El diccionario y la tradición

Por Ilan Stavans *
(U.S.A.)

Ilan Stavans

Al diccionario de la RAE lo amo y odio a la vez.

Tengo en mi biblioteca personal más de una centena de léxicos de toda índole. Tal cantidad, a mi gusto, no es motivo de asombro. Todo escritor que se jacte de pertenecer a un idioma (para mí es más fácil ser de un idioma que de un país) tiene a la mano al menos uno de ellos, al que acude en momentos de incertidumbre. Yo lo hago a cada rato en mi jornada diaria, con el de la RAE y otros más. De hecho, me descubro hojeándolo (¿o debo decir 'ojeándolo'?) varias veces por hora, extraviándome en el caudal de sus definiciones. ¡Tanta palabrería!

En la vigésima segunda edición -página 818 del primer volumen- se define a sí mismo así: "(Del b. lat. dictionarium). m. Libro en el que se recogen y explican de forma ordenada voces de una o más lenguas, de una ciencia o una materia determinada. Dicción clara y limpia". Pero el de la RAE en especial es otras cosas más: una carta magna, el estandarte de nuestra tradición, un banco infinito de memoria y, además, un despiadado instrumento de coerción.

Todo idioma existe en estado de mutación eterna. No hay palabra, por sofisticada que sea, que esté más allá de los efectos del tiempo. Su significado cambia en la medida en que sus hablantes transformamos nuestras condiciones inmediatas. Sor Juana Inés de la Cruz entendía el término 'fineza', que sirve de médula vertebral a su Carta atenagórica, como un acto de amor y bienaventuranza de Jesucristo. Y para el Quevedo que escribe desde Torre de Juan Abad, en su finca, retirado en la paz de sus desiertos, un 'libro' es docto y portátil, y no desechable o electrónico. ¿Sabrá el futuro lo que fue un 'fax' cuando nosotros desconocemos ahora lo que es un 'ñaque'?

Diccionario RAE

¿A quién se le ocurrió la idea genial de acorralar el idioma entre dos cubiertas? No bien se publica la próxima edición del diccionario de la RAE, sus usuarios inmediatamente la hallan incompleta. Hay tanto que quedó fuera que podría hacerse un contra-diccionario con las mil y una voces ninguneadas, que por lo general corresponden al habla juvenil, del hampa, los deportes y la publicidad, y en general al acontecer verbal improvisado, jazzístico, el que la gente inventa cuando le da la gana para decir lo que le gusta como mejor le viene.

Hace un par de años escribí, en inglés, un libro sobre mi adicción a los léxicos. Se titula Dictionary Days. Explico en sus páginas mi admiración por el Oxford English Dictionary, que, iniciado a finales del siglo XVIII, es el proyecto lexicográfico más ambicioso jamás emprendido, que recopila, a la fecha, más de 900,000 palabras y que fue hecho de manera democrática, con la ayuda de un ejército de investigadores voluntarios, dispersos en todo el orbe, con James Murray a la batuta. El OED es un diccionario descriptivo, del tipo que a mí me gusta. Hablo asimismo de mi colección, que incluye volúmenes etimológicos, estilísticos, de americanismos, regionalismos, arcaísmos, barbarismos y un sinfín de excepciones, así como diccionarios bilingües, trilingües y multilingües, en latín, hebreo, yiddish, alemán, árabe, ladino, italiano, francés y portugués, que son los idiomas que conozco. Porque, sobra decirlo, cada gallo canta su canción dependiendo del contexto: el gallo francés dice co-co-ri-có, el inglés cock-o-doodle-doo y el español qui-quiri-qui. Yo mismo he compilado un diccionario de spanglish que incluye unas 6,000 entradas y he colaborado en la preparación de otra docena en idiomas diversos. (¿Cómo canta el gallo en spanglish?) De vuelta, el OED es el eje gravitacional de mi colección. Francamente, el Larousse y el DRAE ni siquiera se le aproximan en tamaño y lucidez. Al fin y al cabo, el de Oxford es el producto de una civilización, la anglosajona, que se ufana de su devoción filológica, rigurosa y fehaciente.

