0. Antecedentes
Antes de principios del siglo xviii la escritura dependía del conocimiento particular o del capricho de quien escribía. No había reglas fijas y unificadas aceptadas por todos. No existía acuerdo a la hora de poner por escrito el pensamiento. Unos eran partidarios de escribir según el fonetismo, con lo que la grafía de una misma palabra podía variar en función de cómo pronunciase quien escribía. Otros preferían respetar la etimología de las palabras, con lo que la ortografía de la nueva lengua se alejaría bien poco de las formas latinas y griegas. Otros, finalmente, se inclinaban por seguir el uso de los que mejor habían escrito hasta el momento. Pero, como decía Casares, seguir el uso de los que mejor habían escrito carecía de sentido. ¿Quiénes eran los que escribían mejor? ¿Mejor con respecto a qué?
Sin embargo, como veremos, la fundación de la Academia, pese al respaldo real, no vino a resolver ningún problema a las inmediatas. Tanto la ortografía como la gramática tardaron mucho tiempo (más de cien años en lo que concierne a la ortografía) en ser hegemónicas. Podríamos decir que, al menos en relación con la historia de la ortografía, el 6 de julio de 1713 no empieza el período académico, sino que durante muchos años siguió reinando el de confusión o anárquico. El 25 de abril de 1844 sí puede afirmarse que, con la oficialización de la ortografía académica, empieza plenamente el período académico
1. Los primeros cien años de la Academia
1.1. Pasos iniciales
1.1.1. Elección y exclusión de académicos
El 6 de julio de 1713, ocho personas se reunían en torno a don Juan Manuel Fernández Pacheco, marqués de Villena y duque de Escalona, en la biblioteca de su palacio en Madrid. Su objetivo era fundar una institución, denominada Academia Española, para depurar y conservar la lengua que mayoritariamente se hablaba en el país y se había llevado a América. El lema de la institución, "Limpia, fija y da esplendor", adoptado en 1714, resumía en pocas palabras todo un programa de actuación en un momento en que, hay que reconocerlo, la lengua zozobraba no tanto por la falta de una autoridad cuanto por la abundancia de las autoridades en pugna. El 3 de octubre de 1714 Felipe V aprobó por real cédula la fundación de la Academia, la cual trabajaba ya en la planta del Diccionario de autoridades desde un año antes (3 de agosto de 1713).
Desde 1713 hasta 1715 hubo en la institución 24 miembros, entre ellos cinco marqueses, un conde y tres eclesiásticos. Esta composición, en principio arbitraria, condicionó en cierta manera la futura formación académica, donde generalmente han estado presentes representantes aristocráticos, eclesiásticos y militares, además, naturalmente, de filólogos, lingüistas y literatos. Nunca se ha sabido con exactitud cuáles son las líneas de fuerza que definen la personalidad de los miembros de la institución, pero parece probado que las mencionadas se reparten la influencia a lo largo de los ya casi tres siglos de existencia de la rae. Sin embargo, no es esa la sensación popular a la hora de compulsar la composición académica. En la mentalidad de la gente de a pie, los sillones adjudicados a los expertos en lenguaje y los creadores de lenguaje deberían primar, y en general no entienden muy bien que médicos, siquiatras, humoristas, economistas y científicos deban ocupar un sillón en esta academia, que es de la lengua, meramente por lo que refleja el nombre de su especialidad. Por supuesto, tampoco entenderían que los sillones fueran ocupados por aristócratas, religiosos o militares si había de ser solamente por el estrato social a que pertenecen. La mujer estuvo prácticamente ausente de la Academia hasta el siglo xx, pese a que ya en 1784 había elegido a María Isidra Quintana de Guzmán y de la Cerda, de dieciséis años e hija de los marqueses de Montealegre, la cual, pese a que llegó a pronunciar su discurso de acción de gracias (lo que hoy se llama discurso de ingreso), no volvió a aparecer por la Academia y esta nunca la consideró uno de sus miembros. Lo que habría que hacer es preguntarse por qué los académicos de la época admitieron a una adolescente entre los sesudos y graves compañeros de corporación. De hecho, la primera mujer que entró en la Academia fue Carmen Conde, en 1978; en 1984 ingresó Elena Quiroga; en 1996, Ana María Matute; en el 2000, María del Carmen Iglesias, y en el 2001, Margarita Salas. La Academia no eligió a Emilia Pardo Bazán en el siglo xix ni en el xx a María Moliner, acaso la lexicógrafa que con mayor razón lo mereció. Este desprecio por la eximia autora del magnífico Diccionario de uso del español se convierte en una injusticia histórica clamorosa.
El primer excluido por la institución a causa de sus prolongadas ausencias fue, en 1716, Manuel Fuentes, que en 1714 fue el primer académico que pronunció su discurso de acción de gracias. En 1720 fue expulsado Jaime de Solís y Gante por no haber comparecido desde 1716. En 1814 lo fue Juan Meléndez Valdés por afrancesado (había sido elegido en 1812). En 1926, por real decreto, se declaró vacante el sillón X tras el fallecimiento de su ocupante, Eugenio Sellés, sillón que no volvió a ocuparse hasta 1940 por Rafael Sánchez Mazas. En 1941, por orden ministerial, se declararon vacantes los sillones h (Navarro Tomás) y M (Madariaga). Hay que añadir que en su reglamentación interna la rae nunca consideró vacantes tales sillones, por lo que no fueron ocupados. Madariaga, que había sido elegido en 1936, pudo pronunciar su discurso de ingreso en 1976, cuarenta años después. Al parecer, en el momento actual los estatutos académicos no disponen de mecanismos para excluir a uno de sus miembros.
