En la visión Aymara del mundo, todos los aspectos de la vida tienen un componente femenino y otro masculino. Ambos constituyen siempre una unidad complementaria (taqpacha), puesto que no se consideran elementos en conflicto. Ninguno, por tanto, puede ser excluido o subordinado, porque se rompería el equilibrio (tinku) que permite la continuidad de la existencia. Es en estos términos como se comprende su mitología, la producción agrícola y las relaciones sociales en general. Sin opuestos complementarios sería imposible la construcción Aymara de la realidad.
La población Aymara vive en la región andina desde las orillas del lago Titikaka hasta el Norte de Chile y Argentina. Se dedica al pastoreo, la agricultura y la artesanía, conservando formas de vida comunitaria. Aproximadamente dos millones de personas hablan Aymara, Jaqi Aru, la lengua de los humanos. Hay cerca de 1millón 300 mil Aymara en Bolivia, 300 mil en Perú y 50 mil en Chile. Forman parte, entre otros, de los grupos étnicos Qullas, Lupaqas, Qanchis, Carangas y Chichas.
Así, en la concepción de un ser humano, por ejemplo, es la sangre menstrual el componente principal del feto; el semen es el factor complementario (1). En el mito de la aparición del Universo, Wiraqocha, el que partió hacia el mar, creó el Sol (Inti) y la Luna (Quilla), que engendraron luego a Manco Capac y Mama Oclla, la pareja que fundó Cusco. El espacio/tiempo (Pacha), de igual forma, es también femenino y masculino. Una ilustración son los festejos del Anata que comienzan todos los años el 2 de febrero para celebrar las primeras cosechas, en especial de la papa. Es época de lluvias, el jullapacha, un tiempo femenino, de la luna y la fertilidad. La época seca, al contrario, se considera un tiempo masculino (2). Los períodos de crisis, de transformación social (el pachakuti), son igualmente femeninos y masculinos; el que comenzó justo en 1992 es femenino, el warmi pachakuti. La Tierra es la Pachamama, la gran divinidad femenina que da el sustento al pueblo Aymara. Se observa, pues, que los elementos opuestos se complementan siempre, incluso turnándose.
El matrimonio, en la tradición Aymara, es un ritual de paso que iguala a hombres y mujeres como jaqi, personas humanas. (3). El grado de endogamia en las comunidades suele ser alto, más del 50%, y el padre de la novia debe aceptar al esposo. Se estiman aptos para el matrimonio a los hombres entre 28 y 31 años de edad; a las mujeres, entre 24 y 26 años. Aún así, otros requisitos son de mayor importancia. El hombre debe saber arar y techar una casa; la mujer, sembrar y tejer.
Casarse, hacerse jaqi, tiene sin embargo implicaciones muy importantes en relación a la comunidad. Por un lado, el matrimonio determina los derechos de sucesión sobre las tierras (4). Por otro, establece los deberes de la pareja (chacha-warmi) con el grupo comunitario. En efecto, la nueva familia se incorpora al sistema de cargos, a través del cual el hombre principalmente desempeñará una serie de funciones anuales, desde la organización de las fiestas agrícolas hasta la jefatura comunal (jilaqata). Del éxito de sus tareas dependerá el prestigio de toda la familia. Este camino (thakhi), de hecho, lo recorren juntos la pareja, puesto que la mujer participa en las decisiones del marido, pudiendo incluso llegar a sustituirlo ocasionalmente. Los diferentes cargos exigen, además, la redistribución de los excedentes de la producción familiar, en cuanto debe garantizarse durante las distintas celebraciones alimento y bebida suficientes para todos.
Con relación a los derechos sobre las tierras, en aquellas comunidades donde la tradición ha sido menos intervenida, hombres y mujeres heredan por igual (5). De esta manera, los terrenos de la madre pueden pasar a sus hijas tras el matrimonio, de generación en generación (6). Esta norma, sin embargo, no es la que predomina actualmente. La propiedad en los territorios Aymara ha pasado por varios procesos de cambio en los últimos cinco siglos, incluyendo la expropiación latifundista y reformas agrarias que otorgaron títulos de propiedad preferentemente a los hombres. En zonas Aymara de Perú, por ejemplo, hoy día sólo el 4% de las mujeres son propietarias de tierras, frente al 29% de los hombres.
El caso es que tradicionalmente las hijas heredaban de la madre y los hijos del padre, algo que sólo se mantiene en algunas comunidades. Probablemente esta línea de sucesión determinará también que la madre diera su apellido a las hijas, y el padre a los hijos. Lo cierto es que ninguna mujer casada suele utilizar el apellido del esposo, conservando el suyo que proviene del padre (7). Está claro, desde luego, que la propiedad de las mujeres sobre la tierra se ha reducido considerablemente en el transcurso del tiempo. No obstante, es posible que haya hombres que no posean tierras dentro de su comunidad. Al casarse fuera de ella, deberá trabajar las de su esposa, sin derecho a heredar puesto que la propiedad pasaría sólo a los hijos (8).
Las responsabilidades de la mujer Aymara son múltiples; para ello cuentan con importantes conocimientos y habilidades. La familia Aymara es una unidad de producción que se autoabastece, contribuyendo al mismo tiempo a la subsistencia de toda la comunidad. Aun cuando hay propiedad individual de la tierra, el control de su utilización es colectivo. El grupo familiar cuida su ganado (llamas y alpacas) y cultiva sus parcelas, buena parte de ellas integradas en el sistema comunitario de la aynoka.
