tienen, sin ser exactamente volúmenes.
C. T. - Sobre estos autores y estas lecturas vuelves en el libro que se acaba de publicarse y que da lugar a esta entrevista, La lógica de la dispersión o de un saber melancólico. Asombras al lector no sólo por tu capacidad de síntesis, tu agudeza a la hora de trazar trayectorias y atravesar épocas. Como dices, pensar es señalar relaciones. ¿Este libro puede leerse como una síntesis de tu vida?
B. M. - Sí, el libro requiere muchas lecturas que se van organizando unas a las otras. Ese trabajo de lectura lleva toda una vida de lector. Efectivamente, se puede considerar así, además tiene una historia muy curiosa porque yo lo escribí a fines de los años ochenta, y por una serie de accidentes no llegó a manos de un editor que definitivamente lo publicara hasta el año 2006. Es decir, que pasaron más de quince años entre que yo me puse a redactar aquello y que se imprimiera. De manera que lo pude releer como si fuera el libro de otro, en cuanto la última lectura está quince años distante de la penúltima y por eso lo pude pulir con toda comodidad. Estas cosas ocurren por algo pues, como dice el refrán, no hay mal que por bien no venga. Los proyectos de publicación que no se realizan permiten al escritor guardar un original y releerlo cuando está en las mejores condiciones para hacerlo, cuando más o menos ha olvidado gran parte de lo que tenía hecho. Ese libro empezó siendo un intento de ensayo sobre la posmodernidad, que estaba de moda y ahora ha decaído bastante, porque las modas no pueden envejecer. Como decía Cocteau, las modas mueren jóvenes. Cuando empecé a examinar lo que se llamó pensamiento posmoderno me encontré con que no era tan posmoderno, que tenía antecedentes y que su intento de formular un discurso fragmentario sobre el mundo actual lo vinculaba a otros intentos de pensamiento fragmentario, discontinuo, intermitente, disperso. Empecé a bucear por ese lado y llegué hasta los griegos, pasando por Montaigne que es el perno del libro, o que se convirtió. No era lo que yo pensaba hacer al principio, pero los libros se van haciendo en diálogo con el que los va escribiendo.
C. T. - Con Montaigne se plantea una formulación clave del libro, la de que el lenguaje es el lugar del ser. Me gustaría que ampliaras esta idea alrededor de la cual ha especulado el pensamiento posmoderno.
B. M. - Claro, porque el ser, como tal ser, no aparece nunca en sí mismo, es decir, no es un objeto que se pueda aislar o considerar como tal, pero sin embargo, está actuando en todo lo que la palabra dice. En el lenguaje Montaigne encuentra el nudo que une toda esa fragmentariedad de su pensamiento respecto a los problemas del ser humano. Quién es el que va a decir eso que va decir. Cuando él dice, moi je suis moi même, le sujet de mon livre, está diciendo "soy el sujeto de mi libro" en el sentido en que soy el tema de mi libro, el sujeto que lo hace, que lo sujeta, pero a la vez Je suis le sujet quiere decir también "estoy sujeto por el libro", el libro me sujeta, me constituye. Ahí hay un vaivén dialéctico que me interesa muchísimo y que lógicamente tiene una concreción privilegiada en ese libro que él llama Ensayos, es decir, intentos, pues no trata de nada en concreto y trata de todas las cosas, como una puesta a prueba de lo que va a decir, no como un decir definitivo, no como lo dicho.
C. T. - Entre las cosas que dices sobre el barroco, cuando Europa está centrada en los grandes acontecimientos, el Descubrimiento y la Reforma, me llama la atención eso de que la tierra se convierte en un lugar de exilio y de tránsito. ¿Lo es también en este presente?
B. M. - Sí, porque los viajes ahora son más frecuentes y más accesibles a más gente. El planeta es más transitable, lo cual no quiere decir que sea más habitable, aunque evidentemente nunca ha habido tanta gente viva en el planeta como ahora y ese es un signo de habitabilidad. El tránsito tiene que ver con dos cosas, una que es el carácter migratorio del ser humano, desde lo que podemos saber de nuestros antepasados que parece que vienen todos del Africa nor occidental, de Mauritania de donde siguen viniendo los cayucos. Pero en el sentido de irse por la tierra firme... Desde que se pueden registrar esos remotos antepasados nuestros, se ve que el hombre ha estado migrando constantemente y que por eso ha podido poblar el planeta. A veces lo ha hecho de una manera muy rudimentaria, a pie y en grandes expediciones muy estructuradas y planeadas. Eso, por una parte, es el tránsito; por otro lado, es el encuentro con lo extraño, algo que siéndolo también es siniestro, que suscita la extrañeza al descubrir la familiaridad. Es decir, que uno se encuentra con otros humanos que le son extraños y que además son sus semejantes. Ese podría ser el elemento del exilio, no entendido en el sentido barroco del hombre exilado porque su verdadera patria no es este mundo, sino en el reino de los cielos, el transmundo, esa perdida eternidad y perennidad de todo lo que existe para siempre, sino el exilio en el sentido de "irse de", que tiene siempre un elemento de impulsión, aunque uno se expulse a sí mismo. El irse de determinado lugar para situarse en otro tiene, entre otras cosas, una connotación de expulsión.
