En los días finales de 1976 (hacia octubre o noviembre de ese año que transformó la vida de miles de argentinos) en la barra del café del todavía Instituto de Cultura Hispánica, se me acercó una mañana otro argentino. Alto, miope, con la tez rosada y notablemente tímido. "¿Horacio Salas?", preguntó casi en un susurro. Era Blas. No pudimos charlar mucho tiempo, porque yo debía regresar a las clases de lingüística de la beca que me ayudaba a sobrevivir. Pienso que desde aquel día somos amigos. Yo había leído sus libros sobre el tango, sobre Borges, y sobre Gardel, lo mismo que sus siempre eruditos artículos periodísticos, pero pese a ser colegas, no nos conocíamos personalmente.
Como las del exilio son amistades de náufragos, comenzamos a vernos muy seguido. Pronto me nombraron redactor de la revista Cuadernos Hispanoamericanos, donde comenzaron a destacarse las colaboraciones de Blas y -cuando a fines del setenta y nueve- en el Instituto decidieron ascenderme y trasladarme a otra área, el director de la revista, José Antonio Maravall, me pidió un nombre para reemplazarme. El perfil solicitado por Maravall era el de alguien que conociera la literatura latinoamericana; sin darle tiempo a terminar, le respondí convencido: "Matamoro sabe de todo, no solo de literatura". Intuí cierta desconfianza en su mirada. Cuando Maravall se entrevistó con Blas, advirtió que no le había mentido y en poco tiempo supo (estoy seguro) que había ganado con el cambio.
Desde su nombramiento en Cuadernos, y hasta mi regreso a la Argentina en octubre de 1983, nuestro desayuno diario en el Instituto se transformó en un rito (que echo de menos). Entre los amigos que quedaron en España, Blas fue el hueco más notable.
Treinta años de amistad que incluyen un diálogo que se retoma en cada viaje, tanto suyo a Buenos Aires, como mío a Madrid, han solidificado una relación sin altibajos a lo largo de treinta años, que en lo personal me enorgullece, porque no es cosa de todos los días ser amigo de un hombre que une a su enorme erudición, un pudor, una discreción, que le permiten -le han permitido siempre- eludir toda soberbia y pedantería.
La Argentina, que suele darse el lujo de expulsar a los mejores, hace treinta años arrojó al exterior a una de sus cabezas más lúcidas, la de uno de los pocos renacentistas que quedan en un mundo exageradamente dado a la especialización. España lo cobijó desde entonces. Ahora se jubila como director, desde hace una década, de Cuadernos.
Blas, en la medida en que también soy tu devoto lector, me alegro de tu jubilación: tendrás más tiempo, llegarán más libros y más artículos, más vueltas de tuerca sobre literatura, música, ópera, pintura, historia y otras variadas yerbas. Esas opiniones que solés largar como al descuido y que siempre me descubren un ángulo inédito, una perspectiva inexplorada, un reflejo novedoso. Era hora de que te confesara a vos algo de la admiración que otra gente me ha escuchado hasta el cansancio.
Felicidades Blas, vos nunca tendrás que darle de comer a las palomas en un banco del parque para no aburrirte. No te preocupes por tu nuevo estado: algunos jubilados todavía somos unos pibes.