¿Qué sutil hilo conduce a un escritor de la inteligencia al cinismo? ¿Acaso el cinismo es una de las puertas de la inteligencia? ¿Qué ha sucedido en la juventud del poeta para que el mundo, antes de llegar a la madurez, no haya pasado por la ingenuidad? ¿O para que el mundo sea visto con tanto escepticismo y el amor no tenga otra moralidad que el del goce efímero, glorificación del cuerpo antes que del sentimiento amoroso?
En la poesía de Alvarado Tenorio se tiene la impresión, falsa por cierto, de leer lo que es admiración a su familia poética como algo muy próximo al pastiche. Al leer algunos de sus poemas se pensará en Kavafis, pero en este griego singular Alejandría se convierte en puente entre la antigüedad clásica y la modernidad para ser finalmente, eslabón de la modernidad, a secas, esa modernidad que desde Baudelaire ya no tendrá sosiego en un juicio moral.
Alvarado Tenorio -colombiano de treinta y ocho años- parece haber viajado por la modernidad -de Baudelaire a Kavafis, repitámoslo- enseñando placeres truncos, conteniendo subversiones, fijando en la memoria heridas y melancolías, cóleras y asco. Y, también, una rara ternura que nace de la perplejidad. En cada uno de sus poemas, el poeta renueva su asombro. Por estas y otras razones se me antoja un poeta contemporáneo, no porque veamos la huella de la tradición que todo escritor inventa para afianzar su identidad, sino porque, antes que todo, abre su sensibilidad a la reflexión, a la imagen pasada y evocada por el lenguaje, foto fija que ya ha perdido su naturaleza objetiva al ser tratada por cierta forma de perversidad.
Sus imágenes no son consoladoras y su reflexión sobre el mundo es reflexión sobre el poema: cuerpos amados y olvidados, heterodoxia del placer carnal, nostalgia de la juventud que quizás nunca se experimentó, miserias del comercio callejero, ciudades y amores extraviados, la sucia costra que la memoria levanta sobre placeres fugaces, cierto exotismo periférico, pues de la periferia viene esta sensibilidad.
Lo curioso y sorprendente es que con estos materiales se edifique un universo poético, donde no sólo Dios ha muerto sino también la ingenuidad, ese adanismo que los románticos convirtieron en exceso. No hay cabida para la voz ilusoria de la juventud y apenas asoma el sosiego de un paisaje entrañable el poeta se vuelve sobre otro paisaje: la memoria, la carne, el éxtasis irrepetible.
Con ingenua presunción se dijo que Alvarado Tenorio venía, en sus primeros versos, de Borges. Sin embargo, del argentino universal solo asoma el escepticismo y una tímida predilección por las parábolas. Se ha repetido que el acento de Kavafis es inocultable y el solo título de su antología personal lo atestigua. Probablemente sea así. Pero en su poesía no vive el mito de la ciudad única ni la alegoría de la Historia pues Alvarado Tenorio padece el desasosiego del nómada, como un perseguido de cerca. Recibe, simplemente, el eco de voces familiares, se las apropia y las convierte en bastardas. Para ello cuenta con el impulso neurótico, con la mirada solitaria, que no piadosa e incluso, con la aparente torpeza del ritmo, riesgo que la poesía afronta radicalmente desde Pound y Eliot. Poesía que se escribe desde la poesía pero, también, desde los desechos cotidianos. Poesía que se escribe, por qué no, desde la propia biografía del poeta.
No puedo glosar la poesía del Alvarado Tenorio sin evocar al muchacho exuberante, al prófugo de sí mismo, al hombre capaz de pasar de la agresividad a la melancolía, de la picaresca a la trágica lucidez de una conciencia atormentada. Muchacho de pueblo galdosiano, ha pasado por el purgatorio de la urbes, exponiendo un yo dividido que antes de renunciar a la conciencia de estar vivo increpa su propia vida como un acto de exorcismo. Leben ist eine Krankheit des Geistes 1, escribía Novalis y el verso es citado por Alvarado Tenorio.
Contra ese mal, la poesía se convierte en el arma del postrado, pues sólo así el espíritu del hombre y el poeta seguirán vivos.
Lecturas Dominicales, de El Tiempo, Bogotá, febrero 19, 1984.