1. El caso Fonseca: Escritor y bandido
Lo primero que viene a la mente del lector desprevenido al hacer referencia a la obra del brasileño Rubem Fonseca (Juiz de Fora, Minas Gerais, 1925) es, sin lugar a dudas, su relación con la novela negra, esto es, con la narrativa de índole detectivesco en la que se ha visto inscrita buena parte de su prosa gracias al oficio de su personaje más famoso: Mandrake. No es extraño entonces encontrarse con un abogado penalista aficionado al ajedrez y el vino, que, no obstante, comparte sus horas de indagación criminalista con una vida de promiscua felicidad y licencia marital y cuyo devenir esta constituido como una constante interrogación personal, pretextada, eso sí, en el ejercicio de una auscultación policíaca que sólo sirve de telón para el desarrollo de una literatura a la que no corresponde epíteto alguno. Lejos de la picaresca endilgada a la narrativa del Brasil por cuenta de la tajante influencia de Machado de Assis -icono, para muchos, de la literatura brasileña del último siglo-, Fonseca asume los nuevos brotes de literatura de ciudad en una permanente confrontación de los modelos sociales imperantes sin llegar a inclinar la balanza hacia exámenes éticos o ejercicios maniqueos que opten por definir los contornos del bien y del mal, esbozados apenas como posibilidades en la psicología de los asesinos y "Miseráveis sem dentes" que hacen de las suyas en los cuentos y novelas del autor. Tal vez sea por ello que desde la aparición de su primer libro de cuentos, Os prisioneros, en 1963, el rastreo a la realidad ha sido determinante para connotar un discurso narrativo que no pretende vindicar tesis alguna y que es más bien dirigido por el sincretismo de la modernidad y su incidencia en los vejámenes y alcances de la condición humana.
En Febrero o marzo, cuento inaugural de la selección hecha por la editorial Alfaguara, pueden verse varios de los elementos que hasta el presente no han dejado de registrarse en la prosa de Fonseca: personajes estrafalarios que muestran con triste impudor sus carencias -la condesa Bernsstroff que hace gala de un lujo que sin embargo el lector revisa con lastima-; otros que examinan constantemente sus falencias y conflictos, expugnándolos sin acierto en los sofismas del entorno; descripciones detalladas y lineales cuando conviene y otras breves e intermitentes cuya economía puede sugerir un guión cinematográfico; erudición por parte de sus personajes, que no tienen ningún reparo en justificar su actuación a través de algún comentario de índole intelectual; así como el esbozo permanente de personajes que luego tomaran matices más claros en otros cuentos posteriores o que estarán presentes, casi imperceptiblemente, en algunas de sus novelas. En la selección citada, traducida y comentada por el mexicano Romeo Tello Garrido, se incluye otro cuento de la opera prima de Fonseca, El enemigo, del que podemos tomar algunos cortos fragmentos para ejemplarizar varias de las manías del autor, comentadas anteriormente: "Ahí me contó en detalle cómo había ocurrido, más o menos así: fue inmediatamente después de que terminó de leer el libro de sir W. Crooks, Researches in the phenomena of spiritualism. (...) Su interés era la levitación, "Todo es cuestión de control de las energías del cuerpo", decía. No era un místico, condición que quizá facilitaba las cosas (Ver H. H. C. Thruston, The phisical phenomena of mysticism), pero tenía una gran fuerza de voluntad". En otro aparte del cuento: "Vespasiano tenía la manía de hablar con adjetivos: Había leído a Rui Barbosa y nunca se había recuperado." La crítica encubierta hacia otros autores, así como las constantes pruebas de erudición y suficiencia literaria, son una constante en Fonseca, valga decir que en este y en muchos casos la lectura no pierde el equilibrio gracias a la hibridez argumental que le caracteriza y que puede verse en la alternancia que el cuento aquí referido tiene entre los diálogos y las exhortaciones existenciales de su narrador, todo ello para permitir el patetismo en un relato plagado de ambigüedad y de crónico fatalismo.
