La inmigración es más que un viaje. Es también construir una casa y habitarla ...
Como utilizaré en mi relato la primera persona, comenzaré describiendo al narrador de esta pequeña odisea kamikaze, que conoceremos siempre desde su punto de vista ... Yo soy, ante todo, un aficionado a la música, a la literatura, al cine y a los cómics que, sin saber por qué, cree ingenuamente que al elaborar sus obsesiones vivirá un poco más tranquilo ... No he regresado al Perú desde hace cuatro años, cuando caí en picado sobre Madrid ... Desde entonces he sido un flaneur, es decir he ido a la deriva en esta ciudad que, sin haberla conocido previamente, había elegido como mi hogar ... No migré por quiebra de mi país, como es el caso de los ecuatorianos, argentinos, cubanos, africanos y de gente del Este que día a día naufragan en oleadas cada vez más grandes en Madrid ... Como gran parte de la clase media limeña, vine a la península porque si me quedaba en mi ciudad caerían ante mí los años de plomo de una existencia sin grandes perspectivas vitales ... Tenía curiosidad, ganas de crecer y de obtener mayor margen de improvisación en lo cotidiano ... Quería correr mundo y pasar por todos los otros lados ...
En Lima me había hartado de la misma reescritura. Ya publicado un primer libro, supe que necesitaba tiempo y soledad para destilar mejor mi adicción, mi hábito: necesitaba tiempo para escuchar un tipo de música particular, el rock peruano de los años 60. Escuchar para pensar y recrear una época de la cual yo sólo he vivido las consecuencias, dado que nací en 1973, el año en el quizás acabaron definitivamente los 60, tal como revelan los discos, es decir, las fuentes principales. Esta paleontología -casi sin fuentes escritas que la aludan directamente y ninguna fuente audiovisual- había empezado a esclavizarme desde muy temprana edad, porque soy hijo de uno de los protagonistas de esta historia, ya que mi padre estuvo tocando durante sus años gloriosos como bajista en algunos de los más destacados grupos de la escena, que empezó en el Perú con los Saicos y acabó mutando en una extraordinaria movida de jazz y cumbia, hasta que los mejores músicos iniciaron su diáspora al extranjero, como yo también he acabado haciendo. Éste es, de hecho, el referente cultural peruano que más definía mi proyecto, que se plasmaría en dos libros, una historia del rock en el Perú hasta 1975 y una novela familiar, donde la línea narrativa de mi padre sería la columna vertebral de un árbol de imágenes que me perseguía desde mi niñez, y que debería ir mutando hasta convertirse en una ficción. Y claro, el tiempo que necesitaba no sólo era para escuchar la música, sino para leer todo lo que pudiera al respecto, investigar, hacer fichas, escribir textos para reediciones de discos de la época, llamar por teléfono y chatear con los músicos; en fin, debía ir asimilando todo lo que pudiera para hacer una narración coherente con lo que se vivió en los 60. Los limeños somos cachivacheros: era un tremendo equipaje el que llevaba, pero en un país donde no conocía a nadie todo se complicaría cada vez más. Ya lo sabemos, lo último en migrar es el espíritu, y cuando uno se encuentra lejos, hay olores, sabores e imágenes que nos transportan al mundo que hemos abandonado: entonces la imaginación se enciende y genera flujos en la memoria, descargas sensoriales como las que narra Proust en la escena de las losas en El Tiempo Recuperado.