Los primeros pasos de la nueva institución fueron contradictorios. Junto al sorprendente nombramiento de una dama de dieciséis años, nos encontramos con los casos de expulsiones de académicos que por lo visto no daban importancia alguna al estudio del lenguaje, que es para lo que, al menos teóricamente, habían sido elegidos. También vemos una importante nota acerca del ambiente político en el seno de la Academia. Nos lo muestra, primero, la expulsión de Meléndez Valdés por su afrancesamiento, como si esa postura influyera en los estudios acerca del lenguaje, y segundo, los intentos, a veces fallidos, de influir en la docta casa por parte sobre todo del franquismo. (La Academia supo esquivar la colocación del retrato de Franco, que debía figurar en todas las instituciones públicas, utilizando el de Cervantes para presidir el salón de actos.) Sin embargo, no se puede ignorar la voluntad positiva de la mayoría de los académicos, lo cual descubrimos en el hecho insólito de que cuando solo había transcurrido un mes desde su fundación (6 de julio-3 de agosto) los académicos ya presentan la planta del Diccionario de la lengua castellana, más conocido ordinariamente por Diccionario de autoridades. Los problemas internos de la Academia tuvieron importancia sobre todo a partir de 1815, cuando por esa causa, entre otras, el avance normalizador y simplificador en el campo del lenguaje (especialmente de la ortografía, pero también de la gramática y la lexicografía) sufrió un brusco parón. La Academia, que durante el primer siglo de su existencia había trabajado con tesón y acierto (aun con altibajos), a partir de esa fecha "[...] ha preferido dejar que el uso de los doctos abra camino para autorizarla con acierto y mayor oportunidad", dice. Sin embargo, este razonamiento mostraba claramente el callejón sin salida en que la institución se había atascado. Porque los doctos seguían a la Academia y no al revés, con lo cual difícilmente la iban a guiar.
2. Los siglos XIX y XX
2.1. La oficialización de la ortografía académica
Contra lo que pudiera creerse, la autoridad de la Academia no fue reconocida de forma unánime inmediatamente después de su fundación. Más bien al contrario, los ortógrafos de la época se negaban a aceptar el papel hegemónico de la ortografía académica. Un trabajo relacionado con esta se encuentra en el primer volumen del Diccionario de autoridades, pero no era un tratado formal, sino las reglas de uso para la formación del propio diccionario (para entendernos, una guía de estilo ortográfica para la solución de los problemas relacionados con esta materia durante la redacción del Diccionario de autoridades). La primera edición de su ortografía la publicó la Academia en 1741, y hasta 1820 realizó nueve ediciones. Sin embargo, seguían los ortógrafos independientes negándose a hacer suya la ortografía de la Academia, pese a que tampoco había otra ortografía que fuera aceptada de modo general. Ante esta situación, los miembros de la Academia Literaria i Científica de Profesores de Instrucción Primaria de Madrid propusieron una reforma ortográfica basada en el fonetismo. Pero, a la vista del caos reinante, el Consejo de Instrucción Pública se dirigió a la reina Isabel II, quien, por real orden de 25 de abril de 1844, impuso la obligatoriedad de la enseñanza y el aprendizaje de la ortografía académica en las escuelas del reino. Este acto supone la oficialización de la ortografía de la Academia. Siguieron los ortógrafos escribiendo sus ortografías, pero ahora se veían obligados, en la práctica, a seguir las normas académicas, por mínimas que fuesen, si sus obras estaban destinadas a la enseñanza. Llegados aquí, los académicos, que en 1771 habían publicado la primera edición de la Gramática y en 1780 la primera del Diccionario de la lengua castellana en un volumen, entran en estado de hibernación hasta por lo menos los años cincuenta del siglo pasado, el xx, punto al que se llega con una mala ortografía, una gramática envejecida (¡aún hoy oficialmente en vigor!) y un diccionario inadecuado, pobre y muy lejos de la lexicografía europea del momento.