En 1965 aparece su segundo libro de cuentos, A Coleira do cão, -del que sólo se incluye en la antología el texto La fuerza humana-, y posteriormente Lúcia McCartney (1967), del que sobresale especialmente el cuento que da título al libro, un ejercicio narrativo lleno de ocurrencias y de constantes erosiones a la estructura tradicional del relato literario, provisto además de un entrañable personaje femenino: una prostituta que se revela en primera persona a través de los contradictorios vericuetos de su discurso interior. Los cuentos que componen el libro, exponen secamente y sin eufemismos la debacle social y no muestran mayor argumento que el tácito al contexto de los hechos que en ellos se ven desarrollados. Hay, eso sí, la presencia de un lirismo pausado y presto a la economía argumental que va hilvanando una prosodia de carácter ambivalente. De ahí que la reacción de los órganos censores ante la publicación de su cuarto libro de cuentos, Feliz ano novo (1975), haya sido la de prohibir la circulación de un libro que, según su superficial revisión, atentaba contra "à moral e aos bons costumes" por contener escenas y expresiones non sanctas para el gobierno militar que impidió la circulación del libro en todo el territorio brasileño. Por fortuna, la censura no logró cohibirle de seguir escribiendo pese a la fatigosa carrera que tuvo que lidiar para salvar sus libros de la absurda prohibición de la que fueron objeto. La batalla legal duró poco más de doce años, todo a cuenta de su alegato y defensa principal: "Es como si condenaran a Richter por un terremoto. Yo sólo mido la violencia".
La selección hecha por Alfaguara no incluye el cuento que en mi concepto más sobresale del libro: Intestino grosso, al que extrañamente Tello Garrido dedica parte importante de los preliminares de la compilación. En él, parece estar escondido de alguna forma aquel Fonseca terrible e inclemente que gusta de la prostitución y la violencia como temas para su ejercicio creativo y en el que un ocurrente y misántropo escritor responde con desgano a una entrevista contratada para un diario local. Cosas como: "sempre achei que uma boa história tem que terminar com alguém morto. Estou matando gente até hoje" o "Eles queriam que eu escrevesse igual ao Machado de Assis, e eu não sabia (...) Os caras que editavan os livros, os suplementos literarios, os jornais de letras: Eles queriam os negrinhos do pastoreio, os guaranis, os sertoes da vida: Eu morava num edificios de apartamentos no cantro da cidade e da janela do meu quarto via anuncios coloridos em gás néon e ouvia barulho de motores de automóveis" parecen traducir en buena medida el leitmotiv de sus cuentos, así como el talante urbano y existencial que pregonan los personajes de sus romances. El cuento recorre el tema de la pornografía, a través de la exposición erudita de un escritor que justifica su "afrodisíaco retórico" en el curso de la historia y que incluso abdica de la literatura brasilera como una totalidad posible, asumiendo finalmente una postura romántica frente al oficio de escritor. Su entrevistador lo juzga como un muerto del clasicismo francés, "de cabeça para baixo. Finalmente, no queda en el lector, más que la impresión de hallarse ante la temeraria suficiencia de un escritor escatológico y perverso, al que Fonseca caricaturiza sin dejar de ironizar sutilmente a sus colegas de ejercicio, peligrosos por creer que lo saben todo.