C. T. - En tu libro he podido identificar algunas simpatías con la estética barroca que tienen que ver con la concepción del arte como artificio. ¿Es esta tu concepción del arte?
B. M. - Sí, el arte por definición es artificio en relación a algo que está hecho por el hombre, y que no está dado por la naturaleza. Como artificio, es algo que se incorpora al mundo. Entonces, también forma parte del sistema de las cosas y se instala en el mundo como si fuera algo más de la naturaleza, como una segunda naturaleza. Por tanto, tiene una doble característica: salirse de lo natural y renaturalizarse en artificio. En el barroco lo que pasa es que el artificio está impuesto de una manera muy subrayada, es el arte que está diciendo todo el tiempo a quien lo recibe, esto es un artificio. Pero también es un arte que propende a la inclusión del que está leyendo, del que está mirando.
C. T. - Al leer el último capítulo da la impresión de que ves el final del XX, y el principio del XXI, como un viaje hacia el caos, hacia una confusión babélica. ¿Quizás por la cantidad de discursos que proliferan, por el ruido que nos aturde? ¿Es el inconsciente imagen del universo y viceversa?
B.M. - Lo que estás diciendo se refiere a algo que ya hemos esbozado al hablar del ser y del lenguaje. El ser y el lenguaje están en todas las manifestaciones pero no pueden aislarse como objetos. Lo mismo pasa con el universo y con el inconsciente. ¿Por qué no podemos aislar el universo como un objeto? Porque para aislarlo como objeto tendríamos que ponernos nosotros como sujetos y entonces le sustraeríamos al universo un elemento y así dejaría de ser universo. Por eso dice Borges que el universo es inconcebible. Podemos nombrarlo, pero no concebirlo. En cuanto al inconsciente, pasa lo mismo. Hay algo que llamamos inconsciente. Ese algo está cargado pulsiones, es energético, pero no nos dice nada directamente, sino que hace decir al lenguaje que es donde aparecen todos los empujes, los empellones que da. El inconsciente, como tal, tampoco se puede aislar ni mostrar como un objeto, así como decimos, ese árbol o ese animal. Entonces habría un retrato de familia donde estarían estos cuatro elemento: ser, lenguaje, inconsciente y universo que son los acicates del saber, pero que además le proponen a ese saber una meta utópica, algo hacia lo cual se encamina, y que no va a alcanzar nunca. Sin embargo, perseguir ese lugar utópico es muy productivo porque en el camino se van descubriendo otros objetos. Desde luego, esta es la perspectiva de lo que podríamos llamar el sujeto occidental, entendido el occidente como un convencionalismo. En la otra opción, el saber del lenguaje y del inconsciente es posible, pero lo es por una vía mística que es la negación del inconsciente y de la historia. En la fusión que es la propuesta de la mística, el sujeto, el universo y el inconciente se funden, es decir, que el sujeto desaparece como tal, y el lenguaje se deja de lado porque es insuficiente y la historia no se puede contar.
C.T. - Respecto a la ciencia, sugieres que en el siglo XX tocó fondo, al intentar una explicación del universo desde la razón y el método positivista, en tanto el universo es discontinuo, es decir que se está haciendo, en la medida en que se modifica permanentemente. ¿Te parece negativo el futuro de la ciencia?
B. M. - Al contrario, es muy positivo en el momento en que entra en crisis justamente la fe positivista, en el momento en que la ciencia se de cuenta de que puede tocar fondo y en el que se cuestiona su idea de lo universal. Sin renunciar a su afán de objetividad, su propuesta puede ser enunciar principios comprensibles para la totalidad de los seres humanos. La ciencia advierte que se tiene que manejar más con hipótesis que con contrastaciones. Es decir, más con lo que se proyecta que con lo que se está haciendo y ahí aparece el invento: el encuentro de algo inesperado. El científico busca sin saber que lo busca. Entonces se produce una cierta sensación de asombro que ya Aristóteles describe y que es el primer sentimiento del sabio.