Como se puede deducir, el trabajo académico a lo largo del siglo xix fue escaso. De alguna manera, esta dejadez se hará sentir a lo largo del siglo xx, en el que, aparte de haber eliminado la tilde de la preposición a en 1911, solo puede destacarse el papel desempeñado por su secretario perpetuo, Julio Casares, a mediados de esa centuria. A él se le encarga la redacción de un informe destinado al establecimiento de las llamadas Nuevas normas de prosodia y ortografía, cuya aplicación autorizó la Academia desde 1952, aunque no fueron normativas hasta el 1 de enero de 1959. Esas normas ortográficas venían a resolver, no siempre de forma satisfactoria, algunos de los problemas enquistados en el código de escritura del español. Como consecuencia de la existencia de estas normas, en el cuarto Congreso de Academias de la Lengua Española, celebrado en Buenos Aires en 1964, la Academia recibió el encargo de preparar un folleto que fundiese en un solo cuerpo la ortografía tradicional y los textos de las nuevas normas. La Academia lo hizo así y sin añadir prácticamente nada lo publicó en un folleto en 1969, con una segunda edición en 1974. Esta ortografía arrastraba errores y desajustes que casi la inutilizaban en la práctica, sobre todo si se analizaba desde el punto de vista de los escritores, traductores, periodistas, profesores, correctores de estilo, correctores tipográficos y otros profesionales del lenguaje. Hasta ese momento la Academia legislaba como si su ortografía la utilizasen solamente los niños y los adultos no especializados. Es decir, que su nivel era elemental. Sabemos que, por el contrario, la ortografía y todas las normas de escritura tienen en primer lugar un destinatario específico que es el conjunto de especialistas mencionado anteriormente. No se olvide que los textos a que afectan las normas ortográficas son precisamente los impresos, mientras que las normas de escritura de la lengua establecidas por la institución madrileña afectan prácticamente solo a la escritura manual. Es probable que la Academia advirtiese algunas de las carencias de esta ortografía, puesto que, sin que aparentemente estuviera justificado, en 1999 apareció una nueva edición, ahora un texto nuevo, sin relación directa con las ediciones de 1969 y 1974. Su publicación, anunciada un año antes por Lázaro Carreter, a la sazón director de la Academia, fue esperada con expectación y recibida con desánimo. Pronto se hizo patente que no era lo que necesitábamos. En vez de resolver los problemas, la nueva ortografía los aumentaba y diversificaba. La crítica, en general, le fue desfavorable, muy desfavorable. Y ahí quedó, pese a todo, esperando una nueva oportunidad. Posteriormente el tema ortográfico pasó al Foto d. panhis. de dudasDiccionario panhispánico de dudas, aparecido en el 2005, con otro enfoque, otro ordenamiento, pero también con puntos débiles en cuanto a la teoría tradicional y con incursiones temerarias en campos, como la ortotipografía, que la Academia demuestra desconocer. En esta edición se destruyen normas de uso bien establecidas hasta el momento y se sustituyen por otras que ni se habían aplicado nunca ni era necesario crearlas. En los momentos actuales la Academia debe de sentirse culpable de la barahúnda en que la ortografía del español se halla sumida, porque ha anunciado la revisión de la ortografía, pese a que aún no hace ni ocho años de la presentación de la anterior.
2.2. La lexicografía
2.2.1. El DICCIONARIO DE LA LENGUA CASTELLANA (AUTORIDADES)
La primera obra lexicográfica académica, el Diccionario de la lengua castellana, más conocido como Diccionario de autoridades, comenzó a prepararse en el momento mismo de la fundación de la institución. En 1726, trece años después, aparecía el primer volumen de los seis de que iba a constar, y en 1739, el último. Se denomina de autoridades precisamente porque sus definiciones están amparadas por una o más citas de una autoridad en la cuestión (razón por la cual en el título no debe escribirse con inicial mayúscula, como tan frecuentemente se hace). En esto se distinguía del diccionario publicado por la Academia Francesa años antes (en 1694), ya que en esta obra no había autoridades, sino ejemplos inventados por sus redactores. También se distinguía por el hecho de que la Academia optó desde el principio por el orden alfabético en la disposición de las palabras en el diccionario, mientras que los franceses optaron por la disposición por familias, fórmula que abandonaron en la segunda edición (1717). Recuérdese que esta misma fórmula fue elegida por María Moliner en la primera edición de su diccionario, disposición de la que al parecer pronto se arrepintió, si bien no tuvo oportunidad de rectificar, pues falleció antes de que se acometiese la segunda edición (donde sí se rectificó).
2.2.2. EL DICCIONARIO DE LA LENGUA ESPAÑOLA (COMÚN)
El Diccionario de autoridades, obra importantísima en la lexicografía europea de la época, no volvió a reimprirse ni reeditarse, salvo el primer volumen, que, enriquecido con 2200 nuevas voces, se reeditó en 1770, pero no se hizo lo propio con los restantes. En vez de ello, la Academia suprimió los textos de las autoridades y a partir de 1780 lo publicó en un solo volumen con el título de Diccionario de la lengua castellana, hasta 1925, en que el título pasó a ser Diccionario de la lengua española (también conocido simplemente por DRAE, que no es un título, sino una mera referencia). Como era de esperar, este diccionario en un solo volumen ha sufrido mutaciones a lo largo de los doscientos veintiún años de existencia entre 1780, fecha de la primera edición, y el 2001, fecha de la última hasta el momento.
El ritmo de aparición es harto irregular; va de un máximo de 17 años (ediciones 10.a a 11.a, 1852-1869) a un mínimo de tres (ediciones 1.a a 2.a, 1780-1783), con un promedio de algo más de diez años y medio (10,6) por edición. Sin embargo, hay algunos elementos que distorsionan estas cifras; por ejemplo, la edición 17.a (1947) no es más que la reimpresión de la 16.a (1936), a la que añade un suplemento, con lo cual se convierte en la más larga de la historia del DRAE: 31 años (de 1936 a 1956). La edición 16.a tiene, además, otra peculiaridad: editada en 1936, su venta fue suspendida a causa de la guerra civil y republicada en 1939 con un nuevo prólogo, favorable a la nueva situación del país.
La vigésima edición, de 1984, es la primera que aparece en dos volúmenes. La edición de 1970 tenía, entre los principios y el cuerpo del libro, un total de 1454 páginas, y por los mismos conceptos la de 1984 tenía menos: 1442. Para entender esta circunstancia es necesario saber que en el momento de la impresión de esa edición se atravesaba una crisis importante de papel, lo que obligó a utilizar una fabricación ligeramente más gruesa que la normal, razón por la cual fue necesario encuadernar en dos volúmenes, para evitar un volumen excesivamente grueso. La vigésima primera edición, aparecida en 1992, vuelve a tener un solo volumen, lo que supone facilitar la manejabilidad del diccionario.
