No recuerdo la fecha exacta en que conocí a Blas Matamoro. No tengo buena memoria para los amigos que parecen haber estado ahí desde siempre. Quizá haya sido hacia fines de los ´60 o principios de los ´70, es decir, no menos de 35 años atrás, en algún lugar impreciso de Buenos Aires que bien puede haber sido una de las editoriales en la que yo trabajaba, o el piso en que vivía Blas en el barrio de Once, o algún café ocasional. Un poco más tarde me di el gusto de publicar un libro suyo en una colección de narradores que dirigía en ese tiempo, y después contribuí a que se incorporara a La Opinión, el diario al que yo mismo había entrado con anterioridad. Lo demás es historia conocida: Blas se desterró a España, ganó una nueva patria sin perder la anterior, en tres décadas publicó muchos libros en todos los géneros, dirigió hasta ahora mismo (en que se jubila) Cuadernos Hispanoamericanos, y construyó una magnífica carrera intelectual cuyos detalles me exceden, y que solo puedo, a la distancia, aplaudir. Como el código de la amistad y de las variadas afinidades había quedado sellado entre los dos, en estos años nos vimos siempre que yo viajé a Madrid, y siempre que él vino a Buenos Aires; de alguna forma yo pude colaborar con él, y él, conmigo; también ayudaron a que el hilo no se cortara el correo por avión, el teléfono y, más recientemente, el e-mail. Sin embargo admito, como pérdida inevitable, las intermitencias de esta relación, la imposibilidad de llamar al amigo cuando nuestro país se derrumbaba o renacía, el no haberlo podido convocar más directamente para tantas aventuras literarias o culturales en que habría hecho falta su talento. El, por suerte, lo valorizó ampliamente en su nuevo destino. Sus ganancias compensan mis pérdidas.
No hablaré aquí del Blas polígrafo, del erudito discreto y del sabio distraído y del apasionado tranquilo (y tantos otros oxímoron), ni del especialista en todas las cosas imaginables en materia de literatura, filosofía, psicoanálisis y cultura popular, entrañable buceador de Thomas Mann y Schumann, de Gardel y Victoria Ocampo. No hablaré de ese Blas pero me doy cuenta de que ya estoy hablando. Sí hablaré, y no dejaré de hablar, del Blas familiar e inolvidable que conocí y disfruté en tantos momentos, desde las veladas en Madrid con ese extraordinario y hospitalario compañero suyo que es Fernando Fraga hasta los encuentros en Buenos Aires de los que añoro jornadas compartidas con Claudio Magris o simples caminatas por las calles de la ciudad, desde el Barrio Norte hasta llegar, desandando el pasado, otra vez, al Once. Espero, ahora que Blas se convertirá en un honorable señor jubilado, que olvide por un tiempo, o que recorte un poco su inmensa capacidad y voluntad de trabajo, y que pueda dedicarnos a los amigos, en Buenos Aires o Madrid o cualquier parte del mundo, más de su afecto y amistad. Como por mi lado nunca he dejado de tenerlos, reconozco aquí un defecto que no puedo esconder: soy insaciable.