Cada vez que en una novela o un cuento aparece un diccionario o una enciclopedia (pienso en Belarmino y Apolonio, de Pérez de Ayala o en Tlön, Uqbar, Orbis tertius, de Borges), enseguida invade mi cuerpo una placentera sensación familiar. El diccionario y la enciclopedia fueron mis primeros libros, o al menos, los primeros que quedaron definitivamente incorporados a mi capital lector, junto al Quijote, la Odisea y La isla del tesoro, aunque precediéndolos.
Cuando yo nací, en 1942, en la casa de mis padres estaba ya, desde hacía muchos años, el Diccionario manual e ilustrado de la Real Academia Española, publicado, en 1929. Lo recuerdo con memoria fotográfica. Tenía unas gruesas tapas troqueladas, de lustrosa tela rojo lacre. Contenía pequeños grabados a pluma de diáfana claridad. El papel amarilleaba. La encuadernación empezaba a envejecer; los cantos y las esquinas ya se deshilachaban.
Este volumen es con seguridad el primer libro de mi niñez que recuerdo claramente, aunque en la misma época tuve otros, de los llamados infantiles, que desaparecieron sin dejar huella, tal vez con la única excepción de otro que era de alguna manera también una suerte de enciclopedia. Se llamaba Lo que sabía mi loro y era una recopilación de versos, cuentos, refranes, adivinanzas, trabalenguas y consejos, profusamente ilustrada con dibujos del autor, un periodista español cuyo nombre no conservo.
No sé qué impulsó a mi padre a comprarme el Diccionario enciclopédico abreviado de Espasa-Calpe, en tres tomos. Tal vez el verme echado boca abajo en el suelo, absorto en el tomo color lacre con los pequeños grabados a pluma. Fue antes de 1954, porque yo estaba todavía en la escuela primaria, y después de 1950, porque en una página a todo color aparecía Juan Domingo Perón, con uniforme de gala y montado en su caballo Pinto, en la parada militar del 17 de Agosto de 1950, centenario de la muerte de José de San Martín, que yo presencié ese día desde un balcón de la Avenida del Libertador.
El Espasa de tres tomos inició una nueva etapa en mi vida y relegó al olvido al desdichado Diccionario manual, que también había descatalogado la Real Academia. El Espasa se llenó rápidamente de tiritas de papel (cortadas con una tijera sustraída definitivamente del costurero de mi madre). Marcaban páginas seleccionadas: primero, todas las que se referían a armas y uniformes antiguos, y personajes mitológicos; luego, los planetas y los elementos químicos.
El ejemplo de mi padre cundió por el barrio, y mi vecino Jaime recibió como regalo la enciclopedia Sopena (en dos tomos). Jaime y yo nos pasábamos las tardes con los cinco gruesos volúmenes repartidos por el piso, examinando y comparando nuestros tesoros, y agregando más tiritas de papel para señalar nuestros descubrimientos. Esas tiritas seguían allí, muchos años después, cuando levanté mi casa y liquidé mi biblioteca, en vísperas de emigrar a España.
En esos mismos años del diccionario enciclopédico Espasa de tres tomos, otro diccionario entró en mi vida: el Cuyás, de Appleton. Agobiado por la dificultad que había significado para él tener que aprender inglés ya de adulto, mi padre decidió que a mí no me sucedería lo mismo. Recibí mis primeras clases de inglés antes de saber leer y escribir en castellano.
Cuando mis clases avanzaron, el Cuyás emigró de la biblioteca de mi padre, en su consultorio médico que ocupaba parte del piso donde vivíamos, a mi cuarto de juegos. Recuerdo bien la encuadernación en media pasta, con lomo de cuero negro y letras doradas, que quizá no fuera la original. Los márgenes estaban repletos de anotaciones hechas en la minúscula pero clarísima caligrafía azul de la pluma Parker de mi padre: un verdadero glosario de términos médicos.
El Cuyás tuvo una efímera presencia en mi vida, por varios motivos. El primero y principal -más allá de mi escasa edad como para aprovecharlo- fue que Sara Barrio, mi primera maestra de inglés, estaba persuadida de que el diccionario bilingüe era un obstáculo y no una ayuda para el aprendizaje.
Consideraba que en lugar de aprender traduciendo era más productivo que sus alumnos construyeran un espacio propio para los significados del inglés en su cerebro; pensaba que el sólo asociar palabras de la lengua materna con las del segundo idioma limitaba su aprendizaje. Es una teoría que parece sostenerse bien hoy, más de medio siglo después, a la luz de la neuro- y psicolingüística.
Es probable, así, que yo deba a ese enfoque pedagógico la facilidad que experimenté más adelante para seguir adquiriendo nuevas lenguas: francés, alemán, italiano, portugués, catalán, y también griego y latín. En todo caso, significó la entrada de un nuevo diccionario en mi vida, que me ha acompañado hasta hoy, en sucesivas ediciones: el Concise Oxford Dictionary of Current English, de la Universidad de Oxford.