Su contenido es muy variable y desigual: mientras admite ciertos localismos sin mayor uso en la lengua general, niega su entrada a palabras que circulan normalmente por las vías del lenguaje con la misma propiedad que tantas otras, acaso de origen más discutible, registradas en el léxico oficial. Pese a sus muchos defectos formales, el Diccionario académico no solo es de consulta en la judicatura para dirimir lo que sea preciso, sino que sirve de base para la inmensa mayoría de los diccionarios publicados por casas editoriales.
El Diccionario de la Academia ha influido notablemente en la lexicografía española. Podría decirse que casi todos los diccionarios de lengua, e incluso los enciclopédicos y otros, han tomado de él todo cuanto han querido, y no siempre para mejorarlo. Ciertamente, el Diccionario académico arrastra muchas imperfecciones que es preciso corregir, porque, guste o no, con justificación o sin ella, es el modelo a que se atienen todos (también los escritores y las editoriales, por supuesto) para reconocer el sentido del lenguaje. Muchas definiciones del DRAE están sumamente envejecidas, no responden a las reglas lexicográficas actuales (la inmensa mayoría no pasarían la prueba de la sustituibilidad), las marcas no son siempre adecuadas (hay localismos que no lo son, y voces que son arcaicas sin que lo diga el Diccionario), acepciones redactadas en lenguaje arcaico, remisiones en círculo vicioso, falta de coherencia en muchos casos, entradas que no deberían estar, etcétera. También debería plantearse la Academia si vale la pena mantener en el léxico oficial la cantidad más que regular de arcaísmos que registra, las voces desusadas, etcétera, que solo sirven, en la mayor parte de los casos, de estorbo. El Diccionario, para que sea de todos y a todos útil, debe mantener palabras vivas, y con las arcaicas y las desusadas formar un diccionario aparte. Se pide algo similar a lo que hizo la propia Academia en la edición de 1970 al prescindir de los refranes, que no es preciso que figuren en el DRAE porque hay suficientes diccionarios de refranes, y, si no, que la institución realice o encargue uno al que dote de su autoridad y su prestigio. El Diccionario, por sus especiales características, no puede ni debe ser un cajón de sastre donde quepa todo, lujo que sí pueden permitirse otros diccionarios de lengua o enciclopédicos. En suma, arrastra esta modalidad del Diccionario académico gran cantidad de rémoras y errores de todo tipo que los académicos no logran corregir de una edición a otra.
2.2.3. EL DICCIONARIO HISTÓRICO
Nuestra lexicografía oficial tiene una deuda importante con la cultura española: el diccionario histórico. El primer diccionario histórico es el de Alemania, redactado por los hermanos Grimm (1852-1961). Le siguen, entre otros, el Oxford English Dictionary (1884-1928); el A Dictionary of American English on Historical Principles, de los Estados Unidos (1934-1944, y el Dictionnaire historique de la langue française, dirigido por Alain Rey (1992). En España, la primera idea de un diccionario histórico corresponde a la Academia Española, que tenía la intención de confeccionarlo prácticamente desde que en 1739 terminó la publicación del Diccionario de autoridades; en 1861 ya había acuñado el sintagma neológico diccionario histórico, pero tal idea fue arrastrándose a lo largo del tiempo hasta que en 1914 publicó un libro titulado Plan general para la redacción del Diccionario histórico de la lengua española. La redacción de la obra comenzó a finales de los años veinte, y en 1933 apareció el primer volumen, que comprendía la letra a; tres años después, en 1936, hacía su aparición el segundo volumen, la b y parte de la c, pero la guerra civil (1936-1939) no solo paralizó los trabajos (las academias fueron disueltas), sino que una bomba incendió el almacén donde se guardaban los primeros volúmenes y la parte correspondiente al tercero. Terminada la guerra, en 1946 se intentó reanudar las labores de redacción, pero las deficiencias que el trabajo arrastraba aconsejaron abandonar lo realizado y comenzar de nuevo la obra. En 1948 Julio Casares trazó un nuevo plan de trabajo, con el que se reinició el diccionario (que había de tener 25 volúmenes de unas mil cuatrocientas páginas a tres columnas); en 1960 apareció el primer fascículo (a-abolengo); en 1972 se completó el primer volumen (a-Alá), y en 1980 se había impreso la mitad del segundo volumen; en 1990 apareció el fascículo 19. Pero ya en 1976 el lexicógrafo Manuel Alvar Ezquerra aseguraba que "si en estos 16 años solo se ha podido llegar hasta albricia, y se sigue con el mismo ritmo de trabajo, [el Diccionario histórico] no se terminará presumiblemente antes del 2400". Dieciséis años más tarde, en 1992, Manuel Seco, director del diccionario a la sazón, se acerca a este cálculo: al paso a que se avanzaba, para completarlo se necesitaban trescientos setenta y cinco años, es decir, se terminaría en el año 2367, "un plazo disparatado". Causa: la falta de medios materiales con que atender la confección de una obra tan compleja.
Actualmente, bajo la dirección del académico José Antonio Pascual, parece que el tercer proyecto ha empezado a andar. Se ha hablado de llevarlo a la práctica aproximadamente en veinte años, lo cual es hoy posible gracias a que la Academia es ya una institución que maneja el capital necesario para hacer realidad proyectos de esta envergadura. Es decir, que, siendo generosos con los plazos mencionados, para el período 2027-2030 los hispanohablantes tendrán previsiblemente la posibilidad de conocer el devenir histórico de las palabras que usamos.
