En México, mi tierra natal, existe la maldición: "Entre abogados te veas". Cuando me mudé a Estados Unidos, ésta se cumplió. En este país existe la endiablada costumbre de recurrir a los tribunales de justicia por cualquier nimiedad.
Hace unas décadas, en aquellos tiempos cuando aún no tenía lagunas de memoria, trabajé como intérprete en los tribunales de inmigración. En numerosas ocasiones los fiscales, abogados y jueces utilizaron el diccionario como testigo. Esta práctica de recurrir al diccionario para definir términos es loable, pues una dada acepción puede significar libertad, cadena perpetua o pena capital. Pero resultaba curioso comprobar que cuando se acudía al diccionario, estos abogados que todo lo peleaban y escudriñaban, nunca se molestaron en preguntar cómo se llamaba el diccionario que se estaba consultando ni qué tipo de diccionario era. Estaban perfectamente satisfechos y dispuestos a aceptar la información que figurara en él.
La metalexicógrafa Rosamund Moon llamó a este diccionario mítico, al que todos nos referimos cuando decimos: "Búscalo en el diccionario", el UAD: The Unidentified Authorizing Dictionary, un diccionario no identificado que es la autoridad suprema y el modelo de comportamiento. Es como si nos estuviéramos refiriendo a "el Corán", a "la Biblia" o a "la Torá".
Uno de los primeros doctos en reconocer que el diccionario representa la autoridad de una nación unida y fuerte fue Antonio de Nebrija, quien lo consideraba compañero del Imperio. Tres siglos más tarde, Constantin François de Chasseboeuf, elevado a la Académie française en 1795, tras un viaje a Estados Unidos en 1797 donde el gobierno de John Adams lo acusó de espía enviado por Francia y lo echó, indicó que el primer libro de una nación es un diccionario de su lengua. Noah Webster prestó atención y en 1806, treinta años después de que Estados Unidos declarara su independencia, publicó ese "primer libro" de la joven nación: A Compendious Dictionary of the English Language. Éste es un diccionario profundamente independentista en el que Webster divorció la ortografía estadounidense de la británica y donde le hizo frente, a capa y espada, al lexicógrafo más respetado de la lengua inglesa: Samuel Johnson, autor del A Dictionary of the English Language (1775), considerado el primer diccionario moderno. El diccionario, pues, nunca ha sido meramente un libro, sino que es el Libro secular, único y autoritario.
Si bien el diccionario es el lábaro patrio por excelencia -símbolo de la unión y fuerza de una nación,- no son ni los soberanos ni los jefes de estado quienes lo han compilado. Fueron eruditos tales como Calepino, Erasmo, Elyot, Littré, Johnson, Webster y Larousse, todos ellos intelectos portentosos empapados de la ideología de sus épocas, quienes lo escribieron.
Los primeros diccionarios europeos, entre los que se encuentran el de Alfonso Fernández de Palencia (1490) que pronto quedó relegado por el de Antonio de Nebrija (1495) y el Tesoro de Sebastián de Covarrubias (1611), son de una idiosincrasia deliciosa. Nos dice don Sebastián:
mujer: "Muchas cosas se pudieran decir de esta palabra; pero otros las dicen, y con más libertad de lo que sería razón."
Mas no fueron únicamente los eminentes eruditos quienes se embarcaron en la lexicografía. Hubo hombres de menor envergadura cuyo propósito era bastante más humilde que el de producir un Libro de la nación. The Table Alphabeticall, el primer diccionario monolingüe inglés publicado en 1604 por un director de escuela británico llamado Robert Cowdrey, por ejemplo, contenía tres mil palabras "difíciles" para que las "damas y otras personas sin aptitudes" conocieran la ortografía y "verdadero" significado de palabras difíciles, pero comunes en inglés, tomadas del "hebreo, griego, latín, francés, etc.", para que las delicadas criaturas aparentaran ser un poquito menos brutas de lo que realmente eran.
Me figuro que Sebastián de Covarrubias guardaba, si no mejores compañías que el maestro Cowdrey, ciertamente mucho más divertidas.
