A Gabriel García Márquez le pertenecen el orgullo y el placer de la creación. Antes que cumpliera cuarenta años escribió un libro que rápida y ampliamente fue acogido como una obra maestra, un trabajo muy original que se volvió ineludible. Sólo en retrospectiva es que sus primeros trabajos -viajes cortos, morbosos y fantásticos de su intrépida imaginación- pueden ser reconocidos como gérmenes de lo grandioso, anticipaciones de Cien años de soledad.
La población de Macondo, oscura, estancada, y aun de vida intensa, juega el papel de metáfora para toda América Latina con el realismo mágico como el método perfecto. Con exuberancia y de manera directa, intrincada y casual, la prosa se desata como si un mago usara su hechizo para abrir el aposento de la experiencia humana. Una frescura primaveral formó parte del milagro de haber descubierto un Nuevo Mundo ya decadente y saqueado aunque aún reciente, con ese primer párrafo en el cual aprendimos que "muchas cosas no tenían nombre y con el fin de nombrarlas era necesario señalarlas".
Obtener el éxito extremo muy temprano en la vida puede llegar a ser una carga, pero García Márquez después de Cien años de soledad continuó innovando con su ficción, y ninguno de sus libros se asemeja a otro: ni los intrincados e inmensos párrafos de El otoño del patriarca, retrato amargo y compasivo de un tirano en Latinoamérica; ni la rápida y deprimente novela Crónica de una muerte anunciada; ni el romance tierno y prolongado de El amor en los tiempos del cólera; ni la misteriosa y angustiada historia de ficción de Del amor y otros demonios; ni el periodismo mágico, como llegó a serlo, de Relato de un náufrago; ni diversos volúmenes de su autobiografía poetizada; ni su más reciente Memoria de mis putas tristes, de menos de cien páginas pero repletas de un sentimiento lúgubre. Todas estas invenciones y mutaciones de método son características de una prosa que, habiendo sido traducida a un inglés hábil, tienen la fuerza, la dignidad y la economía flaubertiana, el ímpetu de le mot juste que llega sin apuro ni ostentación.
Dos cualidades contradictorias distinguen la imagen que García Márquez proyecta sobre el mundo de la escena literaria: una gran movilidad afectuosa y solemnidad en el propósito, que nos recuerda a Camus y Hemingway; y ese buen humor olímpico que utiliza un surrealismo sereno para describir la tragedia de la comedia humana.