2.2.4. EL DICCIONARIO MANUAL ILUSTRADO DE LA LENGUA ESPAÑOLA
Este diccionario nació en 1927 con el objeto de que contuviera una síntesis del Diccionario común (el drae), recogiera una serie de voces y acepciones que este aún no recogía y, al propio tiempo, presentara la ilustración de ciertas voces. En 1950 apareció la segunda edición. La tercera, aparecida en 1983, se presentaba en doscientos fascículos, y la cuarta apareció en 1989 nuevamente en un volumen. A diferencia de lo que sucede hoy día con los diccionarios satélites del drae, que son tan normativos (dice la Academia) como el Diccionario mayor, este, digo, no era normativo. Se trataba de presentar las palabras como en una especie de ensayo, de forma que si cuajaban en el uso se admitían y, si no era así, se rechazaban.
2.2.5. EL DICCIONARIO DEL ESTUDIANTE
En agosto del 2005 publicó la Academia el llamado Diccionario del estudiante, destinado, según reza el título, a los estudiantes tanto de España como de Hispanoamérica. Las entradas del diccionario se han obtenido del DRAE, de tal manera que no registra ninguna que no esté recogida en esa fuente. Desde este punto de vista, la obra tiene poca utilidad. En principio, la novedad estriba en las definiciones, generalmente ajustadas a las tendencias actuales en lexicografía y enriquecidas al menos con un ejemplo de uso real (a veces dos o tres). Sin embargo, estas virtudes no impiden que el diccionario tenga defectos, como los siguientes. En contra de lo que podría suponerse, puesto que es para estudiantes, no aparecen las etimologías. Por ello, y pese a lo que dice la publicidad, no hay novedad alguna en la inclusión de palabras como berzotas, mogollón, guay, boludez, boludo, litrona, etcétera, voces que no añaden nada al conocimiento de los estudiantes. Con frecuencia añade la Academia datos prácticos, útiles a los estudiantes o a cualquiera que se dedique a escribir. Pero no siempre ha sido fiel a su propósito. El diccionario ofrece muchos criterios. Así, proporciona el plural de esquí (esquís o, más raro, esquíes), bisturí (bisturíes [muy poco utilizada] o bisturís), y, con el mismo modelo, entre otros el de alhelí, rubí, ceutí y sufí, pero no registra el de pirulí, magrebí, pedigrí, baladí, sefardí, chií y gilí. Para gachí solo gachís. Registra el de bantú (bantúes, dice), pero no el de champú, cebú o gurú. Ofrece el plural de gay (gais), el de fan (fans o fanes [forma, esta última, que no parece gozar de aceptación]) y el de cómic (cómics). En otros casos, en palabras de origen extranjero, admite los plurales irregulares, como fuets de fuet, boicots de boicot , tarots de tarot, piolets de piolet, y en los latinismos, hábitats de hábitat , déficits de déficit, superávits de superávit. La Academia ha decidido que las palabras que acaban en -m tengan un plural que hasta ahora le parecía inadmisible. Así, memorándums de memorándum, factótums de factótum, fórums de fórum, sanctasanctórums de sanctasanctórum, ultimátums de ultimátum, vademécums de vademécum, ítems de ítem, pero en maremágnum o mare mágnum y referéndum decide dejarlos invariables en plural y para pandemónium no ofrece forma de plural. Sí la ofrece para microfilm, que es microfilms. Claro que, teniendo microfilme, plural microfilmes ... Admite algunos extranjerismos, especialmente anglicismos, y, a diferencia de lo que hace el drae, en muchos casos añade a su definición una forma de pronunciación y una adaptación recomendada cuando la palabra se presta a ello, como en ferry (recomendada ferri), casting (castin, pl. cástines), camping (campin, pl. cámpines), marketing (márquetin) , catering (cáterin, pl. invariable), lifting (equivalente recomendando, estiramiento facial), whisky (güisqui), jacuzzi (yacusi), rally (rali), windsurfing o wind surfing (tablavela) . No da equivalente para jazz, footing ni jogging, entre otras que registra en cursiva. Sí lo da para bungalow (bungaló o búngalo) y para glamour (glamur) .
También publicó la Academia un Diccionario escolar con dos ediciones, en 1996 y 1997, pero de escaso valor. En realidad no se trataba de un dicionario escolar, sino de un diccionario abreviado o compendiado, pero conservando en lo esencial las definiciones como las registraría un diccionario de lengua normal. Realmente, un diccionario escolar debe reunir voces que un estudiante juvenil pueda manejar y, más importante aún, definidas de forma que el consultante las entienda. En este sentido, ese diccionario no era apropiado, y dudo mucho que en esas condiciones fuera muy útil.
En el IV Congreso Internacional de la Lengua Española, celebrado en Cartagena de Indias (Colombia) del 26 al 29 de marzo de este año, la Academia anunció la publicación del llamado Diccionario práctico del estudiante, versión para Latinoamérica del Diccionario del estudiante. Sin embargo, la edición del Diccionario del estudiante decía: "Este Diccionario del estudiante es el resultado de años de trabajo de los equipos de la Real Academia Española y de las veintiuna Academias de América y Filipinas [...] = Ha sido construido [...] de nueva planta sobre la base de un banco de datos léxicos extraído de los libros de texto y de consulta utilizados en los sistemas educativos de España y de América [...]". Es decir, que ese primer Diccionario del estudiante ya contenía cuanto era útil a los estudiantes de España y América, como dice la Academia. ¿Qué papel le reserva entonces al Diccionario práctico del estudiante? ¿Es que el anterior no era práctico?