La obra de Cowdrey tuvo un éxito fenomenal y otros con alma de maestro vieron barco y se les antojó viaje. De tal suerte que en las siguientes décadas del siglo diez y siete aparecieron más diccionarios tales como An English Expositour (1616), de John Bullokar, compilado con gran altruismo para el beneficio de los "ignorantes", y el English Dictionarie (1623), de Henry Cockeram, que vino al auxilio de personas de "escasa capacidad intelectual".
Yo, por supuesto, soy precisamente el tipo de persona para quienes estos y otros esclarecidos y generosos lexicógrafos compilaron sus obras, pues en mi biblioteca cuento con unos 500 volúmenes de esos que doña María Moliner llama lexicones, glosarios, léxicos, tesoros, vocabularios y calepinos y, a pesar de que los consulto a diario, sigo sin poder conversar sin decir barbaridades. Tendré que seguir comprando todo lo que salga hasta que algo se me quede en esta cabecita de mujer que tengo.
En calidad de artefacto cultural, la autoridad política y social del diccionario no debe menospreciarse. El diccionario nos habla de inmigración, asimilación, invasión, agresión, conflicto, armonía, insularidad, industrialización y discriminación, entre otros. Las entradas lexicográficas pintan un retrato de la complejidad de la condición humana.
Es por esta razón que incluso las grandes eminencias produjeron diccionarios salpicados de juicios de valor. A Dictionary of the English Language (1775) de Johnson, al que The Washington Post denominó, en la víspera de año nuevo en 1995, "El más grandioso libro del milenio" alabándolo por ser "el triunfo de la voluntad de un individuo y un monumento imperecedero del conocimiento y cultura" está repleto de excentricidades johnsonianas. Tal vez la definición más notoria, si no laudable, que plasmó Johnson es la de Oats:
Avena: Un cereal que en Inglaterra generalmente se le da a los caballos, pero que en Escocia alimenta al pueblo.
De todos estos hombres (hasta el siglo XIX fueron todos hombres salvo por la notable excepción de Hester Lynch Piozzi, amiga del Dr. Johnson y compiladora de un diccionario de sinonimia en 1794) que de su puño y letra y sin consultarle a nadie acuñaron estos "libros de la nación", quizás sean Johnson y Webster los que mejor personifican la idiosincrasia del docto independiente.
En Chasing the Sun: Dictionary Makers and the Dictionaries They Made, Johnathon Greene dedica una sección al poderío del lexicógrafo independiente. Según Greene, lo que Johnson y Webster estaban haciendo, aunque ninguno de los dos lo dijo en tantas palabras, fue jugar a ser Dios, o cuando menos Moisés, descendiendo del Monte Sinaí con las tablas de la ley. Su tarea no consistía simplemente en encontrar palabras, catalogarlas, definirlas y ponerlas a disposición del usuario, sino que era una labor sacerdotal el revelar una verdad (lingüística y muy propia) a los feligreses, que no contaban con la preparación suficiente para entender los distintos matices de las palabras.
La compilación del diccionario permite al lexicógrafo ejercer autoridad a una escala sin precedente. El lexicógrafo determina qué incluir y qué excluir en un corpus que podría ser reverenciado por ser la piedra angular de una lengua y cultura nacionales. El lexicógrafo, investido de esta autoridad, se convierte en custodio de las tradiciones, en el fontanero que regula el flujo de información, en el Geólogo Supremo que estratifica el conocimiento para cribar a las personas de rango y privilegio que dominan dicho corpus del vulgo que es incapaz de hacerlo. Al ordenar palabras, el lexicógrafo pone a todo, pero especialmente a todos y cada uno de nosotros, en su debido lugar. El diccionario es diktat, ucase y mandamiento. Todos a una.
Como toda persona adicta, guardo la compañía de otros adictos, de manera que la gran mayoría de mis amigos, si bien no fuman porque son más prudentes que yo, ciertamente tienen centenares de diccionarios en sus estantes. Al platicar con uno de ellos sobre el tema de marras, el muy santo se entusiasmó, se puso a leer sus diccionarios soviéticos y me encontró estas perlitas ideológicas en dos ediciones del Diccionario de la lengua rusa de Sergei I. Ozhegov (1952 y 1977), volúmenes que incluyen tanto definiciones como ejemplos de uso (aquí ofrecidos en bastardilla).
