Si uno mira de norte a sur un mosaico fotográfico satelital de las tres Américas, verá que al sur del río Grande o Colorado, que corre o se estanca trazando la frontera entre México y los Estados Unidos, se extiende una amplia mancha ocre-amarilla, que desciende hacia el sur.
Son las llanuras semiáridas y polvorientas de Pancho Villa y Emiliano Zapata, que pobló de personajes Juan Rulfo en El Llano en llamas.
Llegando al paralelo 20 N, a la altura de Guadalajara y la península de Yucatán, esa mancha comienza a cambiar de color; el ocre del norte se convierte gradualmente, hacia el sur, en un verde cada vez más intenso y oscuro.
El verde del mapa es la selva tropical: helechos gigantes, orquídeas, acacias, musgos, lianas, enredaderas, y multicolores frutas almibaradas que huelen a fertilidad y podredumbre a la vez.
Ese verde de la vasta mancha se derrama por el istmo de Panamá, y se desborda, del otro lado del invisible Canal, en el vasto triángulo invertido de América del Sur. Los tajos plateados de los grandes ríos -Orinoco, Amazonas, Paraná- centellean al sol; son los ríos del venezolano Rómulo Gallegos, de Alejo Carpentier y de Horacio Quiroga (el gran explorador literario de la espesura selvática).
El verde intenso se abalanza sobre el Ecuador y se derrama por la ancha cuenca que encierra la Cordillera de los Andes, por el oeste, y el Océano Atlántico, por el este. Al oeste de las montañas está el universo coya de Ciro Alegría; al este, comienzan "la inacabable monotonía de lo verde cerrado" del Alto Orinoco, de Carpentier, y más abajo, el territorio tropical de los guacamayos del brasileño Mario de Andrade.
Entre el Ecuador y el Trópico de Capricornio, palpita la enorme masa selvática del Mato Grosso, la jungla de América Latina por antonomasia, cruzada al norte por el tajo del Amazonas y herida desde abajo por las estocadas del Paraná, el Paraguay y el Uruguay.
Entre el Trópico de Capricornio y el paralelo 30 S, la enorme mancha verde oscura comienza a desgarrarse, a hacerse jirones, cambiar de color, convertirse nuevamente en un espacio ocre-amarillento, y más abajo, gris-plomizo: atravesamos los Chacos, las Pampas; penetramos en la Patagonia.
Como para enfatizarlo aún más, en la vertiente occidental, del otro lado de la Cordillera de los Andes, mirando hacia el vasto Pacífico, alrededor del paralelo 40 S, y hasta la extremidad, la punta de escarpín del cabo San Diego, en el vértice de la Tierra del Fuego, asomándose casi a la Antártida, un intenso verde refulgente hace su sorpresiva aparición.
Una de las selvas más arcaicas del planeta, la de las araucarias chilenas (Araucaria araucana), sobrevive allí, aferrada a la ladera granítica de la montaña.
Agrupada en tres acápites les ofrezco a continuación una guía casual y arbitraria: un intento de compaginar un rompecabezas, del que surja una imagen de las selvas de América en sus literaturas, y en las que la reflejan o permiten conocerla, aristotélicamente, por diferencia, los escenarios que la circundan.
Siete autores latinoamericanos sitúan la acción de sus narraciones en algún escenario selvático o contiguo con la selva. José Eustasio Rivera con La vorágine, Ricardo Palma con Aguirre, el Traidor, Horacio Quiroga con Cuentos de amor, de locura y de muerte y Anaconda, Mario de Andrade con Macunaíma, Alejo Carpentier con Los pasos perdidos, Miguel Ángel Asturias con Hombres de maíz y Leyendas de Guatemala, y Mario Vargas Llosa con La casa verde. Por denotación o connotación, la selva impregna de significado su narrativa.
De ellos, destaco a Mario de Andrade, que en Macunaíma intentó evocar una vivencia americana, autóctona, aborigen, de esa que es la Selva por antonomasia, el Mato Grosso. Curiosamente Andrade, además de escritor -o antes- era musicólogo y etnólogo, oficios o aficiones que comparte con Alejo Carpentier.
Rivera, Carpentier, Vargas Llosa y Quiroga escriben la crónica de la lucha del hombre blanco por apoderarse de los tesoros de la selva, y la enconada resistencia que opone ella. Pero en todos los casos es una visión ajena, antagónica, de unos hombres que la necesidad ha expulsado de las ciudades, de donde mejor no hubieran salido nunca.
