La alarmante cifra referida al maltrato que sufren las mujeres, por parte de sus parejas masculinas en la España actual, pone en evidencia lo mucho que falta para hacer realidad principios universales como la igualdad y la justicia. Estas asimetrías sorprenden en una sociedad en la que suponemos la mujer ha logrado un mayor grado libertad y autonomía. Sin embargo, estos logros han provocado en los hombre una respuesta irracional que cuestiona nos sólo el modelo de vida que llevamos, sino también los valores y los principios en los que se sostienen las relaciones de pareja, en el ámbito privado; y en el público, las anómalas relaciones sociales (laborales, institucionales, económicas, etc.) donde las mujeres están en desventaja.
Las raíces de estas asimetrías son profundas y tienen que ver con la consideración social de las mujeres. La supuesta "inferioridad natural" de las mujeres respecto a los varones hunde sus raíces en los mitos sobre el origen, que en nuestra cultura se centran en dos tipos de relatos: el creacionismo bíblico (Génesis, cap. 1 y 2) y el evolucionismo, llamado también darwinismo o transformismo. El primero legitima las teorías acerca de la superioridad del varón frente a la mujer por considerarlas de "voluntad divina". El segundo plantea la hipótesis de que el ser humano procede de otros organismos y que la responsable de esa transformación en cadena es la naturaleza. La teoría evolucionista asume también que, desde el primer momento de la "humanización", los roles sexuales están diferenciados: el hombre es cazador, la mujer es cuidadora de sus crías, y esos roles marcan las distancias físicas y psíquicas que separan a hombres y mujeres y que colocan a éstas en una situación de inferioridad respecto al hombre.
El siglo XIX en el que tiene lugar este debate sobre el "origen del hombre" es curioso por su misoginia y a la vez por la "feminización" del varón, que adopta modelos como el dandi que compite con la mujer fatal. Son estereotipos mundanos que escapan de los rígidos esquemas burgueses. Criatura diabólica e inconsciente, la mujer es observada con interés científico. Resultado de esta observación es el descubrimiento de su sistema reproductor, así la especulación en torno a su psique, que da lugar a todo un catálogo de fórmulas para domesticarla y confinarla al único lugar donde su existencia tiene razón de ser: el hogar burgués.
Si en el pasado tal inferioridad se apoyaba en los textos bíblicos, en el siglo XIX se buscaron las razones en la ciencia que explicaba el origen del comportamiento del ser humano, a partir del comportamiento animal. Las teorías de la desigualdad social entre hombres y mujeres se apoyaron en tres asunciones: 1. el uso del pasado para justificar el presente, 2. la atribución a la naturaleza a cuanto se considera inamovible, 3. la utilización de un lenguaje negativo, claramente discriminatorio para designar lo femenino, siendo mucho más visibles, claro está, en los textos del pasado.
Este sexismo se encuentra en la matriz de nuestra cultura hasta el punto de que el lenguaje que nos constituye adopta tales asimetrías. Ejemplo de ello es que cuando en el siglo XIX se hablaba del "origen del hombre" no se incluía a las mujeres por ser estas "de naturaleza animal". Pero esto no siempre fue así, prueba de ello es que en nuestro idioma la palabra hombre viene del latín homo (hombre en el sentido humano que incluye a los dos géneros), y que en el latín se establecía la diferencia entre vir (hombre en el sentido de varón) y mulier (mujer). Pero ya no es tan claro cuando se marcan tantas diferencias entre hembras y varones, sobre todo, cuando al referirse al concepto de hombre, se le asignan sólo las características viriles, que son las positivas. En cambio, a las mujeres se les asignan las características negativas que las alejan de lo humano y las equiparan a las hembras de otras especies.