Desde el principio la inmigración significó para mí un abrupto trastorno en mi modus vivendi. Un doctorado en humanidades fue sólo el pretexto para venir. Ni siquiera lo he terminado, porque apenas llegué a Madrid, me atrapó un universo desconocido y caleidoscópico. Yo, que en Lima vivía preferentemente en mi biblioteca me vi de pronto sumergido en la realidad compartida ... Y la vida vino mediante la calle, esa calle que nunca había tenido en Perú. Pasé repentinamente de un piso frente al Océano Pacífico a una habitación ataúd sin ninguna ventana. Al principio vivía encerrado en mi habitación, ubicada no en la calle del Desengaño, sino en la calle Fuencarral, fijando mis cascadas de imágenes, reconstruyendo mi Perú particular, pero el tema de la supervivencia me obligó a salir a la calle. Empecé a parar entonces con un par de amigos peruanos, dos subtes apodados El Chato Malo y Chicharra, el primero fashion, fatuo y con peinado beatle; el otro anarcosindicalista, huanca, flaco y encorvado. Íbamos juntos a Cachito de Cielo, el comedor de la caridad y a vender cervezas y artesanías en Malasaña y en el Retiro, uniendo de esa manera juerga y chamba. Sin embargo, como igual no me alcanzaba para pagar la renta, observando las ofertas de empleo en el periódico, me metí rápidamente a teleoperador. Duré un mes, pero pude seguir escribiendo durante algunas semanas sin demasiada presión económica aunque con una ansiedad digna de algún personaje de Balzac yéndose a la quiebra. Comencé entonces un rosario de empleos chatarra en los que permanecía al menos un par de semanas, cobraba la liquidación y me disponía a seguir el rito de la búsqueda de nueva chamba. De todos aquellos oficios, en el que más duré fue en el de mensajero andarín. Trabajaba para una empresa de chaskis trujillanos que me dieron a recorrer toda la zona Centro, de Lavapiés a Bilbao, de Princesa a la Puerta de Alcalá. Caminando saqué algo de fibra, hoy perdida, y conocí realmente Madrid, no sólo las calles y los bares, sino también las oficinas, los edificios públicos y, sobre todo, personas de todo tipo y origen. Aquel empleo entregando sobres me ayudó tremendamente en mi vocación, dado que las narraciones son siempre geografías particulares, y en el caso de los latinoamericanos, barrocos por historia, son ante todo superposición de culturas, sé que podemos reivindicar con orgullo nuestro cacao mental ...
Madrid me hizo aprender mucho ... Tanto en cuanto a vida como en cuanto a lecturas. Gracias a las bibliotecas públicas y a las colecciones personales de amigos como Manuel Gutiérrez-Sousa, -escritor peruano mejor conocido por su seudónimo, Krufú Orifús- pude completar mis lecturas de los narradores rusos y franceses del XIX y los historiadores grecolatinos. El periodista colombiano Pedro Nel Valencia me pasó una escena entera de poetas alucinados de su zona, por lo que descubrí que Colombia no era sólo la alucinación de Andrés Caicedo, sino también la de Gómez Jattin y la de Porfirio Barba Jacob. Y es que Madrid me permitía desarrollarme más ampliamente como latinoamericano. Aquí descubrí más de cerca que los colectivos mi región de origen son redes de universos que se intersectan sin cesar. Mi movilidad social -siempre con Lavapiés, mi primer barrio, como punto de referencia- me permitió conocer una pluralidad desconcertante de mundos y submundos que jamás habría podido conocer en Lima. En ese sentido, jamás me encerré en un gueto, aunque estuve en contacto con muchos. Supe entonces lo que significaba ser un sudaca. Al principio la palabra era enunciada por los españoles y aludía a veces peyorativamente a los colectivos argentino y chileno, y en menor medida peruano y colombiano, que vivía en Madrid antes del alud migratorio que comenzó entre el segundo y el tercer milenio. Pero las palabras tienen su propio devenir, y quienes las utilizan las resemantizan una y otra vez de acuerdo a sus necesidades expresivas diarias. Ahora, con mis amigos sudamericanos, de modo cotidiano, nos tratamos mutuamente de sudacas, haciendo desaparecer la carga negativa de la palabra. Como en el vocablo cholo, la acepción depende del contexto de la enunciación.