El Concise entró en mi vida cuando, al pasar de la escuela primaria a la secundaria, pasé también de los cursos infantiles a los avanzados, en la Asociación Argentina de Cultura Inglesa. Ese primer año, Miss Audrey Spence le dijo a mi madre que en adelante yo debería utilizar el Concise para preparar mis ejercicios de clase, y así apareció por primera vez en mi vida aquella encuadernación azul-prusia, y el escudo dorado con las tres coronas y el lema DOMINUS ILLUMINATIO MEA, que durante muchos años yo deletreaba -equivocando deliberadamente- ¡DOMININA NUSTIO ILLUMEA!, debido a la casual división de las palabras en el códice abierto sobre el que están trazadas. ¡Qué más natural que un diccionario inglés inspire un juego de palabras latinas!
El encuentro con el Concise fue un amor a primera vista y el volumen azul con su funda gris-celeste pasó a ocupar un lugar inamovible bajo mi almohada, sitio apropiado para el tipo de nocturna relación pasional que me unió con él por mucho tiempo. Con el Concise, del que leía una página cada noche, antes de pegar los ojos, comenzó mi vida adulta de lector de diccionarios, y con él, sin saberlo, aprendí a leer con ojo lexicográfico.
No tengo ningún recuerdo de cómo estaban redactados los otros diccionarios que habían pasado previamente por mi vida, aunque me inclino a sospechar que debían parecerse mucho al Diccionario de la lengua española, de la Real Academia, con el que sólo me encontré cara a cara años más tarde.
En todo caso, el Concise me marcó para toda la vida, y cuando conocí su historia (y la de su progenitor, el gran Oxford English Dictionary), comprendí por qué. Lamento que los prólogos de H.W. y F.G. Fowler, sus creadores, hayan sido suprimidos en la novena edición (1995), a cargo de Della Thompson.
Narraban concisamente, y con mucha flema británica, las vicisitudes de los dos diccionarios oxonienses, el grande y el pequeño, y eran una verdadera lección de lexicografía. Comenzando por aquella anécdota agridulce: la primera carta que recibieron los autores del Concise, apenas publicado, en 1911, había sido de un lector que reclamaba la devolución del precio pagado. Había comprado la obra para resolver una disputa acerca de la ortografía de la palabra X, y ésta no aparecía en el libro. El Concise abrió para mí, por primera vez, las puertas de The waves; hizo de mi, para siempre, lector devoto de Virginia Woolf.
Un Garnier francés-español entró en mi vida, no se cómo, por esos años, con motivo de los tres cursos de lengua francesa que me tocaron en la escuela secundaria, pero pasó sin pena ni gloria. Antes de llegar a las clases de Mme. Seguí, yo ya había comenzado a hablar francés con mi madre, y lo había perfeccionado luego con mi tía Graciana Yriart, cuyo hijo Santiago me regaló mi primera suscripción a Paris-Match, también en aquel primer año de secundaria.
Poco antes, para practicar inglés, mi primo me había dado a leer Treasure Island, en el mismo ejemplar que mi padre le había regalado a él cuando tenía mi misma edad, y que llevaba una breve dedicatoria suya.
Al concluir el tercer año de la secundaria, mi padre me llevó a su antiguo profesor de alemán, Carlos Sauer, quien a su vez me entregó a su hija Beatrix. Ella, en la primera de muchas iniciaciones, me hizo leer mi primer libro en francés: Bella, de Jean Giraudoux (Germaine, la madre de Beatrix, era francesa). Con germano celo profesional, Beatrix me hizo comprar el respetable lexicón alemán-español de Szlaby-Grossmann, y así pude leer el Kornett de Rilke.
El paso siguiente en mi vida, al terminar la escuela secundaria, fue comenzar a trabajar como traductor de inglés en el Instituto Geográfico Militar, el vasto organismo cartográfico responsable de los mapas oficiales de la República Argentina y también, indirectamente, de sus fronteras.
En su cavernosa biblioteca centenaria me encontré por primera vez con la monumental Enciclopedia universal ilustrada europeo-americana, de Espasa-Calpe, que alivió mis largas jornadas de ocio forzoso, entre un manual y otro de teodolitos, niveles, máquinas de cálculo y primeros instrumentos ópticos de láser que yo debía traducir para los ingenieros, topógrafos y cartógrafos del IGM. La Espasa de 1920-1930, con sus cien tomos, sigue siendo todavía hoy uno de mis pasatiempos favoritos, y me arranca tantas sonrisas como respeto me provoca.
Poco después emigré del IGM a la editorial Abril, el vasto imperio periodístico de Cesare Civita, hoy extinguido en la Argentina pero aún vigoroso en Brasil. Como traductor, primero, y luego como aprendiz de periodista, en Panorama y gracias a Sandro Tedeschi, descubrí el diccionario enciclopédico de Bompiani. Y también leí a Pavese, Lampedusa e Italo Calvino.
En Editorial Abril, también, el inglés nocturno del Concise me abrió las puertas de Time Inc., el otro socio de Panorama, y me descubrió un periodismo entonces insospechado en cualquier en otro idioma: Time, Life, Fortune, Sports Illustrated, Architectural Review, Money, People, Time-Life Books.