2.2.6. EL DICCIONARIO PANHISPÁNICO DE DUDAS
Dos meses más tarde de la aparición del Diccionario del estudiante, en octubre del 2005, la Academia dio a luz el Diccionario panhispánico de dudas, largamente anunciado desde hacía años y esperado con verdadera expectación. Hay en él mucho trabajo, sin duda, pero se advierte también cierto grado de precipitación, como si algunos problemas se hubieran cerrado en falso solamente porque había que presentar la obra en determinado momento o porque el diccionario tuviera que tratar el tema inexcusablemente. Por ejemplo, que diga que Swazilandia es inglés, que la pleamar se define como "marea baja", que trillón equivale en el sistema estadounidense a mil millones en el sistema europeo, en lugar de a un billón... Es, además, un diccionario cuyo futuro es dudoso por naturaleza. En efecto, esta obra se ha compuesto con temas de ortografía, de morfosintaxis y de léxico. Por lógica, en el momento en que la Academia edite una nueva ortografía, lo cual está previsto para dentro de no mucho tiempo, toda la parte ortográfica del diccionario panhispánico desaparecerá de esta obra, y lo mismo sucederá con los temas morfosintácticos y de léxico cuando se publiquen, respectivamente, la nueva Gramática y la nueva edición del DRAE. La nueva Gramática está anunciada para el próximo año, y se supone que la nueva edición del DRAE no tardará mucho en producirse, a este paso (se anuncia para el 2013). Por consiguiente, ¿cómo mantener viva una obra cuyos materiales están duplicados en otras obras también académicas y coetáneas? En este momento, los materiales ortográficos del DPD están duplicados en la Ortografía de la lengua española (1999) y en el Diccionario del estudiante (especialmente en el apéndice, pero también en los artículos lexicográficos). Los temas léxicos, como los plurales, el género, etcétera, están asimismo en el Diccionario del estudiante. Lo mismo puede decirse, en general, de los temas morfosintácticos tratados en estas obras. ¿Cuál es, pues, el futuro del Diccionario panhispánico de dudas? Si la Academia es coherente y sistemática, el futuro de esta obra es muy corto.
2.2.7. EL DICCIONARIO ESENCIAL DE LA LENGUA ESPAÑOLA
En el 2006, la Academia publicó el tercer diccionario en menos de año y medio. Esta vez el Diccionario esencial de la lengua española, una obra destinada a completar el conjunto de diccionarios satélites del drae. En efecto, no se entiende bien qué papel desempeña un diccionario como este, salvo que se piense en que la Academia pretrende cubrir todos los flancos posibles en torno a su diccionario mayor. La crítica que ha obtenido, muy escasa, hace hincapié en la aceptación por primera vez de ciertas voces o sintagmas que ya se conocían de antiguo, y que si no figuraban en los diccionarios académicos era más por descuido que por rechazo. Confeccionar un diccionario solamente para que quede constancia de que existen fórmulas léxicas como vaca sagrada, gol de oro y otras semejantes no está justificado. A la vista de la realidad, no se entiende que se haya dedicado un esfuerzo a confeccionar una obra que no es necesaria. Esa es la impresión que produce este diccionario, tal vez aparecido muy a destiempo.
2.3. La Gramática
En 1771, después de treinta años de estudio (iniciados inmediatamente después de la publicación de la Ortografía), la Academia publicó la primera edición de su Gramática, de la que hizo una segunda edición a los tres meses. Desde entonces se han publicado unas treinta reediciones, pero su contenido no siempre estuvo corregido y puesto al día, al menos tal como hoy se exigiría. Por ejemplo, la edición de 1959 se basaba en la de 1931 (aún en vigor), y esta, en la de 1920, que sí recogía ciertas reformas del texto en relación con la edición anterior. El paso del tiempo aconsejó a la Academia comenzar estudios gramaticales más profundos y actuales, con objeto de preparar una gramática acorde con las tendencias de la época actual. Los estudios encargados se editaron en 1973 con el título de Esbozo de una nueva gramática de la lengua española, declarado no normativo por la propia Academia. Los estudios gramaticales, pues, no han tenido toda la atención de la Academia durante muchos años (al menos setenta y seis, desde 1931). Solo en estos días parece que se trabaja seriamente en una Gramática que, dirigida por Ignacio Bosque, aparecerá probablemente en el 2008.
3. Resumen de la obra académica
Llegamos a los albores del siglo xxi con un panorama desalentador. La escritura tiene problemas, estos problemas están generados por la Academia Española, pero la Academia Española no resuelve los problemas de la escritura. Veamos algunos de ellos.