Como yo no hablo ruso porque lo abandoné después de un semestre de sentirme como párvula en la facultad, agradezco a Gabe Bokor su traducción al inglés de estas entradas. Ésta es mi traducción al español:
marxismo (1952) : ciencia que se ocupa de las leyes del desenvolvimiento de la naturaleza y la sociedad, de la revolución de las masas oprimidas y explotadas, de la victoria del socialismo en todos los países y de edificar la sociedad comunista./ El materialismo dialéctico es el sistema filosófico del marxismo.
Con ese ejemplo de uso que seleccionó Ozhegov en la edición de 1952, seguro que dejó a las masas fuera. ¿Quién, salvo la élite, entiende "materialismo dialéctico" y "sistema filosófico"? Un registro harto elevado, creo yo, para el lumpemproletariado. Alguien seguro se lo dijo -y no dudo de que haya sido Nabokov, quien consideraba las definiciones de Ozhegov torpes y de mal gusto- . Sea quien fuere que le haya hecho recapacitar, en la edición postestalinista de 1977, el buen hombre se esmeró por usar términos más sencillitos y cálidos, aunque igualmente doctrinarios:
marxismo (1977): las enseñanzas de las leyes más comunes que rigen el desenvolvimiento de la naturaleza y la sociedad, la revolución de las masas oprimidas y explotadas, la victoria del socialismo y la edificación de la sociedad comunista./ El marxismo-leninismo es la ideología de la clase obrera y su Partido Comunista.
Si bien en esta edición se abstuvo de decir que el socialismo vencería aquí, allá y acullá, Ozhegov igual se armó de autoridad y redactó la necrológica de la oposición con este ejemplo de uso:
capitalismo (1977): estructura social en la que todos los medios de producción son propiedad privada de la clase capitalista que explota el trabajo de empleados contratados para cosechar ganancias./ La muerte del capitalismo es inevitable.
Para propósitos de comparación, la definición de marxismo del Diccionario de la lengua de la Real Academia (1970) no se queda muy atrás:
marxismo. m. doctrina de Carlos Marx y sus secuaces, que se funda en la interpretación materialista de la dialéctica de Hegel aplicada al proceso histórico y económico de la humanidad, y es la base teórica del socialismo y del comunismo contemporáneo. 2. Movimiento político y social que en nombre de esa doctrina pretende imponer en el mundo la dictadura proletaria.
Desde los primeros vocabularios producidos en Sumeria c. 2500 AEC, el lexicógrafo ha contado con la potestad de reprender, predicar, condenar, mofarse de comportamientos y costumbres, combatir no solamente la ignorancia, sino también lo que él considerara mendacidad, blasfemia o estulticia. Estamos tan acostumbrados a aceptar la autoridad que no solemos cuestionarla (y con frecuencia ni percibirla) si quien la ejerce lo hace en la forma y el contexto adecuado.
En algunos casos, la naciente disciplina de la lexicografía no estuvo en manos de un individuo, sino de un grupo selecto de hombres, miembros de las distintas academias europeas de la lengua o catedráticos de las grandes universidades tales como Oxford y Cambridge en el Reino Unido, y si bien sus obras contaban con la participación de más de un cerebro, no estaban exentas de subjetividad.
Más de cien años después de que apareciera el Vocabolario degli Accademici della Crusca (1612) y treinta después de la publicación de Le dictionnaire de l'Académie française (1694), el Diccionario de autoridades (1726-1739), producto no de un individuo, sino de varios, abre con una bellísima, si bien inverosímil, definición de la letra "A":
A. PRIMERA letra del Alphabéto [...]. En el orden es la primera, pòrque es la que la naturaleza enseña al hombre desde el punto del nacer para denotar el llanto, que es la priméra señál que dá de haver nacído; y aunque tambien la pronuncia la hembra, no es con la claridád que el varón, y su sonido (como lo acredita la experiencia) tira mas à la E, que à la A, en que paréce dán à entendér, que entran en el mundo como lamentandose de sus priméros Padres Adán y Heva.
