Disculpando lo presente;
para mis familiares shilicos, este atado de mentiras.
Ana Lucía revivió el estremecimiento de sus cuatro años al contemplar en el zaguán de la casa, las losetas color salmón hasta un metro del piso y la camilla abandonada como esqueleto de metal. Esto es distinto, hija, le prometió El Barroco, arrastrando un seseo de andaluz ribereño entre tanto cholo servil en las alturas de la sierra del Perú. En el salón-comedor, pintado de azul ceniciento y atiborrado con muebles de caoba que parecían puestos adrede para ostentar riquezas frente a la carestía de las calles, el Alcalde de Celendín ya tenía la mesa servida y repartía órdenes a las dos cocineras, mientras indicaba a los regidores sus ubicaciones.
¡Soy el general de esta fiesta!, anunció a sus huéspedes a manera de saludo cuando traspusieron la puerta; pero Ana Lucía no comprendió si se refería a la cena o a la semana taurina que se iniciaba al amanecer siguiente para celebrar los ritos de la Virgen del Carmen, patrona del pueblo. Estaba nerviosa, tan nerviosa como ilusionada. Luego de doce años, su padre se enfrentaría con un traje de luces idéntico al que lo hiciera famoso en la mocedad por su pedrería esculpida, a dos toros de lidia en una misma tarde. No era la plaza de Andalucía con su arena naranja y tendidos carmesí, no llegarían desde las arconerías musulmanas los vítores por la faena; sin embargo, sabía de oídas que el público de Cajamarca era exigente y, sobre todo, justo. Y los de ese poblado en especial, severos.
Quizá es la forma correcta de poner el punto final a mi carrera, escuchó que le explicaba su padre con discreta resignación un mes atrás, si bien anhelando para sus adentros el nuevo comienzo en tierras distantes. Recorrían la avenida Juan Bosco con dirección a la Capilla San Bartolomé para agradecer al santo el trabajo que obtenía desde el otro lado del mundo, recorrían a velocidad media por el carril central y con El Cigala sollozando flamenco a través de los parlantes del auto como les era habitual en los días de placidez veraniega, pues la propuesta en dinero era abundante; disparejo asunto bullía en las cláusulas ambiguas del contrato que largaba una y otra duda contra la firma de ambas partes. Dos toros para una tarde a sus cuarenta y siete años podría ser un riesgo, proyectó Ana Lucía con razonable miedo. Miedosa, le susurró en burla David al detectar la incertidumbre enmascarada en su rostro. Ella se sonrió, despejando su mente de las tribulaciones que acosaban su memoria desde España. Miedosa, insistió el hijo del Alcalde, fastidiándola como en la mañana. Me llamo Ana Lucía. Ana Lucía de Andalucía, canturreó el muchacho antes de decirle otra vez miedosa, antes de sentarse a su lado en la mesa aunque su papá se lo prohibiera, antes de contemplar sus ojos negros y piel morisca resaltando en su vestido turquesa de tiras. Miedosita, pensó para sí mismo David, en el intento de evocar las clases del colegio con el Puerto de Palos en Cádiz y la Reconquista de Granada en 1492, ingeniando temas para la conversación y no sólo una palabra gastada.
A David le costaba entender que una sevillana, hija de torero, nieta de torero, le temiera a una vaquilla sin cuernos. Practicando la novillada durante cada amanecer, David se sentía hombre a sus quince años. Jugaba con el capote como bufo y no como diestro, esquivando terneras al igual que en la calle eludía amigos durante los juegos de pelota o las carreras, riendo. La faena no era más que diversión, así como Cantinflas en Sol y Sombra o El padrecito, porfiaba en comentarios con el pantalón desajustado, tropezando a propósito hasta ponernos a carcajear. Por el contrario, Ana Lucía, miedosa con miedo, reducía cualquier plaza a la enfermería de sus cuatro años, y ésta sintetizada en las sábanas que abrigaron a su padre hasta el cuello cuando desangró la vida aguardando en la inconciencia al médico. La imagen era una fotografía de tonos pastel entre sus recuerdos, matiz amapola tan extinto como actual. Así fue, ¿di?, consultó el Alcalde a El Barroco sobre el accidente, al cabo de narrar con detalle la embestida en el estómago, una, dos, en tres ocasiones. El Barroco zanjó el tema a la manera de siempre: Es historia cancelada, cojones; que sólo los viejos y los necios vigilan lo que se murió atrás. Muy cierto, asintió uno de los regidores, llevando a broma la conversación, pues no sabía que era un gazpacho, no entendía por qué tendría que comer habas fritas con jamón y no un picante de cuy, menos aún le apetecían las fritangas y el polvorón de Estepa en calidad de postre. Es nuestro homenaje de vísperas al invitado, precisó el Alcalde a los comensales. Soy hombre fino, viajado, no estoy para recibir a una vieja gloria del ruedo con yucas y mote, indicó al abrir un vino de Jerez en vez del aguardiente de la región.
Bebieron hasta rayar la madrugada, trece hombres donde sólo uno atajaba por espinoso el tema de los Incas y el saqueo del oro o la masacre hacía quinientos años -cosa de ayer, llegó a proclamar el subprefecto en los hervores de la borrachera para concederle alguna serenidad al torero-, las mujeres de lejos, una joven extranjera en el zaguán y un muchacho del Perú observándola con el Puerto de Palos en la cabeza y los viajes de Colón a flor de labio, enredando la culpa en la omisión. ¿Y esa camilla?, indagó Ana Lucía como al aire, aunque el aire fuera en ese momento David. La trajeron para mañana, pues, dijo el novillero de juguete sin ahondar en esclarecimientos, volteando a mirar a El Barroco tan ebrio, tan desencajado con la botella en la mano y el alma en la boca que el brindis con todos era el grito de mierdas al pasado, pues al día siguiente sería de verdad su regreso; como se había planeado el regreso triunfal de El Turco de Granada una temporada atrás y del Catalán hacía dos, de otros por más de una década; españoles caídos en desgracia que desgraciaban su final en el Celendín de las venganzas.