3.1. La normatividad de las publicaciones académicas
La normatividad de las publicaciones académicas es algo que se da por sentado. Forma parte de la naturaleza de la propia institución. Hemos visto cómo, al referirse al Esbozo de una nueva gramática de la lengua española, la propia Academia decía que esta obra no es normativa. Por lo tanto, las demás, aunque no lo explicite, son normativas per se. Fue normativo, aunque al parecer no lo pretendía al principio, el Diccionario de autoridades. Sin embargo, al aparecer la edición 22.ª del drae (2001), de fuentes académicas o próximas se hizo circular la especie de que esta edición no era normativa. Sin duda obedecía al hecho de que registrase en su seno cantidades notables de extranjerismos crudos. Rechazado ello por los expertos, puesto que no hay forma de que una obra académica como el Diccionario común no sea normativa, a no ser que diga explícitamente lo contrario, se corrió un velo sobre ello y se estuvo a la espera de las nuevas publicaciones de la Academia. Y he aquí que de la duda hemos pasado a las afirmaciones más ruidosas. En efecto, en las últimas ediciones de la Academia, como el Diccionario del estudiante, el Diccionario panhispánico de dudas y el Diccionario esencial de la lengua española se dice explícitamente que esas obras son normativas. El problema está servido: ¿cuál de ellas es la más normativa, dado que han salido en un espacio máximo de año y medio y mínimo de menos de dos meses? La respuesta que suele dar la Academia de forma oficiosa, y que parece razonable, es que es más normativa la última publicada. Sin embargo, por muy razonable que eso parezca, está preñado de extrañezas y peligros. En efecto: ¿es más normativo el Diccionario del estudiante que el drae? Si solo tengo uno de esos diccionarios y no es el último, ¿cuál es el normativo para mí? En materia de ortografía, ¿es más normativa la contenida en el Diccionario panhispánico de dudas del 2005 que la Ortografía de la lengua española de 1999? El último diccionario académico publicado es el Diccionario esencial de la lengua española. Bien: ¿es más normativo que el Diccionario del estudiante, el Diccionario panhispánico de dudas o el drae, considerados superiores? Puesto que se trata de publicaciones distintas con contenidos a veces iguales (aunque sea parcialmente), a veces muy parecidos, no parece acertada la afirmación de que la última de las ediciones es la más normativa. Sin embargo, la Academia hará valer su criterio cuando así le interese (por ejemplo, el Diccionario panhispánico de dudas será más normativo que la Ortografía, el drae y el esencial en todo lo relacionado con el contenido ortográfico, por ejemplo).
3.2. Problemas de ortografía
Pese a la existencia de tantas obras académicas, una serie de problemas de ortografía siguen sin solución, porque la grafía que les asigna la Academia no es igual en todas sus obras o no es aceptable para los profesionales de la escritura.
1. Las letras del alfabeto español. La Academia sigue manteniendo que el alfabeto español tiene 29 letras, cuando no pasan de 27. Se empeña en considerar que la ch y la ll, pese a ser definidas como dígrafos ("combinaciones de letras", dice ahora), sean también consideradas letras, lo cual no se compadece bien con el sentido común ortográfico. Ningún alfabeto de una lengua culta considera sus dígrafos como letras, y por lo tanto no forman parte de sus alfabetos respectivos.
2. Monosílabos verbales con hiato. La Academia, desde su Ortografía de 1999, permite que se consideren diptongos ciertos tiempos verbales que sin duda tienen hiato, como fie, fio (de fiar), pie, pio (de piar), hui (de huir), riais (de reír), y los sustantivos guion, Sion, etcétera. Todas estas palabras tienen hiato en todo el mundo hispánico excepto algunos lugares muy minoritarios de Hispanoamérica donde al parecer no distinguen el hiato del diptongo. Pero se trata, obviamente, de una excepción a la regla, no de una regla, que es lo que, injustificadamente, ha creado la Academia. ¿Acaso se pronuncian de la misma forma fui que huí?
3. La tilde en la letra o entre cifras. Esta tilde, tan discutida, debería desaparecer de la vocal o, pero la Academia, que comienza mostrando casi su acuerdo, pronto da un giro de 180 grados y mantiene la tilde en su sitio. Dice: "Por razones de claridad, ha sido hasta ahora tradición ortográfica escribir la o con tilde cuando iba colocada entre números, para distinguirla del cero: 3 ó 4, 10 ó 12. La escritura mecanográfica hace cada vez menos necesaria esta norma, pues la letra o y el cero son tipográficamente muy diferentes". Y continúa: "No obstante, se recomienda seguir tildando la o en estos casos para evitar toda posible confusión". Pero, para mayor asombro, dice a continuación: "La o no debe tildarse si va entre un número y una palabra y, naturalmente, tampoco cuando va entre dos palabras", y pone estos ejemplos: Había 2 o más policías en la puerta. ¿Quieres té o café? Tengo para mí que la Academia, a veces, se descuida cuando escribe. Si así no fuera: 1) la primera parte de esta cita tendría que ser redactada de otra manera, para no confundir a lectores inseguros, como los estudiantes; 2) no mencionaría la escritura mecanográfica, ya obsoleta desde hace al menos veinte años (actualmente se escribe a mano o con teclado de ordenador); 3) ¿por qué recomienda seguir tildando la o después de decir lo que ha dicho y en los términos en que lo ha dicho?; 4) el ejemplo 10 ó 12 es absurdo, por cuanto es imposible que nadie se confunda con esas cifras; 5) la o en el ejemplo Había 2 o más policías resulta tan problemática (siguiendo la teoría académica) como en 2 ó 3, por lo que debería tildarse como cuando se encuentra entre cifras: Había 2 ó más policías; 6) el ejemplo ¿Quieres té o café? carece de sentido en esta norma, pues nunca ha presentado ni puede presentar problema alguno. En resumen: No debe escribirse 2 ó 3, sino 2 o 3 o, mejor aún, dos o tres, pues no solo son dígitos (y los dígitos se escriben con letras), sino que es un uso dubitativo, para el que también se recomienda la escritura con letras; y, finalmente, en el ejemplo Había 2 o más policías debe escribirse Había dos o más policías, por las mismas razones que anteriormente. La grafía 2 o más es inadmisible, con tilde o sin ella.
4. La tilde en solo y en este, ese, aquel. Uno de los problemas más enojosos de la ortografía actual está constituido por la escritura, con tilde o sin ella, de estas palabras. La Academia permite no ponerla, y de hecho ella misma no la usa nunca desde hace al menos cincuenta años, pero la gente sigue considerando que las palabras que no llevan la tilde pudiendo llevarla son de lectura confusa. No hay tal, pero la Academia parece mantener esa duda al no resolver con claridad, en todas sus obras, esta zozobra.