Fueron tiempos en los que dos enciclopedias, la Collier's y la Britannica, me salvaban la vida cada vez que a última hora, con las rotativas esperando, había que llenar una página en blanco en Panorama. Les robaba páginas enteras.
Me encontré definitivamente con el Diccionario de la Real Academia Española en mi primer año de la carrera de Letras. (Antes lo había tenido sólo una vez en mis manos y había sido en plan de broma.)
Aquel de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires fue un encuentro poco feliz: los mismos profesores -con Ana María Barrenechea a la cabeza- que me impusieron de la necesidad de utilizarlo cuando leía las Novelas ejemplares, también me advirtieron de sus limitaciones.
Pero ellos mismos me señalaron el medio para superarlas: el glorioso Diccionario crítico etimológico de la lengua española, de Juan Corominas, y el heroico Diccionario de uso de la lengua española, de María Moliner, ambos producidos con el sello de la Editorial Gredos que dirigía Dámaso Alonso.
Estos dos notables diccionarios, que entonces eran una novedad, completaron, en mi formación de lector, la obra que había iniciado el Concise de Fowler & Fowler. Cuando ese mismo año descubrí el Greek-English Lexicon de Liddle & Scott, con la librea azul y oro de Oxford, tuve la sensación de estar levitando, al tiempo que creía oír la misma arpa de Apolo. Con él leí a Homero. Al año siguiente, junto con Catulo llegaron a mi biblioteca el Oxford Latin Dictionary de Lewis & Short y el Dictionnaire Latin-Français de Gaffiot.
Padres, primos, amigos y buenos maestros están afectuosamente asociados para siempre en mi memoria con los mejores diccionarios que he conocido, que fueron, ellos mismos, mis mejores compañeros en mis expediciones en pos de aquel soñado Vellocino de Oro de la literatura y de la felicidad de leer.
En los años siguientes la procesión de nuevos diccionarios continuó sin cesar y no ha terminado aún. El Webster, el Roget, el Robert, el Langenscheidt. No puedo citar a todos aquí. Pero la experiencia crucial fue la de aquellos, tan diversos, con los que me encontré en esas décadas de 1950 y 1960: diccionarios para aprender a leer el diccionario.
No soy un coleccionista de diccionarios, como mi gran amigo Ilan Stavans, ni un lexicógrafo como mi muy querida Verónica Albin, ni un guardián de la buena prosa como mis irremplazables Alberto Gómez Font y Francisco Muñoz. Soy sólo un viejo parroquiano de esa amable posada llamada Al Buen Diccionario, que quiere compartir con otros lectores sus años de experiencia lectora.
Sobre mi mesa de trabajo hay hoy, entre otros, un Petit Larousse 2001 que consulto un día sí y otro también por cualquier motivo, y con el que he revisitado ahora las deliciosas páginas de las Vies imaginaires, de Marcel Schwob. El de Dudas, de Manuel Seco, me ayuda para escribir. A su lado hay un Simon & Schuster, español-inglés al que recurro cuando redacto en mi segunda lengua.
También hay un Gran diccionari de la llengua catalana, que hace mis delicias con su inocente expropiación de palabras de media docena de idiomas modernos. Me imagino cómo se reiría, si lo supiera, Josep Pla, pero con él descubrí su Quadern gris.
Ahora echo de menos el Larousse-Houaiss que en 1977, siendo enviado especial de La Opinión, compré en Río, por consejo de un librero amigo de Copacabana, para leer el Bras Cubas de Machado de Assis. Pero en cambio, en un pequeño disco plateado ahora tengo para eso todo el Novo Aurélio Século XXI, que agradeceré siempre a mi amiga uruguaya y navegante de Internet, la dos veces expatriada Mirta Diez.
No debo seguir hablando de los diccionarios en mi vida, porque no se trata aquí de hacer mi autobiografía, sino de ilustrar el papel de los diccionarios en la vida de alguien que en su profesión tiene a las lenguas como herramienta de trabajo; y también, en general, el papel del diccionario en la formación de una conciencia lingüística, en la era de las comunicaciones instantáneas y la globalización.
Para cualquiera será fácil comprender la importancia de los diccionarios ingleses en ese escenario. Algunos latinoamericanos comprenderán también que, para un castellanohablante, el portugués es una necesidad cada vez mayor. A muchos el griego y el latín pueden parecerles una excentricidad, un exotismo, una pedantería; sin embargo son la llave que abre las puertas a todas las lenguas modernas occidentales, incluidas las germánicas, con el inglés a la cabeza.
De alguna manera puede decirse, para concluir, que el diccionario es un libro, el único, del que somos autores, directos o indirectos, todos los que hablamos, leemos y escribimos alguna lengua.
Como género literario, el diccionario es mi libro favorito: contiene la combinación exacta de ilusión y realidad que debe tener una buena novela, se puede abrir en cualquier página, y nunca se termina de leer, porque la imaginación hablante lo llena, hora a hora, de nuevos significados.