O cobrador (1979), quizá el libro de cuentos más conocido de Fonseca en lengua española, contiene dos de los cuentos fundamentales en toda su obra. El primero, El cobrador -un asesino que escribe poemas y que cobra una cuenta pendiente con la sociedad- y Pierrot de la caverna, un brillante cuestionamiento al ejercicio del escritor, hecho a cuenta de las vicisitudes trágicas de un pedófilo que habla sin parar a una grabadora. La selección de Alfaguara omite apenas tres cuentos del libro: A caminho de Assunçao, Almoço na serra no domingo de carnaval y H. M. S. Cormorant em Paranaguá. Para efectos de entender el común denominador de los impulsos metafísicos o patológicos que llevan a los personajes de Fonseca a cometer toda suerte de extravagancias, podría recurrirse sin equivoco alguno, a ese asesino de O cobrador cuya naturaleza nada tiene que ver con el vulgar impulso emocional o económico del delincuente ocasional. Y, al igual que el grupo de asaltantes de Feliz año nuevo que en la última noche del año juega a estampar contra la pared a sus secuestrados con contundentes disparos por la espalda, su modus operandi conlleva a exámenes existenciales bastante complejos, como el que resulta de un modo de actuar "ético" dentro de un ejercicio a simple vista antitético y que lleva a un matón, convencido de la deuda que el resto del mundo tiene con él, a ejercer de Robin Hood con los desafortunados a quienes perdona la vida, o a proporcionar la muerte a quienes padecen de una decadente existencia. Este asesino es la resultante de los despropósitos de la sociedad, por los que la obra de Fonseca se ve plagada de toda suerte de onanistas, ególatras y desadaptados que, no obstante, figuran en los relatos sin que algún tipo de juicio exterior los limite o examine.
La fuerza del cobrador representa una de las más acertadas pesquisas psicológicas que Fonseca hace con sus personajes. Por ello no resulta desproporcionado encontrarse con un escenario sangriento en que un poeta-asesino inquiere con vehemencia el por qué de su empresa:
Eu sou uma hecatombe
Não foi nem Deus nem o Diabo
Que me fez un vingador
Fui eu mesmo
Eu sou o Homen-pênis
Eu sou o cobrador
O caso Morel, la primera novela de Fonseca -publicada en 1973 [1]-, refleja abiertamente el conocimiento y las inquietudes de un autor tardío que ofició como abogado penalista y que siempre permaneció sumergido en la lectura y la cinefilia. De ahí que en sus posteriores novelas se pueda ver ratificada la sentencia por la cual un autor escribe un único libro a lo largo de su vida, rescribiéndolo constantemente en aras de ratificar, algunas veces inconscientemente, lo que se ha propuesto que debe decir en su obra. En todo caso, O caso morel, dividida en veinticuatro capítulos cortos y narrada en primera y tercera persona, resulta un híbrido innovador para cualquier narrativa que pretenda enmarcarse dentro del epígono al que ya he hecho alusión anteriormente. En ella, su autor recurre a una serie de citas que se dan en el curso de la narración como trozos sueltos aparentemente desligados argumentalmente del hilo de la historia y que muestran desde extractos de carácter histórico -tomados, al parecer, de algún diccionario-, hasta aforismos celebres y expresiones coloquiales. Sin embargo, es en uno de esos fragmentos -justamente el que más se repite en el libro- en donde se concentra la intención de la novela, más allá de proponerse solamente el dar luz sobre los móviles del asesinato que pretexta el desarrollo su trama: "Nada debemos temer, excepto las palabras".
El sentido de O caso Morel se percibe en la ambigüedad premeditada de su discurso: Vilela, abogado de oficio que investiga a Morel, hace un seguimiento de la novela que este último escribe desde su confinamiento, indagando por su cuenta sobre un crimen cuyos móviles aún están en entredicho. A medida que las indagaciones avanzan, o a medida que éstas se revelan espontáneamente, las dos estructuras narrativas presentes en la novela se van definiendo sin que se pase por alto ningún detalle concerniente a lo que cristianamente puede considerarse como una pesquisa policial (informes detallados de criminología, una serie precisa de pruebas escritas, videos, análisis de balística, reportes médicos y testimonios grabados). Tras el tejido de la novela autobiográfica de Morel, que se construye dentro de la ficción propiamente dicha, la vehemente exposición narrativa de su personaje principal va involucrando a Vilela, quien sucumbe, como lo hará a cada momento Paulo Mendes -Mandrake-, en la trampa de su propio vicio. Vilela se enfrenta a un espejo, Paul Morel, y tiene como nuestro José Rubem Fonseca, una vida en extremo sórdida: "Policía, abogado y escritor. Siempre con las manos sucias".