Llama la atención la repercusión de estas teorías y las interpretaciones a que dio lugar en la prensa de la época, en los libros y revistas de divulgación de modernas ideas y de manera muy especial en la literatura de la época, tanto en el ensayo como en la novela. Un artículo publicado en 1878 por un tal Manuel Polo y Peyrolón, catedrático de instituto en Valencia es muy revelador: "Parentesco entre el hombre y el mono". El autor ironiza respecto a las teorías de Darwin en esta cita que no tiene desperdicio:
"Mujer, tití, puerco-espín, mastodonte, perro pachón y asno, venerables y antiquísimos antepasados de Darwin, permitidme que os salude y abrace fraternalmente; cayeron para siempre las barreras fantásticas que nos separaban; ha sonado la hora de que hagamos vida cariñosa y común, como a miembros de la misma familia corresponde".
Es evidente que este hombre no se siente de la misma familia que la mujer, aunque se le nombra en primer lugar, pero eso sí, al mismo nivel de otras especies. Esto cuestiona el uso de la palabra "hombre" que si bien en su origen, repito, abarcaba al género humano, en esta cita se pone en cuestión. La palabra "hombre" aquí sólo hace relación a los varones, en el contexto del mundo occidental "civilizado" de "raza blanca" y cristiano.
Las ideas evolucionistas causaron tal impacto en España que atravesaron prácticamente todos los discursos de la época, hasta el punto de que en una buena parte de las obras literarias, sobre todo en la novela, se puede ver su influjo. La relación que se establece entre dichas teorías y el rol destinado a las mujeres en la sociedad salta a la vista. Tenemos tres ejemplos célebres en Pardo Bazán, Unamuno y Galdós que demuestran conocer esas teorías y se apoyan en ellas para definir el papel de la mujer.
Levi-Straus señala el dualismo jerarquizado de nuestra mentalidad occidental, basado especialmente en las diferencias entre naturaleza y cultura. La cultura está marcada por el lenguaje que nos permite nombrar y asimilar el mundo al que pertenecemos. Al oponer naturaleza y cultura, se entiende el término "naturaleza" en un sentido limitado que concierne a lo que en el ser humano es transmitido por la herencia biológica. Lo cultural proviene, en cambio, de la educación. En ese orden la mujer ha quedado relegada a la naturaleza orgánica (pues su función biológica la convierte en materia, en alimento), a la vez que ha sido apartada del lenguaje, en cuanto ella no ha nombrado el mundo, sino que ha sido nombrada por quien detenta el poder de la palabra. De modo que nombrar y crear, que no procrear, se supone que son funciones masculinas.
La novela, realista y naturalista en Europa, en general, se convirtió en un órgano de difusión importante de las ideas del momento. La filosofía positivista y el naturalismo, por ejemplo, proyectaron en la novela estereotipos como el superhombre, rey de la creación o genio, dispuesto a ejercer un dominio sobre el mundo, controlando sus pasiones. En cuanto a la mujer, convertida en objeto de estudio, se consideraba lo "otro", una desviación, o especie aparte, como la definiría Unamuno en Amor y pedagogía y Niebla. Desde el punto de vista científico se achacaba esa inferioridad a que poseía un cerebro más pequeño y escasa capacidad intelectual, como sugiere Blasco Ibáñez en La voluntad de vivir cuando el científico tropieza con un cerebro más pequeño, "era de mujer", afirma. Esta teorías sobre la inferioridad de la mujer sabemos que vienen de la antigüedad y que podían llegar a ser muy disparatadas, como la que afirma que la mujer es inferior al varón por ser "húmeda y fría". Hay una extensa y curiosa mitología en torno a la inferioridad de la mujer que subraya en ella cualidades negativas: su perversidad, su inestabilidad, su fragilidad, y que mantiene su vigencia a lo largo del siglo XIX y bien entrado el XX en España; también en el resto del mundo hispánico marcado por la cultura judeo-cristiana.
La novela de la época, sobre todo el naturalismo supuestamente científico, le aplica una visión clínica a la mujer y especula sobre sus enfermedades, describe y analiza su histeria, su neurosis, su falta de sentido de la realidad, su animalidad e inconsciencia. Como cualidades positivas se señalan su sentido práctico, su capacidad de sacrificio, cualidades sobre las que se insistió durante el franquismo, como saben las mujeres españolas que se educaron durante la posguerra.
