Escribí alguna vez que Harold Alvarado Tenorio es conservador y hoy lo ratifico. Alvarado Tenorio descree de la novedad y todavía más radicalmente, de la originalidad en cuanto mito romántico que afirma la invención de un origen de nuestra propiedad y disfrute exclusivo. Él cree - que es lo específicamente conservador - y aun más radicalmente: practica su creencia, que es la forma más consecuente de ser conservador. Y si alguien, si alguno de ustedes, si él mismo, incluso, pidiera una demostración o siquiera una prueba de su conservadurismo le ofrecería, le ofrezco aquí mismo, la evidencia de su arte - que como se sabe es el arte de las letras. Arte que él práctica imitando modelos, asumiéndolos, citándolos, repitiéndolos: componiendo con cada uno de ellos variaciones cada vez más diáfanas, mas refinadas, más musicales, más elegiacas si se quiere. Y sin que al hacerlo le asalte en ningún momento el remordimiento o el más leve temblor del pulso. El no es un romántico: no se cree original sino apenas en los ratos de irremediable vanidad, que son mucho menos frecuentes de lo que creen sus enemigos.
Su maestro Borges - que también es el mío - y quien tan largamente coqueteó con el conservadurismo sin decidirse a serlo definitivamente, lo dejó escrito en alguna parte: la historia de la literatura consiste en variaciones ingeniosas en torno a unas cuantas imágenes eternas.
Alvarado Tenorio insiste - sobre todo en su poesía - no tanto en unas imágenes como en unos cuantos temas pretendida o realmente eternos: el cuerpo, el sexo, las derrotas del amor, la nostalgia. Pero tanto en la poesía como en la prosa esos temas - y otros aparente o realmente contingentes - Alvarado Tenorio los trata, los escribe, a la manera, al estilo de otros escritores. De los escritores que son sus maestros, sean tradicionales, sean escolásticos - sobre todo escolásticos. Tal y como lo han hecho con tanta fecundidad y virtuosismo - y durante tantos siglos - los poetas chinos, quienes - según intuimos quienes no disponemos sino de una pobre y rudimentaria aproximación a la vasta e inconmensurable cultura china - hacían de sus obras completas sutiles variaciones de los poemas de sus antepasados y maestros.
Sé que no puedo, en mi ignorancia de tan infranqueables asuntos, exhibir mas que unas pocas pruebas -que ni siquiera sé a cierta ciencia si son pruebas. Pero aun así ellas me bastan para atreverme a traer a cuento, aquí y ahora, el ejemplo, para mi muy amado, de Mao Tse Dong, el fundador irrefutable de la nueva China, cuyos 37 poemas traducidos por primera vez al castellano hace un cuarto de siglo me ofrecieron la experiencia de un abrumador asombro del que aun no me he sobrepuesto. El ejemplar que me ofreció esa prolongada dicha se perdió a lo largo de las rutas tantas veces azarosas de mi ya larga vida, pero todavía puedo recordar que allí había poemas en los que se convocaba y se evocaba el épico cruce de un río remoto y la vez desbordado con un ritmo y una música que eran las de un poema de Du Fu.
Así la poesía de Alvarado Tenorio, que aunque se ocupe de una pensión en la calle de Coahuila, del adolescente negro y reluciente, lavador de coches, de la sanguina plaza de Florencia, del violín de Mendelhson, o del agotamiento irremediable de una tarde de otoño sobre los pináculos de Nueva York, tiene adentro - en el impulso que la empuja hasta ponerla al pie del cielo inaudito de la poesía - el ritmo, la melodía de la poesía de Konstantino Kavafis. Desgraciadamente no logro ser preciso: Alvarado Tenorio es Kavafis aunque solo en la escueta partitura porque la interpretación, la muy virtuosa y sonora interpretación de esa partitura, es de Alvarado Tenorio. En el libro cuya presentación hoy nos reúne - esos "Fragmentos y despojos" evocados y convocados por su rotulo - no está como modelo y como ritornelo Kavafis: está Borges. El Borges que supo mejor que Friedrich Nietzsche - quien la denunció - convertir el mundo en una fábula. Tal y como lo ha hecho Alvarado Tenorio en este libro que es fabuloso en un doble sentido: se ofrece como una novedad y en realidad es antiguo. Y la materia que lo compone, los textos que suman casi dos centenares, no son columnas periodísticas, artículos de revistas, ensayos - como alguna vez lo fueron - sino in stricto sensu: fábulas.
Cierto: yo podría esta tarde, delante de ustedes y delante del autor de esta operación fabulosa, intentar componer una cierta teoría de la fábula, ocupándome, en la medida que me sea permitido, de su estructura, de su lógica, de su semántica y su semiología, al igual que de sus implicaciones y sus alcances históricos, sociales e inclusive antropológicos. Pero no, no me voy a permitir aquí y ahora esa tediosa licencia académica. Como tampoco voy a incurrir en la descortesía de exhumar la arqueología de estos textos que, como ya dije, fueron en la primera etapa de su metamorfosis, artículos, columnas, ensayos. Prefiero dejarlo para después, si es que para el cumplimiento de esa tarea hay para mi un después. Prefiero compartir con ustedes la fascinación sin fisuras que han ejercido sobre mí estas fábulas, leyéndoles unas cuantas. Para mí obviamente son las mejores pero no se intimiden: cualquiera de ustedes pueden hacer su propia selección con la misma certeza de acertar en la que ahora os confío.