El mundo se volvió luminoso cuando mis lecturas me llevaron a sumergirme en autores que no había podido leer en el Perú. Acabé la obra narrativa de dioses que descubrí aquí. Así, por ejemplo, me sumergí, a velocidad de lectura de varias novelas por semana, en las narraciones filosóficas de Philip K. Dick -Kafka en ácidos, según palabras de Bolaño-, o en los relatos lúcidamente oscuros de David Goodis, Chester Himes, Jim Thompson, Horace Mc Coy, y William Riley Burnett, es decir, los clásicos de la novela negra, que por alguna injusticia en el mundo de la edición y la distribución son imposibles de leer en el Perú y no son nada fáciles de encontrar en una común librería madrileña. Y eso que no dudaría en afirmar que al menos Thompson y Goodis están a la altura de un Dostoyevski o un Celine, o un Roberto Arlt ... Era una vorágine maníaca de consumo cultural ... No entiendo cómo pude hacerlo, ya que en esa época vivía en una habitación ataúd en Lavapiés, rodeado por bulliciosos ecuatorianos que ponían la telenovela a todo volumen mientras cocinaban su fritada. Mi habitación no tenía puerta, sino una cortina estampada con flores de colores. El comedor estaba lleno de camas camarote para diversas parejas. En la pieza de al lado vivía un metalero de Quito que ponía sus bandas thrash a todo volumen.
A veces, sentado en mi puesto de teleoperador, cuando atendía las incidencias de las empresas e intentaba calmar a vociferantes españoles que querían darse de baja en la compañía en la cual trabajaba, o cuando tocaba puertas en los pueblos vestido de terno vendiendo suscripciones a Círculo de Lectores, comenzaban los flashes con imágenes que me transportaban a otra realidad, que solo podría ser fijada por mi otro yo, el que escribe ... Y es que la España que me encontré era totalmente distinta a la imagen que de ella tenía en el Perú, donde un país feliz y despreocupado vivía festivamente la herencia de la picaresca, del esperpento, de Buñuel y de la movida de los 80. En otras palabras, en mis ignorantes sueños peruanos, la península era un cachondeo, España iba bien ... La zona en la que caí era un país hipotecado, con precarización en el empleo, con menor poder adquisitivo debido a la llegada del euro y con una inverosímil especulación inmobiliaria, fenómenos que se reflejan claramente en la vida cotidiana, tan demasiado profusa en tensiones -debemos cumplir las metas macroeconómicas de la Unión Europea, cueste lo que cueste-, que se explica que para muchos no haya tiempo para el sentido del humor ... Debía hacer algo al respecto ... Lo más a mano era transfigurar toda esta experiencia en una novela ... Ni siquiera necesitaba investigar, ya que la fuente principal era mi propia vida, directamente ... En Madrid me zambullí por completo en un universo multicultural de bajo presupuesto, es decir, auténtico, real, inédito en la sociedad madrileña, que fue siempre una ciudad provinciana. El Madrid multicultural, el que yo vivo día a día, comienza a fines de los 90 ... En un mismo día me cruzaba en la cola del desayuno en Tirso de Molina con desahuciados borrachos del Este, Quijotes deshechos y sin techo, españoles gritones al borde de la locura, africanos que acababan de saltar la valla en Ceuta luego de 10 años de viaje a pie por todo su continente en dirección al norte, y, cómo no, peruanos y ecuatorianos que vivían con un dolor muy andino el fracaso de su segunda oportunidad ... Y luego, gracias a mis contratos basura, conocía a colombianos y argentinos enrollados que estaban sólo un par de días, cobraban el ínfimo finiquito y regresaban a sus rutinas beatniks y a hacer malabares en los semáforos ... Siempre mis encargados eran españoles gordos, calvos, tabaquistas y súper currantes; muchos de ellos habían terminado carreras de humanidades o de ciencias sociales pero no encontraban trabajo en su campo ... De algún modo todos éramos náufragos en la playa desértica de la opulencia.