Cuatro descubridores y conquistadores describieron la selva de las Américas que conocieron en su tiempo. Cristóbal Colón con Diario del primer viaje, Hernán Cortés con Cartas de Relación, Ruy Díaz de Guzmán con La argentina y Bernal Díaz del Castillo con Verdadera historia. Y todo se resume en el viaje de Yucatán al Valle de México, tal como lo narra Hernán Cortés. Es la mirada del asombro y también de la codicia; también de la Conquista: el plomo, el acero y la sangre.
Pero es Cristóbal Colón quien nos sorprende con su propio asombro y su relato que comienza el mismo 12 de Octubre de 1492.
En otros horizontes, de la geografía o la imaginación, otros escritores se enfrentaron con el misterio, la majestad, el horror de la selva. Quien, habiendo leído las historias de la selva americana, abra el Canto VI de la Eneida de Virgilio (v. 268), experimentará un extraño sentimiento de déjà vu:
ibant obscuri sola sub nocte per umbras
Veinte siglos antes que estos escritores latinoamericanos, en el relato virgiliano, Eneas y sus seguidores, en busca de la Rama Dorada, penetran en la sombra verde de un sombrío bosque cerrado, habitado por poderes que no se ven pero se intuyen. Toda la selva americana está ya prefigurada en el clima ominoso y sombrío del bosque sagrado de Virgilio.
Una y otra vez volveremos a encontrarnos con esta percepción de "lo otro" de la selva, en Kipling como en Conrad, en Wenceslao Fernández Flores; como en Henry David Thoreau, en Jack London o en Mark Twain.
Otro tanto sucederá al ingresar en esos otros paisajes americanos que brotan en los lindes de la selva: los de la montaña, la llanura y el desierto. Una vez más, conocemos por diferencias, como enseña Aristóteles. La Pampa de Hernández o Güiraldes, el Desierto de Aira o Sarmiento, la Montaña de Arreola o Alegría (protagonistas por sí mismos, y en mayúscula) son los otros tres lados del rectángulo americano que se completa con la Selva.
Desde ningún otro lugar mejor contemplarla como literatura, que desde ellos.
La selva en la narrativa latinoamericana
Ricardo Palma: Aguirre, el Traidor
José Eustasio Rivera: La vorágine
Horacio Quiroga: Cuentos de amor, de locura y de muerte y Anaconda
Mario de Andrade: Macunaíma
Alejo Carpentier: Los pasos perdidos
Miguel Ángel Asturias: Hombres de maíz y Leyendas de Guatemala
Mario Vargas Llosa: La casa verde
La selva latinoamericana de los conquistadores
Cristóbal Colón: Diario del primer viaje
Hernán Cortés: Cartas de Relación
Ruy Díaz de Guzmán: La argentina
Bernal Díaz del Castillo: Verdadera historia
Oras selvas en la literatura
Virgilio: Eneida, V-VI
Robert Louis Stevenson: Islands nights entertainments y Treasure Island
Rudyard Kipling: The jungle book
Joseph Conrad: The heart of darkness
Leo Frobenius: Atlantis y El decamerón negro
Henry David Thoreau: Walden
Mark Twain: Huckleberry Finn y Tom Sawyer
Jack London: White Fang
Edgar Rice Burroughs: Tarzan of the apes
J.R.R. Tolkien: The Lord of the Rings
Wenceslao Fernández Flores: El bosque animado
Ítalo Calvino: Il barone rampante
Los otros paisajes latinoamericanos
Esteban Echeverría: La cautiva
Domingo F. Sarmiento: Facundo o Civilización y barbarie
William Henry Hudson: Far away and long ago
José Hernández: Martín Fierro
Lucio V. Mansilla: Una excursión a los indios ranqueles
Joaquim Maria Machado de Assis: Contos fluminenses
Santiago Rusiñol: Del Born al Plata
Ricardo Güiraldes: Don Segundo Sombra
Rómulo Gallegos: Doña Bárbara y Canaima
Ciro Alegría: El mundo es ancho y ajeno
Joâo Guimarâes Rosa: Gran Sertâo. Veredas
Juan Rulfo: El Llano en llamas
César Aira: Ema, la cautiva y Un episodio en la vida del pintor viajero