Empecé a escribir sobre India en Nueva Delhi, la misma tarde que llegué y con la sensación de estar haciendo un ejercicio que me salvara de las ganas de volverme de inmediato para Madrid, dado lo insoportable del shock primero del calor y la humedad, como lo más parecido al infierno que he conocido. Terminé la crónica/ confesión diecisiete días después en el restaurante de un hotel de Benarés, horas después de haber visitado el Ganges y especulando con la sensación de que podría quedarme un par de años, en ese paraíso.
La bienvenida la dan los monos. Apenas uno sale del aeropuerto de New Delhi y se encamina en ese tren alocado que es el taxi empiezan a aparecer las especies como en una película de Robin Williams, pero con menos risas. Camellos, elefantes, gallinas, perros y gatos, monos y ratas, caballos y delfines, cotorras y chimangos y palomas, bueyes y vacas, y el género humano en su conjunto, mezclado, arriba de ellos (los animales), montándolos, lavándolos, adorándolos, o simplemente acompañándolos en esa curiosa aventura que es la de la vida en India, ese momento de la existencia del alma, en la que la rueda del Karma cae en la casilla "India".
En la puerta del templo de Brama, en Pushkar, un hombre santo blande la quinta pata de una vaca que sobresale del animal blanco y deforme. El hombre flaquísimo y de ojos casi ciegos, con una barba blanca, cuatro dientes impecables y unas telas naranjas que le descubren medio cuerpo, no suelta la pata frágil, pequeña y muerta que a la vaca única le ha crecido como un ala o un espolón, y que para resaltarla aún más alguien le ha teñido de un rosa fosforescente. A cambio de acercarse al fenómeno el guía reclama una cantidad de rupias.
Los animales en India son constantes. No aparecen, permanecen. Deambulan entre la gente. Conviven.
En Benarés (Varanasi en hindi, que viene de los nombres de los ríos Varuna y Assi) el río Ganges ve aparecer ciegos delfines, entre negros y marrones, que gracias a la contaminación única del sitio terminaron perdiendo la vista. Por las rutas nacionales de la zona del Rajasthan el tráfico se interrumpe ante el paso de un elegante grupo de cabras con cara de demonios y una pastorcita con cara de ángel que va detrás. Sobre los basurales de las calles de Jaipur un niño y un cerdo alcanzan una cumbre y se detienen. Un equipo de monos de instinto asesino reprimido esperan en los techos de estructuras metálicas del aeropuerto de Nueva Delhi y exigen bananas de las que se encuentran en las esquina copadas por carretillas de vendedores. Sobre los techos de varios fuertes rojos unos loros verdes colorean el cielo, peleando espacio con cuervos, que se posan en los jardines literarios de Maharajas y fuentes, de las que rodean las ardillas y pavos reales que lo hacen todo más irreal. En la puerta del museo astronómico de Jaipur un encantador de serpientes toca la flauta dirigiéndose a una cesta de la que sale el cuerpo erecto de una cobra.
Veo un hombre descalzo y sucio hasta decir negro tirar de una cuerda y sobre el asfalto hirviente, a un perro muerto. Es gordo y peludo como una oveja y se ha vuelto gris y rasguñado por el cemento. Me pregunto adónde lo lleva. No sé porqué recuerdo que a la última casta social-religiosa, de las cuatro que reconoce la clásica jerarquía hinduista (sacerdotes, comerciantes, campesinos...), se las llama parias o comeperros.
Al final del Main Bazaar de Nueva Delhi, una calle larguísima donde funciona un mercadillo agobiante y bastante barato, aparecen un niño que casi desnudo hace cabriolas sobre el asfalto. No tiene más de cuatro años. Da cabriolas al ritmo del tamborcito ejecutado con las manos de la que puede ser su hermana y que no supera los seis. La masa de gente los arrolla, y las vacas y las cabras, y las motos y los coches que atraviesan la angostísima calle del mercadillo y levantan polvo al compás de unas bocinas enloquecidas, pasan también bicicletas y rickshaws (motos de tres ruedas, con cubiertas y que hacen las veces de taxi) y pasan los turistas. Y adelante el tamborcito y la cabriola, y luego la sonrisa y la mano estirada.
-Jalou...rupis (rupias) -piden una y otra vez-. Rupis, rupis, rupis.
Entre los cerdos que se deleitan entre las montañas de basura caminan los niños.
En el barrio musulmán de Benarés, una centena de casas oscuras como celdas acogen a una indeterminada cantidad de niños trabajadores. Tejen hermosas prendas que terminarán siendo curtas y saris (camisas y vestidos). Cuando el visitante se arriesga a adentrarse en el barrio secreto, siempre acompañado de un nacional, los mayores señalan al niño y explican que no está trabajando, que sólo "está aprendiendo". Por las dudas piden que no se tomen fotos.
Hacer fotos es para el que está en India la posibilidad de una puesta en escena de su propia culpa, hacer una foto en India hace que el turista se detenga por un momento y se sienta un estúpido, un egoísta y además parte de la cruel cadena que representa la regeneración de la injusticia del mundo.
Como en un carnaval donde el mundo invierte sus formas, veo a un niño desnudo y hambriento haciendo una foto a una pareja de alemanes gordos y sonrientes.
Esta crónica dividida en tres es la puesta en escena ni más ni menos que de la sensación recordada de un viaje inolvidable. Como la fragancia que se desprende del portal de una calle desconocida y te traslada a una escena de la infancia, a un amor o a una desgracia. En esta crónica los dioses o esos monstruos coloridos y multiformes, hermosos y kitsch, son el lado más propicio para el recuerdo exagerado que yo recuerdo y no recuerdo. Porque en India los dioses y la religión son una parte tan viva como los animales y los niños que llenan las calles, son los monstruos sagrados apiñados en las torres de esos templos que se presentan casi vacíos por dentro, como si toda la energía de su arte se hubiera agotado en la fachada; son el adorno especial en forma de estampitas de cada uno de los taxis-motos (rickshaws) que conducen esos hombrecitos casi suicidas en su afán por llegar antes y hacerse con otro pasajero, son esos hombres y mujeres con disfraces de la televisión que representan las epopeyas védicas con una inocencia de producción televisiva insólita.
Desde cada colina que pueda presentar ciertas partes de ese triángulo que llaman dorado y que representa al Rajahstan, se puede hacer una mapa de cada pueblo sólo con señalar tres y cuatro templos del lugar, como si esos puntos detallaran el mapa perfecto de lo importante, casi de lo real y de lo irreal.
El Ghanesa (ese dios elefante de trompa prominente) naranja y verde que me mira desde un lugar sagrado de mi casa en Madrid, me sonríe como pidiéndome que vuelva a India, como una fragancia que me recuerda a un amor inolvidable.