Cuando fui a vivir a Lavapiés me contacté con la fauna okupa del Laboratorio -yo mismo fui okupa durante casi medio año en una finca en Atocha-, pero harto de estériles asambleas antisistema, posé mis reales en una banca de la calle Argumosa. Ahí, sentado en medio de latinoamericanos, bangladesíes, españoles, un par de moros y algunas becadas de Erasmus, pasé un año emborrachándome hasta el vacío, tocando música, corriendo mundo sin moverme de mi asiento, como si el entorno alrededor fuera una película orgánica ... Cada vez veía más parejas mixtas, pero de los sudacas, los que se llevaban la parte más grande del pastel eran los argentinos, seguidos con cierta distancia por los caribeños. Los criollos de la costa, españoles con sordina andina, éramos correctos pero estábamos lejos de la exhuberancia verbal de nuestra competencia austral y tropical: la peruchada no pertenecía a ningún estereotipo marquetero para las españolas que le permitiera ganar por goleada ... Y así sentado en una banca de la calle Argumosa, rodeado por muy buenos amigos, bromeando sobre la literatura y la vida, siempre tomando notas, notas muy ácidas sobre la gente que iba conociendo -celebraba siempre lo vil-, apuntando cómo hablaban, mezclando giros de diferentes variantes del castellano, preparaba un testimonio sobre mi presente, siempre matándome de risa mientras escribía ... Con gente que conocí en esa banca hice un programa de rock latino en Radio Vallekas y empecé a trabajar en una ONG dedicada a la inmigración ... La ONG estaba dirigida por un ceñudo chanca de Apurímac apodado El Comandante, toro salvaje que se llenaba la boca con consignas izquierdistas pero ejercía una política laboral peor que la de los gamonales que son los villanos en las novelas indigenistas. Entonces conocí más a fondo partes de la patria que había dejado atrás. Mi colección de música se vio súbitamente incrementada con discos de Chacalón, Juaneco y Su Combo, Celeste, Los Mirlos y Los Destellos ... Descubría, luego de una deriva por universos muy distintos, que había regresado al Perú, que la geografía de mi Madrid personal no eran tanto bloques de calles, sino esquinas confluyentes de Lima y Madrid en las que una y otra vez me encontraba con extranjeros de sí mismos: esta ciudad era un espacio mental híbrido y plural, todos la reconstruíamos con fragmentos de lo que habíamos dejado atrás ... Por primera vez me hice amigo de músicos de folklore y releí a Arguedas con intensa emoción. Me di cuenta de que los peruanos que llevan más tiempo en España son quizás los que más anclados estén allá, los que tienen más profundamente insertado el chip de la peruchada, con todo lo que eso involucra. El cónsul me dijo una vez que el ecuatoriano venía a España para hacer un proyecto económico pero que el desarraigo hace que los peruanos vengamos aquí a hacer un proyecto de vida. Carlos Alvarado lo veía en la actitud en los trámites y las elecciones de los paisanos que ya tenían la nacionalidad española. Es sabido por todos que no hay nada tan peruano, a veces, como el íntimo rechazo que sentimos hacia el Perú.
Vine a España para construir mi Perú particular, y acabé viviendo en un universo multicultural en el que conocí otras versiones del Perú. Por eso, mi segunda novela, que comenzó con apuntes y bocetos en clave de farsa de gente que iba conociendo en mi aventura, acabó convirtiéndose una narración esperpéntica de respuesta a los cronistas de indias desde la aventura contemporánea de los inmigrantes latinoamericanos en Madrid, todo escrito en clave de tragicomedia negra.
Como no he regresado al Perú, el que está más presente en mi memoria es el de los años 60, que nunca viví físicamente, pero que he investigado de manera privada, que he visto, escuchado, palpado, olido y degustado una y otra vez bajo el cielo transparente Madrid, mi ciudad. Y es que hay que tensar el arco y lanzar la flecha hacia el blanco, hacer que vuele suavemente y que dé en el punto más preciso al que puedas llegar con tu concentración. Cuando llegue el momento de abandonar por hartazgo estos vértigos, estas visiones y estos sonidos, entonces, pensaré en tres breves versos de Bruno Mendizábal, es decir mi pata Léster, que dicen así:
Ese día seré el que no se esconde
Sino el que camina sin miedo de sí mismo
Y ve en el rostro de los demás el suyo propio
Viajar, huir, evadirse: fluir en dimensiones en el espacio tanto exterior como interior. Escapar no es sólo dejar atrás un lugar, es también territorializar, crear una geografía propia. El viaje ha sido provechoso. Madrid es mi hogar. Antes, era sólo un peruano. Ahora, también, soy un sudaca.