Resumen
El presente estudio examina desde una perspectiva semiótica aspectos determinantes de la especie genérica del manga denominada hentai (sadomasoquismo, fetichismo, pedofilia). Así, luego de proceder al deslinde de los signos eminentes de dicho mensaje, perseguirá su función dentro del sistema en el que operan para, después, ponerlos en relación con los de otras discursividades colindantes y, también, de consumo masivo (pornografía, comic, video-clip). El objeto del ensayo, pues, se reduce a exponer la ambivalencia constitutiva del hentai: en tanto procedimiento, prescindiría del hiperrealismo que la transparencia mediática exige; en tanto imaginario que le confiere al cuerpo femenino el estatuto de 'objeto absoluto', en cambio, llevaría al extremo el sueño tecnológico de la manipulación y el examen ilimitados.
Fetichismo y sadismo convergen en el imaginario del hentai. Fetichismo y sadismo puestos al servicio de un guiño pedófilo apenas solapado. En la plétora de signos desplegada por este subgénero del manga laten los sentidos de una feminidad extrañada, quizá imposible: cuerpos hiperdesarrollados portando rostros infantiles. Fantasía nipona-global-masculina de la niña-mujer-objeto plena, pasiva y dócil a toda clase de manipulación.
Las niñas/mujeres del hentai son todas semejantes. Acaso idénticas. He aquí una diferencia inicial con la pornografía. Ésta persigue, por todos los medios, mitigar su tendencia irreversible a lo mismo mediante taxonomías simuladas: gordas, orientales, jovencitas, negras, viejas, oralidades, duplicidades, analidades, triplicidades y un extenso (y engañoso) etcétera. El hentai no: se complace en la repetición minuciosa de rostros, miradas (sobre todo 'ese' gesto de las miradas), diseños corporales y situaciones. A lo sumo, los que varían son los accesorios, sobre todo de vestuario (peinados, largo y color del cabello, faldas, volados, cintas, lazos, gorros, lentes más un dilatado muestrario de aditamentos). Pero la textura de la piel, los rostros en sí y sus expresiones -de común dolorosas- resultan constantes. Si la del porno es una carrera de antemano perdida contra lo idéntico en pos de una diferencia imposible, el hentai no cesa de regodearse en torno a lo mismo. Su mecánica, en este aspecto al menos, no parece muy diferente de la que regula el fantaseo diurno tal como lo concebía Freud.
Mujer perfecta. Mujer en serie. Mujer signo. Signo de lo femenino-ideal que es, paradójicamente, de lo no-femenino. El hentai nos sitúa de lleno en la frontera imposible de una niña-hembra-adulta indefinidamente entregada a todo tipo de manipulaciones. "Un signo es algo que se repite", escribió Barthes. "Un signo es algo que se posee", completamos ahora nosotros. Que se usa y se releva después por otro. Signo (de) pasivo. La expresión de los rostros (siempre una, siempre uno) de las heroínas del hentai conjuga impotencia, dolor, -¿placer?-, o, en fin, el ademán de 'dejarse hacer' sin oponer la mínima resistencia. Los rostros importan porque significan. Y aquí son lo único que significa. Lo que traduce la conciencia asumida de ser-objeto-de. Fantasía masculina (y fascista) del dominio sin límites reverberando, entonces, en el brillo diáfano de esas pupilas saturadas de expandido asombro.
El gusto por la parte adquiere valores inversos en el porno y el hentai. El primero fragmenta en pos de un hiperrealismo alucinatorio. La parte focalizada al detalle constituye en el porno el punto extremo del signo: allí donde alcanza el máximo esplendor de su transparencia y, por ello mismo, de su vacío. El fragmento hentai es, en cambio, el de la fracción sobresignificada por connotación. Primer plano de un par de manos aherrojadas, de una cara amordazada (y sufriente). De un monte de Venus prolijamente delineado bajo la seda sutil de una prenda íntima. Y siempre los ojos: leit motiv que traduce esa incredulidad ante el descubrirse como siendo objeto de la posesión en toda su magnitud.
El porno es masculino, vocinglero y fanfarrón. Monta un espectáculo (circense) de acción ilimitada. Se abisma en la denotación desmedida a través de una sucesión demencial de primerísimos primeros planos. De ahí que sus signos sean del activo. De ahí su transparencia y su nada de sentido. El hentai no. Al fin y al cabo femenino, opta por la elipsis, el desvío, esto es: la seducción (Baudrillard). Sus signos del pasivo -casi todos- remiten siempre a modos indirectos de la representación. Modos que han trocado la brutal denotación del primer plano por la connotación escrupulosa del fuera de campo y el fetiche.