Esta subjetividad, sin embargo, no siempre resulta en una mala definición si entendemos por buena definición aquella que, aun cuando caprichosa, explica con toda claridad la naturaleza del término que se desea definir. Uno de mis diccionarios predilectos es el Chambers Dictionary, publicado por primera vez en 1872 por los hermanos escoceses William y Robert Chambers. Fueron de esos prodigiosos intelectos de antaño que fundaron una editorial que, para finales del siglo XIX, se había convertido en una de las más grandes y prestigiosas del mundo. Además de publicar diccionarios y enciclopedias, en 1844 Robert Chambers publicó anónimamente en Londres su Vestiges of Creation, considerado el precursor de las ideas evolucionistas de Darwin. El Chambers contemporáneo (lanzado en 1901 y actualmente en su novena edición) se distingue por su duende al que yo aplaudo con entusiasmo. He aquí dos de las decenas de definiciones geniales, en mi traducción, de ese vademécum que, a pesar de ser juguetonas, no le restan autoridad al diccionario:
éclaire: un pastelillo largo, pero de corta duración.
Land O' the Leal: El hogar de los bienaventurados después de la muerte; el cielo, no Escocia.
El carácter autoritario del diccionario ha sido legitimado simplemente porque el usuario le tiene fe, y esa fe depende de que los usuarios, los feligreses como los llama Greene, confíen en que la información en él contenida es un catálogo de arquetipos culturales objetivo y universal. La realidad es muy distinta. Sea el diccionario producto de un lexicógrafo independiente o de un grupo de compiladores, el diccionario es y será siempre un registro de las creencias y opiniones sobre la lengua de un individuo o de un grupo sumamente pequeño - un sacerdocio- de usuarios de esa lengua. Un sacerdocio que no puede ser sino parcial y subjetivo, aun ahora, aun contando con la mejor voluntad del mundo.
En nuestras épocas, la autoridad del diccionario se ha derramado y ha empapado a la cultura popular. En Newsweek, hace unos diez años, encontré un anuncio que rezaba así:
Re.li.a.ble (ri.li'@-b@l) adj. Able to be relied on or dependable.
-re.li.a.bi.li.ty n.-re.li.a.bly adv. See FedEx.
A falta de otras inquietudes, he ido coleccionando estas joyitas que aparecen en revistas, camisetas, bolsas de compra, televisión y las carreteras estadounidenses, que citan o imitan entradas lexicográficas y he observado que pueden clasificarse y catalogarse según su intención. Como todas están en inglés, no quiero fastidiar al lector con más ejemplos. Basta decir que todas ellas le rinden tributo a la autoridad del diccionario al imitar su singular estilística y tipografía (aunque a veces con cierto descuido). Además, se adueñan de cada uno de los elementos de la entrada lexicográfica para hacerse notar al interrumpir los patrones habituales de lectura. En cada una de ellas, el autor echa mano de la autoridad del texto lexicográfico para obtener prestigio por asociación, causar gracia, vender un producto, o todas ellas. Se recurre a la autoridad del diccionario para legitimar empresas o iniciativas.
El anuncio de Federal Express citado es claramente una definición legítima con un "véase también" espurio creado en una agencia de publicidad. Uno confiaría en que no hay definiciones de esta índole en el diccionario. Yo creía lo mismo, hasta que encontré la siguiente en el Oxford SuperLex digital (v.1.1.):
oat/@Ut/n
a (plant) avena f/wild oat avena loca, ballueca f
b oats pl (cereal) avena f, copos mpl de avena, Quaker® m
Ese diccionario también recoge Kleenex y Tampax. Si yo fuera FedEx, demandaría por haber sido excluido y solicitaría la comparecencia del Oxford SuperLex v. 1.1.como testigo.