La base de esa educación era y ha sido la represión del instinto, porque para la mentalidad cristiana la cercanía de la naturaleza que representa el mundo animal y el instinto son peligrosos y hay que vencerlos. La mujer, situada al lado de la naturaleza es una fuerza terrible que debe domesticarse y que de ninguna manera puede acceder al poder, pues se corre el riesgo de que adopte la forma de Doña Perfecta, figura femenina que en la novela debe ser vencida por el bien de la "civilización y del progreso", encarnado en la figura del liberal Pepe Rey. Pero la naturaleza no siempre fue considerada algo negativo, también se desarrolló la idea de lo natural, puro e incontaminado. El mito de la mujer como buen salvaje justifica su aislamiento de la historia, bajo el pretexto de preservar su pureza, su nobleza natural.
Sin embargo, tenemos que establecer matices, pues sería un error pensar que la postura hegemónica no tuvo su réplica, ya que muchos autores no compartían los valores dominantes y además, el pueblo, las clases populares, no podían acceder a ese modelo de vida burgués, dada su precariedad económica, que obligaba a vivir en una promiscuidad escandalosa. En cuanto a la represión del instinto, el anarquismo, por ejemplo, defendía la continuidad entre las facultades humanas y el instinto animal, expuestas por Hackel. Clemencia Jaquinet lo planteaba así en la revista anarquista Natura:
"El día aquel en que algunos monos, por la fuerza de las circunstancias, tuvieron que abandonar la vida entre las ramas de los árboles para acomodarse a la existencia esencialmente terrestre, aquel día nació la humanidad".
Algunos anarquistas saludaron con entusiasmo las ideas de Darwin porque las consideraban científicas, pero cuestionaron su interpretación de conceptos como "lucha por la vida" y "ley del más fuerte", aplicados a la sociedad. Ellos fueron los que alertaron a la sociedad sobre la situación de inferioridad a la que se condenaba a la mujer, si se aceptaban esos principios como "leyes naturales".
Miguel de Unamuno, que se muestra abierto a las nuevas ideas, tiene muy claro que el papel de la mujer se debe a la naturaleza y a su función biológica:
"Podrá parecer ello muy superficial y grosero, pero para mí el feminismo tiene que arrancar del principio de que la mujer gesta, pare y lacta. Y el gestar, parir y lactar, lleva consigo una predominancia de la vida vegetativa, y del sistema linfático, y con ello del sentido común y práctico".
Para Unamuno lo biológico determina la conducta social de la mujer y creo que este es un punto clave a la hora de explicar muchos de los prejuicios de género. Julia Kristeva sugiere que el error está en el lenguaje y se remonta a cierto obispo en el concilio de Mâcon quien proclamó la idea de que la mujer no podía tener alma, al no ser vir. Para él, homo incluía sólo a vir, con lo que demuestra desconocer o ignorar la raíz latina de homo que incluía a vir y a mulier, como se ha dicho anteriormente.
Todo ello deja mucho qué pensar sobre la compleja situación de las mujeres en el presente, forzadas a batirse en distintos frentes: la maternidad, la vida laboral, la proyección profesional, retos que exigen de ellas mayor esfuerzo para alcanzar condiciones de igualdad tanto en la esfera pública como en la privada. Un cambio en las relaciones de pareja quizás equilibraría la balanza, pero todo parece indicar que queda mucho camino por recorrer, ya que los hombres aún no estás preparados para asumir ese reto, ni mucho menos dispuestos a cuestionar los principios en los que se basa su "virilidad", de modo que no sientan como una amenaza conquistas de las mujeres ni el reparto del poder con ellas. Ese cuestionamiento de lo que supone su "virilidad" los dejaría libre de ciertas cargas, pues ellos también podrían quitarse de encima una pesada losa. Es verdad que los hombres han cambiado, pero tengo la sospecha de que tan sólo en su apariencia externa. Las escandalosas cifras que hablan del maltrato a las mujeres así lo demuestran. No se trataría entonces de emular al dandi decimonónico, tomando de las mujeres los aspectos más superficiales, sino de un cambio de mentalidad. Ese es el verdadero reto.