Para serlo, el signo-fetiche debe inscribirse de lleno en el régimen de lo connotativo. De ahí que haya declinado su estatuto de objeto puro y simple (denotativo) a fin de integrar un dominio aledaño a lo sagrado y lo poético. Entonces la pornografía ha ido renunciando progresivamente al plus fetichista. Su historia genérica no es otra que la de esa renuncia. Para corroborarlo basta observar, hoy, algunos de los primeros cartones pornográficos y percibir, todavía, el latir de lo prohibido ('eso' escatimado de la escena: obsceno). El hiperrealismo del primer plano, el color y la luz borraron definitivos el nimbo de misterio que circunda al fetiche. Porque en lo que posee de 'signo de adoración', supone -exige- una sustitución y un desvío (de nuevo la seducción). El fetiche es un signo potenciado porque no sólo está en lugar de 'otra cosa', sino en lugar de 'otra cosa venerada', esto es, colmada de significación para mí.
En su aspecto meramente sexual, el fetiche connota, por continuidad metonímica, las posibilidades imaginarias del cuerpo ausente al que está (o estuvo alguna vez) ligado. También él un signo de pasivo, equivale entonces al acto descontado, demorado, suspenso. En su grosero realismo, el porno ya no tolera la presencia de signos-fetiche: puntillas, encajes, gasas, velaciones de cualquier índole que despisten, aunque sea por un momento, la mirada centrada en 'eso', deben ser rigurosamente suprimidos. El desencanto del porno es así el de lo puramente informativo. Otra diferencia con el hentai que, por desviar el eje de la mirada a la periferia del acto o a sus ornamentos, antes que a la contundencia descriptiva del periodismo, apuesta a los efectos sugerentes de un discreto barroquismo.
La retórica del hentai -que la tiene- no es la del porno, que si alguna vez la tuvo, la ha perdido. La puesta en escena de este último encierra no poco de proeza deportiva, de establecimiento de una 'marca' o 'ruptura de un record' en el sentido que estos eventos adquieren en el dominio mediático. Por lo tanto, los 'recursos' de esa puesta serán los del máximo de fidelidad. No hay lugar en la pornografía para los claroscuros. Tampoco para las difracciones. Lo que seduce del hentai, en cambio, reside en el artificio de la forma. Los encuadres: picados, contrapicados, perspectivas a veces vertiginosas, osados travelings, planos detalle. En fin: lo que seduce es el procedimiento.
En cuanto al contenido, el 'efecto' hentai se erige en torno a la mortificación de la carne inocente. Ligaduras, mordazas, esposas y, en los casos extremos, sofisticados instrumentos de tortura, entran en conjunción con esos rostros crispados, surcados de lágrimas, sometidos. Los rostros lo dicen todo. Es la inocencia la que se consume en el hentai. Diferencia, también en este punto, con el porno. Este jamás pone en tela de juicio a la inocencia. Antes bien, es corrupto: las miradas de sus mujeres remiten al juego del desparpajo, de la asunción descarada (y deleitosa) del ejercicio del desenfreno. El porno constituye la resultante gozosa de la lujuria. El hentai, en vez, presupone un inicio. Sus heroínas semejan ser siempre vírgenes en trance -violento- de dejar de serlo.
Los cuerpos femeninos remiten en el hentai a variados excesos: de juventud, de 'líneas', de perfección del diseño. Cuerpos sujetos a un patrón de máxima performatividad. Y por ello: de máximo consumo e inmediato descarte. Signos que duran (como todo signo) lo que significan: la inocencia caída, en su caso. Y que una vez agotados deberán ser repuestos por otros signos idénticos. Lógica de la producción industrial aplicada al dispendio de los cuerpos. En este sentido, el del porno no es un signo que se agote porque desde el vamos lo está. No opera por sustitución seriada, sino por acumulación: sumatoria de posturas, de participantes, de 'aperturas'. El imaginario hentai es el de la iniciación permanente. El del porno, el del crepúsculo y la agonía.
En el hentai el elemento masculino -casi- no se hace visible. Lo masculino, ya que no la masculinidad, que atraviesa la totalidad del mensaje, saturándolo y sustentándolo. Persistentemente expulsada del campo de la representación o, al menos, confinado a las márgenes del cuadro, la presencia masculina esgrime, desde el fuera de campo, su función de agente de la indagación o del examen extremo. Siempre de la mortificación. Adopte la forma 'externa' de hombre o mujer (en estos casos siempre revestidas en ceñido, negro y brillante cuero, adornadas de tachas, hebillas y demás aditamentos metálicos, portando ostentosas gorras y, por qué no, parche en un ojo: imaginería sado-facista u otra forma de aludir a la tortura inherente a cualquier sondeo extremo), el signo masculino es un pretexto para que el objeto conceda y consuma hasta el último vestigio de eso que encierra: su inocencia.
