Al haber trabajado con Blas durante dieciséis años, he podido conversar con él muchas horas y de muchas cosas. Además de la actualidad política, los numerosos trabajos que teníamos que leer alimentaban el diálogo y, gracias a ello, yo he aprendido, casi sin proponérmelo, muchas cosas. La redacción de Cuadernos Hispanoamericanos no ha sido nunca tan pretendida como la de la Nouvelle Revue Française o la de Ínsula por los años cincuenta, Cuadernos siempre ha tenido algo de marginal, quizás por pertenecer al Estado, pero no ha sido ajena al diálogo y a editar a muchos de los que luego han sido buenos ensayistas y poetas, desde los primeros artículos de los jovencísimos José Ángel Valente, Fernando Savater o Jordi Doce (por citar en ellos a tres generaciones). Una revista es un lugar fijo por el que se mueven las ideas, las gentes, y gran parte de los horrores literarios que bien o mal se le oculta al público. Los que hacen una revista son una suerte de hígado, en mejor o peor estado. Tanto los productos lúcidos y ejemplares como los oscuros e impresentables fueron desde un principio motivo de conversación con Blas, porque no sólo lo excelente excita, a veces da más jugo algo sin hacer, y de ese modo, de observación a digresión, hemos recorrido buena parte de las literaturas hispanoamericana, española, y grandes sectores de la europea; y, naturalmente, yo me he beneficiado mucho de ello, o espero haberlo hecho, porque pocos hombres de letras actuales conocen tantas literaturas con la familiaridad y exigencia con que las conoce Blas.
Algo que le caracteriza, y que forma parte de lo mejor de la intelectualidad argentina, es su cosmopolitismo; es decir: la facilidad para encontrarse en casa en otros sitios distintos del que uno viene. He observado a lo largo de los años, por sus libros y por su conversación, que para Blas la casa de la literatura, a diferencia de tantos lectores nacionalistas, es un devenir, es decir: lo que la imaginación me trae, no lo que heredo de la tradición vernácula. Así que podemos encontrar a Blas más en su casa con Colette, Thomas Mann, Proust y Montaigne que con algunos famosos escritores vecinos un poco ruidosos. Y estar realmente como en su casa significa, entre otras cosas, saber dónde queda todo, quiénes pululan por ella, conocer la jerga que le es propia. Para habitar de verdad una casa hay que haber vivido en muchas otras, conocer el entorno. Si ustedes leen, por ejemplo, su libro sobre Rubén Darío, verán que Blas ha vivido en el Buenos Aires y en el Madrid de otra época que no es la suya histórica. Y si leen Puerto fronterizo. Sobre la novela familia del escritor, asistirán a los entresijos de algunos escritores como si asistieran a una sutil y enredada historia intramuros, donde Blas se entrega, a veces con riesgos de verse atrapado en los enredos familiares, a las imaginaciones del cuerpo, sus metáforas y reflejos: laberinto casuístico y drama de ser o no ser el sueño y el deseo del otro. En alguna medida, Blas Matamoro ha explorado una larga herencia que viene de una obra de Schakespeare (y que tiene sus antecedentes en la tragedia griega) Hamlet, obra, por cierto, que dos compatriotas suyos, nada psicoanalíticos, pero no exentos de humor (Borges y Bioy Casares), encontraban lamentable.
Los escritores rara vez se jubilan, aunque hay casos prematuros, como puede ser el de Rimbaud, cuando apenas contaba veinte años, rechazándose a sí mismo al olvidar las ilusiones y su sombra infernal. Pero por regla general es cierto que un escritor sigue activo incluso cuando no escribe, porque ya ha adquirido el hábito de apalabrarlo todo, y luego no se sabe ya hacer otra cosa. Blas Matamoro ha apalabrado todos los años de su vida, y ahora que ha alcanzado tan alto júbilo no parece dispuesto a entregarse a la pura substancia. Al fin y al cabo todo verdadero escritor es un ser apalabrado: a fuerza de construir mundos, incluso desde la actitud analítica (que también es una construcción) se inventa a sí mismo. Blas ha escrito mucho sobre novela y poesía, sobre música, pero también de manera sesgada sobre filosofía, historia, sociología, psicoanálisis: si recorriéramos con rapidez sus libros no tardaríamos en verle aparecer a él, pero como flâneur de muchos mundos urbanos. Hacer sus libros ha sido una forma de hacerse a sí mismo.
Hay escritores que son sobre todo grandes conversadores, que se agotan en sus charlas, en sus diálogos y monólogos y cuando se acercan al papel tienen la nostalgia del interlocutor y, quizás decepcionados, lo apartan. Blas, que es conversador, pero comedido (incluso a veces es enigmáticamente silencioso), encuentra en la labor solitaria de la escritura su lugar del alterne. Alguna vez escribí sobre él diciendo, con seriedad, que era un escritor de alterne. Han pasado los años y no veo que haya perdido la costumbre. Ahora, al leer un pequeño pero notable y denso libro ensayístico de Blas, Lógica de la dispersión o sobre un saber melancólico, he visto que él mismo hablaba ya hace tiempo del pensamiento como del hábito de alternar, de encontrarse con el otro. La propia fragmentación de la errancia de la palabra hace que el uno primordial se fragmente y se transforme, siendo uno y el otro: una búsqueda de identidades y fijezas momentáneas. Nadie que de verdad escribe lo hace solo, nadie que de verdad piensa puede pensar con su sola cabeza: el que piensa solo es en realidad, y etimológicamente, un idiota. Octavio Paz, muy leído por Blas, escribió un libro titulado Corriente alterna, título que de no adelantársele el gran poeta mexicano, podría haberlo utilizado Blas para un conjunto de sus artículos y crónicas, porque eso es lo que se produce cuando hay una verdadera actividad intelectual, una corriente que va de un lado a otro, del libro al lector, de la idea del otro a mi recepción de un concepto que se transforma cuando lo pienso. En este sentido recuerdo ahora las magníficas crónicas que durante muchos años Blas publicó en la revista Vuelta, de México, y que alguien debería recoger y publicar en forma de libro. Ahí encontraríamos algo que Blas Matamoro probablemente no se propuso: el levantamiento de una ciudad. Con esta faceta suya acabo: la del cronista que mira en todas direcciones mientras avanza por la página que escribe, mientras se inscribe él mismo en esa gran ciudad imaginaria: el libro.