2. Mandrake c'est moi
La relación que parece tener Fonseca con el personaje fundamental de varios de sus romances, no se limita sólo a las cuestiones de oficio o la dependencia tácita entre todo creador y su objeto creado. Mandrake es un compulsivo erotómano, lector y erudito que conviene en mantener un aura de misantropía y dandismo a su alrededor y para quien el cine juega un papel esencial pues no pierde oportunidad para traerlo a colación constantemente; es un bebedor compulsivo que fuma con refinamiento y a cada rato, y que, no obstante, lejos está de ser el dechado de virtudes que conviene en figurarse como el héroe clásico al que todos aman y que sale airoso y sin un rasguño de las más dantescas escenas cinematográficas. Por el contrario, Mandrake es un héroe con defectos de fábrica, compulsivo e inseguro, que a cada rato se reconoce humano y que no cesa de sufrir por sus conflictos de índole emocional. A veces se nos parece a Humphrei Bogart, otras a un discreto y calculador hombre de mundo -un nowhere man rezagado a su papel de enfant terrible-, sólo que al final, como muestra de su ambigüedad y disímil exotismo, no cesamos de asociarlo con el Fantomas francés al que aún hoy día no identificamos como perseguidor o como perseguido.
A grande arte (1983) [2], la novela por la que se conoció al autor en Colombia, es el inicio de la exposición personal de Paulo Mendes, abogado penalista que vive buena parte de su vida en función del bello sexo. "Beber vino y jugar al ajedrez el día entero. Debía de ser una vida emocionante. Más aún con una mujer de pechos grandes", sentencia Wexler, colega de oficio de Mandrake, consciente de las obsesiones veniales de este "gran fornicador", misógino charlatán que no cesa de sobreponer sus dotes a las falencias de un pasado plagado de relaciones patéticamente marcadas por el fracaso.
A grande arte es un ocurrente y acertado tratado sobre la venganza, el poder y el deseo. Percor, el arte de perforar y cortar que hace de un simple cuchillero una brutal maquina de muerte, constituye el eje de la primera parte del libro (diría que su eje es la búsqueda de un asesino de mujeres, pero en cierto modo esto pasa a un segundo plano). Mandrake no escatima en recursos para manipular tan beligerante oficio, pues, como se verá en la lectura de la novela, los motivos que lo empujan a la violencia por causa de su eterna avenencia con las mujeres, lo empujan también a recorrer una extensa y nada despreciable bibliografía (Kill or get killed; Trattato di Scienza d'Arma; El arte de manejar la navaja; La coutellerie depuis l'origine jusqu'à nos jours, fabrication ancienne et moderne, y etc., etc.). En todo caso, llama la atención que desde O caso Morel las relaciones narrativas entre los discursos puedan tener una lectura metaficcional, ya sea por contar con una disertación de fondo que se trasluce en el desarrollo de cada trama, o por encontrarnos constantemente con la figura de su autor, agazapado prudentemente tras el parapeto de sus asesinos y febriles escritores. Si en algún momento Gustave Flaubert aplaudiría el tajante egoísmo de su celebre Emma Bobary -acosada por las taras de una ética que ella somete al escrutinio de su propia interpretación-, no sería atrevido parafrasear aquí la celebre sentencia de su creador -"Madame Bobary c'est moi"- en detrimento de una de las varias caras del escritor brasileño: Mandrake. Las otras, sabrá reconocerlas el lector en cada uno de sus recursos narrativos.
No sobra decir que las pruebas para sustentar mi tesis saltan a la vista. Todas sus novelas son, indefectiblemente, reafirmaciones intelectuales en las que sus fobias e inquietudes asoman con denuedo para constituirse en aforismos o en comentarios directos sobre aquende o allende; Fonseca es Morel, Videla, Mandrake; también se nos parecerá un poco al cineasta de la novela Vastas emoçoes e pensamentos imperfeitos (1988); al investigador Ivan Canabrava, cuyo melodrama afectivo irá a la par de sus indagaciones policiales en Bufo & Spallanzani (Novela, 1986); al ególatra Rufus que desarrolla una prolongada y copiosa peroración en Diario de un fescenino (2003); al sabio y beligerante Gustavo Flavio, importante escritor que no pierde oportunidad para imponer sus sesudos dictámenes literarios en Do meio do mundo prostituto só amores guardei ao meu charuto (1997) [3]; y, sobre todo, a aquel obsesivo relator de la violencia carioca que, como afirmara Gilles Deleuze al referirse al ejercicio del escritor, excusa sus parafilias en "la forma socialmente aceptada de la esquizofrenia".