No obstante: al poderío masculino que por todos los medios intenta agotar (agotándose en el intento) las posibilidades recónditas del objeto, se le opone, en primer plano, la feminidad más peligrosa: la del poderío sexual velado de inocencia. Efecto del signo-lolita en todo su esplendor: feminidad que todavía no lo es del todo o esa de la seducción en ciernes, aún no asumida. Régimen mercantil de las lolitas: perversión en torno al deseo de posesión, manipulación y exploración del objeto eminentemente nuevo. Objeto dado y sustraído a un tiempo a la exhibición y, por lo tanto, al deseo que finge desconocer (pero imagina) el caudal de posibilidades que aquél porta. La más efectiva de las seducciones es la que nace de la incitación no conciente.
Se dijo: conferir y sustraer a la exhibición. He aquí uno de los dilemas centrales del hentai. El porno hace uso y abuso de la genitalidad crasamente ostensible. Gusta abismarse en ella, regodearse en su aparente complejidad, en sus plisados y rugosidades. Ella es, en fin, el último reducto de esa discursividad donde pueda refugiarse, latir todavía, una cuota -imperceptible- de misterio. El hentai opera de manera contraria. En él la genitalidad tiende a eclipsarse, a desvanecerse tras el peso absoluto de los rostros (enteramente aleatorios en el porno). No es ella, ni mucho menos, el centro de la representación. Semejantes en esto a las muñecas, la figuras del hentai aúnan la belleza extrema de lo visible (fisonomías, sobre todo, y proporciones corporales) al persistente vacío de lo invisible. Eso que -casi- no se representa es la genitalidad torturada, exigida, sometida a todo tipo de tensiones. Genitalidad ausente, pudorosamente elidida o, cuando por fin se muestra, devenida en superficie lisa o apenas bosquejada. Esa superficie cerrada, ajena a cualquier atisbo de apertura, de despliegue, es lo que aleja al hentai (al menos al original) de la transparencia mediática del porno.
El cuadro hentai remite siempre a una historia -previa, futura-. Esto es: exige ser contextualizado. El cuadro porno, en cambio, vale aisladamente. No reclama la continuidad sino que apela a la yuxtaposición en relación al resto de la serie (y en esto empalma con la construcción del clip). La soledad carente de nexos de cada unidad representativa del porno alude y proyecta la otra, masturbatoria, de su receptor. El hentai no. Éste remite al comic -nunca al clip- y sus receptores, por ello, no se resignan, a cambio de una inerte fascinación contemplativa, a deponer sin más el placer activo que estimulan los progresivos avatares de toda trama.
En el hentai el cuerpo femenino compone un campo de exploración ilimitado. La mujer deviene objeto sojuzgado e infatigablemente supeditado a pruebas. De resistencia. Tolerancia. Efectividad. Alternativas todas ellas del control de calidad. Cuerpo similar en esto a los objetos de la industria evaluados según criterios de utilidad y rendimiento. De ahí que los otros, los hombres, cuando alcanzan -raras veces- el estatuto de la representación, adquieran posturas científicas, hurgadoras, examinadoras. En contraposición a las niñas-hembras sometidas, los hombres suelen estar 'recubiertos'. Ya sea vestidos (guardapolvos, trajes impecables, oscuros sobretodos) o enmascarados tras gafas espejadas, remiten a la figura del científico, el hombre de empresa, el torturador. Y desprovistos de mirada. Carecen ellos de ojos (la ciencia debe adoptar una mirada 'neutra', despersonalizada) en la misma medida en que los ojos son todo para ellas en tanto reflejan y traducen, precisamente, los excesos de la entrega. Régimen retórico de las miradas: el hentai se construye -y significa- en torno a una sinécdoque omnipresente.
En japonés, hentai significa 'perversión' y, precisamente, la versión perversa del hentai es la que nunca termina de decidirse entre las posibilidades del dolor y del placer. En ese indiscernible espacio de confluencia entre sentidos opuestos -punto fronterizo, brumoso- palpita el indudable efecto de su discurso. Esos dilatados ojos cuajados de lágrimas -difusos, desvaídos- nos hablan. Y lo que transmiten es algo no resuelto, a media distancia entre el sufrimiento y el goce. ¿Dolor del goce? ¿Goce en el dolor?
En efecto: en el hentai las miradas lo son todo. Los ojos de sus heroínas -siempre anonadados, siempre sufrientes- expresan. Y expresan algo diametralmente opuesto a la mirada del porno -al burdo desparpajo contenido en ella-. Mezcla de asombro y pena, esos ojos comunican la conciencia de saberse poseído. Esto es: de saberse objeto del manejo, el escrutinio, la prueba. En otros términos, evidencian la certeza absoluta de la soledad del objeto en trance de ser-consumido.
Si las mercancías de la industria alguna vez resolvieran mirarnos, así lo harían.
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