La mayoría de los feligreses, al igual que los abogados y jueces en los tribunales de inmigración con los que trabajé, no cuestionan la potestad del diccionario. Es más, lo veneran de tal forma en calidad de autoridad moral y modelo de buena conducta, que se esmeran por verlo inmaculado. Son estos estamentos, muy vocales en el país donde radico, que se oponen a percudir la ejemplaridad del Libro con la inclusión de palabras malsonantes o de definiciones que contradicen los preceptos religiosos o morales que, según ellos, representan los valores nacionales. Son estos feligreses los que están clamando por que la lexicografía sea (¿o debería decir: continúe siendo?) teocrática. Pero dejando a estos estamentos conservadores atrás, siempre ha habido conocedores de la lengua que se han ocupado de estudiar el diccionario fundamentándose en la lingüística y disciplinas afines en lugar de basarse en preceptos éticos, morales o religiosos. La gran mayoría de las críticas ventiladas giran en torno al criterio lexicográfico para la inclusión o exclusión de lemas, al maniqueísmo o falta de rigor de las definiciones, o a la práctica de recoger palabras aisladas en lugar de colocaciones. No obstante, todos los críticos persiguen el mismo objetivo: la compilación de un diccionario objetivo que sirva como modelo, como autoridad.
La empresa es quijotesca. El diccionario es un libro que, aun cuando intenta recopilar los arquetipos culturales en su totalidad, nunca lo logra -por más voluminoso que éste sea- simplemente porque ni la lengua ni la experiencia humana se frenan para poder ser plasmadas en papel.
Por lo anterior, en los últimos años ha nacido un nuevo grupo de jóvenes duchos con la computadora y cada vez más internacionales, que han mostrado su voluntad de participar constructiva o destructivamente -en horas de trabajo o en su tiempo libre- ya sea para enmendar el significado de las palabras o bien agregar palabras del habla popular que tradicionalmente han sido excluidas del diccionario canónico. Se trata de los que aportan al Urban Dictionary, un diccionario virtual cuya filosofía subyacente es "define tu mundo".
Éste es un foro donde los jóvenes (aunque cualquiera puede participar) ofrecen definiciones, ora para puntualizar una expresión de tal forma que se esclarezca su significado y sirva a la humanidad, ora como arma blanca para derrocar otras definiciones, ora por el puro placer de patear el hormiguero para hacernos reflexionar. Son ágiles titiriteros que se deleitan con tirar de los hilos de la semántica y así demostrar no sólo sus conocimientos de la lengua, sino también su perspicacia como críticos sociales, siguiendo el modelo -probablemente sin percatarse de ello- de los diccionarios espurios de Cela, Flaubert, Bioy Casares y Ambrose Bierce.
Si bien el Urban Dictionary es primordialmente un lexicón de argot, jerga y jerigonza en todas sus variantes (y, por ende, un aparato crítico informal, pero importante), es también, sin duda, un foro donde reina la libre expresión, el duende, el altruismo y el espíritu de colaboración. Es un tesoro inherentemente democrático y populista frecuentado por millares de jóvenes que celebran un idilio mágico con la lengua. Sin embargo, este proyecto no es el único que se esmera por democratizar la lexicografía.
Los últimos años han visto el avenimiento del proyecto Wiki que permite a toda persona, sin importar qué idioma hable o dónde radique, hacer aportes para compilar un diccionario actualizado y vivo. Un diccionario que, al igual que el Urban Dictionary, se puede consultar no sólo desde cualquier computadora, sino incluso desde cualquier teléfono celular actualizado. Lanzado el 12 de diciembre del 2002 en su edición inglesa, Wiktionary ya cuenta con más de trescientas mil entradas en trescientos ochenta y nueve idiomas.
Aun cuando la lexicografía nunca ha estado en manos divinas, indudablemente ha estado en manos muy competentes, mas ésas han sido siempre oligárquicas. Ahora el arte de ordenar palabras y de definirlas yace no sólo en las palmas de miles de chicos talentosos y creativos que residen en una aldea global vinculada por Internet que aportan sus conocimientos a Urban Dictionary, sino también, gracias a los creadores de Wiki, en las manos de todos nosotros; manos que, si bien son mucho menos doctas, son indisputablemente más libres, francas y abiertas al diálogo.