Siempre batallo con el DRAE. Me enfurece que su esfuerzo sea normativo -es decir, legislativo-, que su intención no sea la de recoger y explicar de forma ordenada las voces de "la lengua castellana o española", como decía Sebastián de Covarrubias, sino la de enseñarle a la plebe a utilizar una dicción clara y limpia. Esa intención es necia porque, como decía Alfonso Reyes desde su Ateneo en Anáhuac, en "la pronunciación vulgar se descubren los movimientos del lenguaje vivo, en cada dislate de los palurdos lo que podrá ser nuestra lengua culta del porvenir".

Entiendo a la filología como una disciplina científica dedicada al estudio de la cultura a través de su lenguaje y literatura, que nunca está exenta del activismo político. Cuando el catedrático salmantino Antonio de Nebrija, en el prólogo a su Gramática de 1492, le dice a Isabel la Católica, que "Cuando bien conmigo pienso, mui esclarecida Reina, t pongo delante de los ojos el antigüedad de todas las cosas que para nuestra recordación t memoria quedaron escriptas, una cosa hállo t sáco por conclusión mui cierta: que siempre la lengua fue compañera del imperio; t de tal manera lo siguió, que junta mente començaron, crecieron t florecieron, t después junta fue la caida de entrambos", no lo vacía de su estímulo ideológico: el español como arma imperial. De hecho y de derecho, la filología a un tiempo enseña y adoctrina.

No recuerdo cuándo obtuve mi primer ejemplar del diccionario de la RAE, aunque sé que fue antes de 1985, año en que abandoné la Ciudad de México y me mudé a Nueva York. Seguramente me lo regaló mi padre. En mi infancia y adolescencia, cada vez que la familia se sentaba a la mesa y tenía un debate en derredor de alguna voz, debacle que con frecuencia terminaba en una apuesta, él siempre me decía: "Ilan, no te hagas la vida imposible. Pregúntale a las autoridades en Madrid". Refunfuñando, yo iba al estudio, bajaba el diccionario del estante, lo consultaba y me daba cuenta de que, ante semejante autoridad no vale la pena apostar.

¿O sí? El lenguaje es un río que no se detiene ... Nosotros también somos ese río, que el diccionario ni obstruye ni contiene, sino solamente describe. Hace lo mismo que una cámara fotográfica: fija la realidad en un momento específico. Lo que viene antes y después queda afuera, libre y soberano.

Diccionario de Spanglish

Fue durante mi estadía en Nueva York, hasta 1993, cuando mi cerrazón con el diccionario de la RAE llegó a su apogeo. Me había iniciado entonces en el estudio metódico del spanglish y soñaba con preparar un léxico que registrara el maremagno lingüístico de que era testigo a diario. Por las noches, investigaba la historia de la Real Academia, su deuda con las Autoridades, y auscultaba su diccionario. ¿Quiénes eran responsables de su sabiduría? ¿A quién le debíamos la tradición hispánica como acerbo transoceánico? ¿Cuál era de la historia de sus disidencias y supersticiones? ¿Cómo se decidía la entrada (o salida) de una voz? ¿Acaso contendría erratas? ¿Qué relación existía en sus páginas entre el español de España y el de América? ¿Con qué frecuencia era actualizado? Y finalmente, ¿cuántos términos en spanglish aceptaba la RAE? (Un número ínfimo, por cierto. De fiqui a sangüiche, el diccionario Clave, por otro lado, es notablemente más receptivo).