C. T. - ¿El arte es la salida de esa encrucijada en la que se encuentra la ciencia, o mejor, la íntima relación entre la ciencia y el arte?
B. M. - Si, está bien entendido porque creo que tu lectura apunta a esto, a que la ciencia busca fórmulas y éstas son soluciones de forma, de contorno, de perfil, son trabajo de conformación. Se trata de algo mucho más que artístico, de algo estético. No en el sentido de estéticas particulares que resuelven lo relativo a la belleza o la fealdad, sino en el sentido filosófico de la palabra. Es la búsqueda de los confines, los límites que pueden dar información a lo que se puede objetivar. Un objeto se puede objetivar en la medida que tiene contornos y ese perfil, esa silueta, es un problema que se resuelve estéticamente. La ciencia, como tú decías, tiene por objeto el conocimiento universal, esto es, objetos que son los mismos para todos los sujetos, es decir, que estén determinados por categorías que los hagan objetivos. Esto es lo que hace que la ciencia siga funcionando en su devenir. El quehacer de la ciencia tiene soluciones estéticas, pero no inciden definitivamente sobre el objeto, porque el objeto es inalcanzable, sino que son el devenir de los objetos que la ciencia misma va produciendo. Desde que la ciencia ha renunciado a creer que puede formular leyes universales se fija más en lo hipotético que en lo tético, más en lo que se da por supuesto y que produce determinado discurso que va a conseguir como verdad. Claro que hay un acercamiento a la verdad que no es tal verdad, pero que genera verdades contrastables, como en el caso de la ciencia, ya que siempre esta obligada a demostrar lo que dice. El arte en cambio no está obligado a demostrar lo que dice, ya que se trata de un decir que se conforma. Pero no hay que confundir ciencia con técnicas locales o con tecnologías. No es lo mismo el conjunto de las tecnologías que son siempre un instrumento. Lo que la ciencia persigue es llegar a través del instrumento a determinada verdad, que siempre estará sometida a la crítica y a la demostración.
C. T. - Esta sería la conclusión a la que llega tu ensayo sobre "un saber melancólico" ¿Por qué la segunda parte del título?
B. M. - Justamente porque el objeto definitivo del saber es algo que se imagina como perdido, algo que se tuvo y ya no se tiene. Frente a esa pérdida hay una actitud melancólica. Yo supe, pero ya no puedo volver a saber lo que supe, ya no siento esa paradisíaca plenitud. Por eso el paraíso es siempre el paraíso perdido. En todo saber está presente la melancolía del origen, el lugar donde se estuvo y ya no se puede volver. Pero en verdad allí no estuvimos nunca. En ese sentido el origen es mítico y como todos los mitos, debe ser narrado. Además, es el acicate de todos los saberes. Si no existiera la mitología del pleno saber, del conocimiento absoluto, no nos moveríamos para conocer nada.
C. T. - Nos hemos centrado en Blas Matamoro ensayista, en el intelectual, pero no hemos hablado del sujeto de ese "moi" que además de pensar, te habita, que vive, siente y se conmueve en Madrid donde también eres un crítico musical muy reconocido. Tu relación con la música, sin duda, hace parte de la vida cotidiana. Cuéntame algo de esa otra faceta de tu ser.
B.M. - La música lo que propone son unos signos plenos frente a la palabra que nunca es suficiente. La música siempre está llena de sí misma y coincide perfectamente con el tiempo que dura. En cambio, la palabra nunca coincide consigo misma porque paradójicamente siempre está llena de huecos, es porosa. La música siempre termina de decir lo que dice porque en ella está todo dicho. La palabra está permanentemente hostigada porque la plenitud no la alcanza nunca. En esa confluencia de la plenitud y la oquedad el escritor puede hacer algunas cosas. Yo hago lo que puedo, como todos los escritores. Como todos, sin duda, percibo la cantidad de elementos musicales que la palabra tiene. La solución formal de un texto pasa por encontrar tonalidades, modulaciones, cadencias, disonancias, consonancias, armonías y, finalmente, el silencio que es la interrupción del discurso. Eso constantemente está en la tarea de escribir y yo por lo menos me siento bastante acompañado por ese acicate, por esa seducción constante de lo musical en el lenguaje. En definitiva, la solución formal del lenguaje pasa por este tipo de conformaciones.