3. The last murder in Rio
La antología que la editorial Alfaguara hace de los cuentos de Rubén Fonseca incluye también varios textos de sus libros Romance Negro e outras historias (1992) O buraco na parede (1995), así como de Historias de amor (1997). Del primero, Novela negra, se han incluido los cuentos El arte de caminar por las calles de Rio de Janeiro, Llamaradas en la oscuridad -el diario secreto de Teodor Konrad Nalecz Korzeniowski, amigo de Stephen Crane-, Mirada y El libro de los panegíricos. En El arte de... , Augusto ("escritor y andarín" que "cuando no está escribiendo -o enseñando a leer a las putas- camina por las calles de Rio") va y viene por el centro de la ciudad con un reloj descompuesto en la muñeca y la idea de escribir una novela titulada precisamente así: El arte de caminar por las calles de Rio. Augusto es uno de esos "miseráveis sem dentes" que aquí, a pesar del carácter altruista y osado de su misión, no deja de ser tan patético como el asesino de O cobrador o como el propio abogado Mendes, tan embebidos como él de esa "solvitur ambulante" que lo anima en su ocurrente empresa. No sucede lo mismo con el personaje de Mirada, un comensal que se obsesiona con la muerte de los animales que irá a comer y que incurre en toda clase de procedimientos previos para poder disfrutar sádicamente de sus víctimas, en tanto se convenza del gesto convincente de su próximo plato. No se incluye aquí el cuento que da título al libro y del que, como ocurrió con Intestino Grueso, se habla en la nota introductoria del volumen. Tello Garrido trae a colación un fragmento del cuento que vale la pena reproducir en esta nota: "El objetivo honrado de un escritor es henchir los corazones de miedo, es decir lo que no debe ser dicho, es decir lo que nadie quiere decir, es decir lo que nadie quiere oír. Esta es la verdadera poiesis".
De El agujero en la pared se han incluido, a excepción del que da título al libro, todos sus cuentos. El primero de ellos, El globo fantasma, es tal vez la forma narrativa más acertada para recorrer Rio de Janeiro a expensas de una expedita persecución policial. El objeto de tal encomienda, un enorme globo construido clandestinamente y cuyo caprichoso sobrevuelo podría significar el desastre, todo a cuenta de una aparatosa tradición brasileña. La belleza que engendra este cuento radica en la bizarra conjunción de dos elementos: a la sazón de un caso policial, todo un convoy de patrullas y expertos cazadores ávidos en la materia, persigue el escurridizo megaglobo, que merodea el cielo de la ciudad hasta ir a morir sin pena ni gloria en las playas de Leblon.
La lectura de El agujero en la pared, conduce a una serie de preguntas y asociaciones entre elementos aparentemente disímiles como lo son la pérdida de un familiar y el comercio sexual o la enfermedad y el aborto. De ahí que tras una minuciosa revisión no se llegue más que al desconcierto, bien sea por no poder determinar todos estos comportamientos tras la mascarada del psicoanálisis, o por no haber sentido común que nos explique el curso de sus aberraciones y psicopatías.
Finalmente, se incluyen en la selección cuatro cuentos del libro Historias de amor, donde sobresale especialmente El amor de Jesús en el corazón. Los detectives Guedes y Leitão se enfrentan a un singular caso de pedofilia: tras una excursión al Parque nacional de Tijuca en pleno corazón de Rio, una niña de apenas doce años es asesinada en extrañas circunstancias. El fanatismo religioso de Leitão y los móviles de otros asesinatos de símil consumación, arrastran el caso a disertaciones de índole ético y moral con las que este cuento abandona las lindes de la estructura policíaca para mostrarse como un bizarro cuestionamiento de la fe cristiana y de sus intrincadas y evasivas justificaciones.