La definición que ofrece de 'castizo', palabra que, por cierto, es imposible de traducir a otro idioma, es "de buen origen y casta". Queda claro, aquí y en infinidad de sitios, que lo que le falta a los eruditos es una dosis módica de ironía. No hay nada más castizo que este diccionario. El eslogan de la RAE sigue siendo, a pesar de las burlas y protestas, "limpia, fija y da esplendor". A los judíos se les expulsó de la España católica el mismo año en que Nebrija le escribía a la reina, y en que Colón emprendía su primer viaje. Por eso, cada vez que me busco a mí mismo, me encuentro en estado de postración. El diccionario incluye la palabra 'judiada', que explica como "acción mala, que tendenciosamente es considerada propia de judíos", que quizás incluya alguna que yo cometo. Y al adjetivo 'mexiqueño' se le define como "natural de México", aunque yo, que viví allí veinticinco años, no conozco a uno solo.

¿Por qué se empecina la RAE en denigrar a tanto malnacido? Samuel Johnson, en la introducción de A Dictionary of the English Language, recuerda que siempre hay mucho que ridiculizar y poco que festejar en un diccionario. La síntesis y el error siguen el mismo procedimiento: ignorar datos; y todo léxico, obviamente, es una síntesis. A los ataques debo sumar las deudas: el diccionario de la RAE me enseñó a apreciar la lengua, a hacerla elástica, menos monótona, a verla como caudal. Pero cada vez que lo abro, también reconozco que el índice de americanismos en sus páginas es reducido, a pesar de que nueve de cada diez hispanohablantes vivimos de este lado del Atlántico. Hay cuatrocientos millones de posibilidades de hablar nuestro idioma y las ibéricas ni son mejores ni peores que las demás.

San Agustín creía que el arte de definir vocablos es tan quimérico como el de interpretar sueños. En lo que respecta a los sueños, semanas atrás tuve uno que me gustaría relatar. Su inspiración, supongo, fue el regalo que una amiga, que trabaja en la compañía Modern Library, me hizo de sorpresa al enviarme por correo un ejemplar de William Shakespeare: Complete Works, editado por Jonathan Bate y Eric Rasmussen bajo el imprimátur de la Royal Shakespeare Company. Mi entusiasmo fue enorme, hasta que abrí el libro y encontré que sus hojas estaban en blanco, ni una sola letra, punto o signo de exclamación salpicado en ellas. Este es, pues, un libro abierto.

El regalo me conmovió profundamente. Esa noche, en el sueño, estaba en mi biblioteca, cuyo orden, a primera vista, me resultaba extraño. Descubrí la razón al acercarme a la sección de léxicos: todos mis diccionarios habían desaparecido. Perplejo, triste, incompleto, salí del cuarto en busca de una explicación. Alison, mi esposa, estaba en el segundo piso de la casa. "¿De qué hablas?" decía. No parecía entender la palabra 'diccionario'. Yo le explicaba que son artefactos de uso común, diseñados para estandarizar el idioma. Pero ella respondía que jamás había escuchado una idea tan absurda y que no había tal cosa. A estas alturas del sueño, concluí que los diccionarios eran un invento mío, que el lenguaje es más caótico de lo que yo me atrevía a suponer.

Desperté agitado, sudoroso, con una sensación de vértigo. Luego de unos minutos, conciente de estar despierto, me regresó la tranquilidad.

La tradición, que está cifrada en nuestro idioma, es de todos y de nadie. Sus confines son mentales. A los hispanohablantes, dondequiera que estemos, no corresponde ensanchar esos confines. España es nuestro origen aunque no nuestro destino. El diccionario de la RAE es parte de esa tradición. En él está parcialmente encapsulada nuestra memoria. El resto se halla en la calle, el bar, la recámara, la cocina, el aula, el televisor, la cancha deportiva -en nuestro folclore.

________________

Volver arriba




* Ilan Stavans es titular de la cátedra Lewis-Sebring del Amherst College (EE.UU.). Entre sus libros se incluyen The Hispanic Condition, On Borrowed Words, Spanglish, Dictionary Days y Love and Language.



Texto, Copyright © 2007 Ilan Stavans
Copyright © 2004 - 2007 La Mirada Malva A.C.
Prohibida la reproducción de cualquier parte de este sitio web sin permiso del editor. Todos los derechos reservados
Para contactar con nosotros entra aquí

15 de junio de 2007

Valid HTML 4.01 Transitional ¡CSS Válido!