Por otra parte, en el ejercicio de la escritura está siempre presente el cuerpo y el cuerpo, a la vez, en el tiempo. El tiempo corporal emite sensaciones que no son verbales. Es decir, el cuerpo tiene una sensación de presencia, percibe temperaturas, olores, ruidos, sonidos. Toda esa trama de percepciones, que nos están dadas en la síntesis corporal, de placeres y dolores, de tensiones y serenidad, de ansiedades y de pausas, integran la tarea del escritor. En ese sentido el escritor es un músico que no puede ser músico y también un arquitecto que no puede ser arquitecto, alguien que estructura el vacío poniéndole confines a ese vacío. Es decir, formaliza el espacio, algo que no tiene límites ni consistencia inmediata, pero está en todas partes y admite ser confinado por la arquitectura.
C.T. - Las personas que te conocemos envidiamos tu asombrosa capacidad de trabajo que no riñe con la cantidad de tiempo que dedicas a los amigos. ¿Cómo distribuyes ese tiempo? ¿Cómo se integra tu copiosa producción intelectual en tu vida cotidiana?
B.M. - Quizás porque no fijo horarios y por no separar las actividades. Yo estoy escuchando la música a la vez que estoy pensando a partir de la música. Si estoy pensando, también estoy buscando soluciones musicales a mi pensamiento. Por otra parte, muchas de estas soluciones formales se dan al despertar de un sueño, cuando podemos encontrarnos con algo que no buscábamos o que buscábamos sin saberlo. Es decir, lo que se llama invención, que es el encuentro de lo inesperado y que tiene un elemento siniestro porque por un lado parece extraño, pero por otro resulta familiar. Esas tareas que estás diciendo, que se pueden enumerar de manera puntual, se dan a la vez y probablemente ocupan todo el tiempo de mi vida. Cuando quiero escribir, escribo, cuando no, de algún modo lo estoy haciendo, porque estoy elaborando lo que algún día podría ser resuelto en la escritura.
C.T. - En toda esta actividad en la que al parecer te acercas a la plenitud y que se concreta en tu ejercicio intelectual, ¿qué lugar ocupa el amor?
B.M. - Hay miles de maneras de definir el amor, vamos a elegir una: el amor como empatía, como simpatía, como reconocimiento de una parte de uno en el otro. En ese sentido podría ser el elemento que mueve lo que está fuera de uno mismo, lo que permite que uno mismo no sea uno mismo, sino que sea varios y que no sea siempre el mismo. Hay algo de mí que está fuera, lo busco y lo encuentro, a veces lo busco y no lo encuentro, a veces me equivoco. Todas estas felicidades y desazones, propias de la vida amorosa, son lo que hacen posible el amor. No hay un mundo sin la querencia, sin alguien a quien querer. El amor, en ese sentido, es el ejercicio de un señorío. Cuando digo yo te quiero estoy ejerciendo ese señorío respecto a algo o a alguien que quiero. Pero también es una servidumbre porque ese querer a alguien te sujeta a lo que quiero, a quien quiero.
C.T. ¿El amor también podría traducirse en compartir veinticinco años de la vida con una persona, como en tu caso?
B.M. - Sí, pero teniendo en cuenta que quienes comparten no son siempre los mismos porque con el tiempo se van modificando, porque la relación también los va modificando y la relación cambia. Hay algo que se mantiene que es esa fidelidad a la persona pero, por otro lado, hay algo que se modifica que es la persona misma. Lo que permanece no es algo definitivo, sino algo que fluye y que se detiene con la muerte, pero lo que fluye es lo que también va oxidando todas las manifestaciones de ese querer. De alguna manera, el amor es también la marca que nos salva del olvido. Aquel a quien hemos amado, aunque dejemos de quererlo, nos marca de una manera indeleble y pertenece al orden de lo inolvidable.
C.T. - Con una vida plena de realizaciones, como parece ser la tuya, ¿qué frustraciones te quedan?
B.M. - Algunas ya las he enunciado. Me hubiera gustado ser arquitecto, músico, también cocinero porque la cocina es una actividad que nos permite zafarnos del lenguaje. Hay allí una plenitud de la materia, porque al cocinar se produce una metamorfosis, la materia se va transformando y en el acto de cocinar intervienen todos los sentidos. Olemos, podemos probar el sabor de lo que estamos haciendo, la temperatura y hasta escuchamos los sonidos que produce el alimento que se está transformando. Una cuarta frustración sería, la de ser bailarín o futbolista. Me hubiera gustado poder hacer con mi cuerpo lo que hacen un bailarín o un futbolista, es decir, darle una forma al movimiento.