5. El punto de cierre en signos dobles. La norma tradicional establecía que cuando una oración independiente apareciera entre paréntesis, corchetes o comillas, el punto antes del cierre del signo doble se colocaba dentro de esos signos, y fuera en caso contrario, es decir, cuando lo encerrado por ellos no fuera independiente. Esto era y es así por razones de lógica gramatical: en oraciones independientes, el punto corresponde al texto, mientras que en oraciones dependientes el punto pertenece a la totalidad encerrada por esos signos, por lo que debe colocarse fuera de ellos. Pues bien: la Academia ha decidido, no se sabe por qué, que ese punto se coloque siempre detrás del signo de cierre, cualquiera que sea el caso. Quienes hemos dedicado nuestra vida o parte de ella a corregir textos sabemos que esa decisión es errónea, pero la Academia no parece dispuesta a rectificarla.
6. La partícula ex. Otro problema de escritura es el que se relaciona con la partícula ex, que el drae del 2001, en un giro espectacular, consideró adjetivo y estableció su grafía separada del adjetivo o sustantivo siguientes: ex ministro, ex marido. El Diccionario del estudiante, con mucho sentido, en la entrada ex- considera que es un prefijo que se usa antepuesto a nombres o adjetivos, separado de estos o bien unido a ellos por un guión: ex ministro, ex marido, ex-jugador, ex-capital. Sin embargo, en el Diccionario panhispánico de dudas, como en el Diccionario esencial de la lengua española, la Academia se desentiende de lo dicho y obliga a escribir la partícula separada de la palabra a la cual antecede. Es decir, no exministro, exmarido, exjugador, excapital, sino ex ministro, ex marido, ex jugador, ex capital, escritura que va en contra de la doctrina académica aplicable a las partículas que preceden a adjetivos o sustantivos. Dicen algunos que, al parecer, para mantener a toda costa esta grafía anómala la Academia se ampara en el hecho de que, según ella, si se une la partícula ex a la palabra siguiente podría dar como resultado grafías extrañas como exalto cargo. Sin embargo, por lo visto la Academia no ha reparado en el hecho de que sí podemos escribir viceprimer ministro sin que se produzca extrañeza alguna. Yo no creo que haya ningún reparo en escribir exalto junto a viceprimer. Es más: no encuentro inconveniente alguno en escribir exviceprimer ministro cuando el viceprimer ministro deje de serlo.
7. Otros aspectos. Hay otras cuestiones ortográficas que son problemáticas y que constituyen fuentes de dudas recurrentes, como la escritura de las fechas, del guión, de las mayúsculas, etcétera.
3.3. Problemas de lexicografía
Como se ha visto, la proliferación de obras lexicográficas académicas no está justificada ni por el uso que de ellas se haga ni por la ayuda que presten en la utilización del léxico hispánico. Tal cantidad de obras de este tipo apabulla y lo único que consiguen es crear nuevas dudas, entre ellas las siguientes: ¿cuál es, para mí, según mis necesidades, la mejor de esas obras? ¿He de adquirir cualquiera de ellas y además el drae? ¿He de adquirirlas todas? ¿Me sirve el drae como obra máxima de nuestra lexicografía actual o, por el contrario, está superada por las demás obras del mismo tipo alumbradas por la Academia en los últimos dos años?
4. Conclusión
Hemos hecho un recorrido por las obras académicas desde la fundación de la institución madrileña. Admiramos profundamente el trabajo desarrollado por la Academia a lo largo de sus primeros cien años, pero lamentamos que después se desentendiera de esa postura creativa y nos dejara sumidos en los problemas que genera toda lengua viva, sobre todo si su alcance geográfico y social es el que tiene la nuestra en todo el mundo.
En los albores del siglo xxi advertimos que queda mucho por hacer en el campo de la lengua española. En mi modesta opinión, la Academia debería tratar más y mejor la ortografía, la morfosintaxis y el léxico. Entiendo que cada una de estas materias debería tener su obra propia y en cada una de ellas reunir y tratar lo más exhaustivamente posible todas las normas y excepciones, para que el lector hallase en ellas el máximo de respuestas a sus dudas. Tales obras se renovarían con nuevas ediciones cuando fuera necesario, de tal manera que siempre estuvieran las materias razonablemente al día. Acabaríamos, así, con esta inseguridad por un lado y esta multiplicidad de obras cuyos contenidos se sobreponen o se desautorizan mutuamente, con los daños que eso acarrea al sistema de la lengua.
Por lo demás, la Academia puede publicar cuantas obras crea conveniente, pero siempre sin carácter preceptivo, carácter que solo corresponde a las obras que encierran doctrina académica, normativa. Por ejemplo, no son normativas las obras editadas dentro de la Colección Nebrija y Bello, de la Academia, como la Gramática de la lengua española, de Emilio Alarcos Llorach (Madrid: Espasa Calpe, 1994), y la Gramática descriptiva de la lengua española, dirigida por Ignacio Bosque y Violeta Demonte (3 vols., Madrid: Espasa, 1999). Las obras normativas, como he dicho antes, son la Ortografía, la Gramática y el Diccionario.
Para terminar: En el 2013 se cumplen trescientos años de la fundación de la Academia, y esta, como hemos dicho, prepara una edición del Diccionario por excelencia de todo el mundo hispánico, el drae. Ojalá sea una edición que satisfaga a todos, de tal manera que, junto con la nueva Gramática y la revisión de la Ortografía, podamos sentirnos satisfechos con el trabajo de la Academia. Tampoco debería ser tan difícil.