Cada colombiano de este tiempo tiene su Gabriel García Márquez personal. Es la oportunidad de haber vivido en nuestra época como contemporáneo suyo. Es el García Márquez de aquel día en que lo conoció. La noche cuando leyó su primer libro. La emoción que sintió cuando supo la noticia del Premio Nobel. La expectativa por sentirlo de nuevo reportero, en cada escrito suyo para la prensa. El orgullo de tener un libro suyo autografiado o una foto con él, aunque sea en la fugacidad de un cóctel. O la muchacha que al verlo, por la ventanilla de automóvil a automóvil, se asustó tanto que apenas si atinó a gritarle: "¡Usted no existe!". Sin saber cuál es el Gabo suyo, éste es el mío:
Corría 1965 y apenas empezábamos el bachillerato. Era en un pueblo cafetero del Tolima, el Líbano, bajo el sombrío de cafetales andinos, tutelado por las nieves del Nevado del Ruiz y muy lejos del mar. Entonces llega un profesor de literatura y nos dice a los que nos apasionábamos con Silva, Rivera y Barba Jacob: "Yo tuve un compañero de bachillerato y escribió un librito y ténganlo para que lo lean". Y nos entregó la primera edición de El coronel no tiene quien le escriba, en papel periódico, publicado en Medellín por Aguirre Editores. Empezamos a leerlo con escepticismo y lo terminamos con asombro. Era increíble. Le quitamos al centro literario el nombre de Jorge Isaacs y le pusimos el de Gabriel García Márquez. Ya desde entonces no sabíamos elaborar ficciones pero teníamos la facilidad y el olfato para saber quién hacía las mejores del mundo. Y eso sucedió dos años antes que apareciera Cien años de soledad y muchos años antes que las élites nacionales se rindieran a sus pies, maravilladas más por su prestigio universal que por la gozosa lectura de su obra literaria.
Y pasaron los años y leímos y amamos toda su obra y fuimos periodistas y lo conocimos y lo entrevistamos. Y fue un día en Nueva York cuando llegamos hasta el hotel Waldorf Astoria donde estaba García Márquez hospedado, de paso hacia Tokio donde iba a entrevistarse con Akira Kurosawa para la posible realización en cine de El otoño del patriarca. Como Mercedes había salido, García Márquez nos invitó a cine. Fuimos a ver Sueños, de Kurosawa, en un teatro de la Sexta Avenida. Por fortuna al Nobel se le quedó la cartera y tuve la oportunidad de pagar las boletas.
Sólo yo, el hijo de mi mamá, con el Nobel entre la penumbra del cine. En la pantalla los Sueños, de Kurosawa, y la secuencia del muchacho que se funde con el rostro de Van Gogh. Y yo allí, mirando de reojo más a García Márquez en matiné y en Nueva York, y afuera se doraba el otoño en el Central Park. Fue tanta la emoción y la admiración por él y por ese momento, que por primera y única vez en mi larga vida de varón machista tolimense, sentí el impulso de cogerle la mano, como a aquella novia en el cine del pueblo, para decirle que era mucho lo que lo admirábamos y que era mucho lo que lo amábamos y que gracias por existir.