Las mujeres participan en el trabajo agrícola, junto a los hombres. Todo lo relacionado a las semillas está a su cargo, transmitiendo su conocimiento de una generación a otra (9). La semilla debe ser tratada como un ser vivo, con cuidados especiales para que, en reciprocidad, devuelva buenas cosechas (10). Generalmente trabajan una parcela al mismo tiempo dos hombres y dos mujeres. Un hombre se encarga del arado, otro del abono; una mujer selecciona la semilla y otra la va depositando en la tierra. Durante la recolección, juntos igualmente, con animales de carga, son responsables del traslado de los productos hasta las casas donde son almacenados.
Además de transmitir la antigua lengua a sus hijos, las mujeres administran el dinero familiar, pudiendo disponer de él sin consultar al marido, lo que éste no podría hacer (11). Se les reconoce asimismo gran habilidad como comerciantes, por lo que son ellas las que van preferiblemente a los mercados para vender sus productos agrícolas y artesanales. Hay que destacar, por otro lado, la significación y complejidad de los tejidos que elaboran. Representan un universo simbólico, donde las figuras y los signos expresan los mitos y rasgos característicos de la cultura. El pueblo Aymara, en fin, tiene en sus mujeres la fuerza y sabiduría indispensables para resistir en medio de innumerables obstáculos y dificultades.
El largo proceso de exclusión que han padecido los pueblos indígenas de América Latina, indudablemente ha afectado de manera particular a sus mujeres. Vulneradas en su dignidad, han visto además reducir considerablemente la seguridad y niveles de autonomía que le otorgaba la organización social tradicional (12). La desvalorización que puedan enfrentar dentro de su propio ámbito cultural, no es, sin embargo, comparable a la situación de marginación a que las somete el resto de la sociedad.
Si bien el trabajo de la mujer indígena no es muchas veces suficientemente reconocido en su entorno comunitario, menos estimada es su condición por parte de otros grupos sociales. Aunque la discriminación y el racismo hacia ellas son hechos cotidianos en países como Perú y Bolivia, el Estado no los reconoce como tales. Al invisibilizarlos, justifica la inexistencia de políticas y programas a favor de la convivencia democrática, el respeto y la dignidad.
Esta situación, sin duda, tiene graves consecuencias sobre sus condiciones de vida. El tema de la salud, de hecho, resulta bastante ilustrativo. Según la Organización Panamericana de la Salud (OPS), (13) la mortalidad materna en América del Sur es mucho más alta entre las mujeres indígenas, en comparación con otros sectores poblacionales. En Bolivia, por ejemplo, las cifras difieren considerablemente. A nivel nacional, el índice es 390 X 100 mil niños nacidos vivos, mientras en regiones con predominio de población indígena el número se eleva a 496. La misma situación se repite en Perú donde la mortalidad materna en el área urbana es de 265 X 100 mil niños nacidos vivos, frente a 500 en comunidades indígenas (14). Ambos países, en efecto, presentan la tasa de mortalidad materna más elevada de América Latina.
Una de las causas fundamentales de este hecho es, sin más, el conjunto de barreras culturales que encuentran las mujeres para acceder a los servicios de salud, precarios y escasos en su mayoría. Principalmente la subvaloración y el desprecio de sus creencias tradicionales por parte del personal sanitario, generan desconfianza y temor. Es justamente lo que sucede a las mujeres Aymara. Ellas, por ejemplo, consideran que desnudarse durante el parto, como ordenan los médicos, puede provocar la muerte. Al estar el cuerpo abierto y sin abrigo, el frío podría causar graves enfermedades y debilitamiento del ajayu, la fuerza de la vida (15). Del mismo modo, la indispensable comunicación médico-paciente suele ser inexistente, dado que en los centros hospitalarios casi nadie conoce las lenguas locales.
La salud reproductiva constituye, en realidad, uno de los aspectos más sensibles en el marco de los derechos humanos de las mujeres sin excepción. Lo que sucedió en Perú en los años noventa demuestra los extremos que puede llegar a alcanzar esta vulnerabilidad. Durante el gobierno de Fujimori, miles de mujeres indígenas fueron esterilizadas contra su voluntad, víctimas del llamado Programa Nacional de Salud Reproductiva. Al parecer, la campaña fue financiada por la Agencia Internacional para el Desarrollo (AID) de Estados Unidos, a través de un contrato otorgado a la Association For Voluntary Surgical Contraception (AVSC). Las mujeres fueron intervenidas quirúrgicamente, amenazadas por funcionarios o como condición para recibir alimentos y medicinas. Varias murieron, como fue el caso de María Mamerita Mestanza Chávez, quien falleció en abril de 1998. Luego de fracasar en todas las instancias legales peruanas, sus familiares llevaron la denuncia a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en 1999. Después de tres años, finalmente se llegó a un acuerdo y el gobierno accedió a pagar a su esposo y 7 hijos la cantidad de 10 mil dólares a cada uno, en compensación por daños morales. El Ministerio de Salud ordenó además una investigación, cuyas conclusiones indicaron que aproximadamente 300 mil personas habían sido esterilizadas, sin su consentimiento. El estudio demostró que durante el período 1996-2000, se realizaron 215 mil intervenciones quirúrgicas de ligadura; reveló también que, en la misma época, 16 mil hombres fueron sometidos a vasectomías, en iguales condiciones (16). Miles de personas, pues, están todavía esperando justicia.
En general, a nivel mundial las mujeres campesinas e indígenas constituyen el grupo humano preferentemente excluido de los programas nacionales e internacionales de desarrollo (17). Son además quienes enfrentan en mayor medida el racismo institucionalizado en sus países. No sólo en los servicios médicos, también se les restringe el acceso a la educación, a la participación social y la toma de decisiones. En la calle, en los mercados, en los centros policiales, son objeto preferido de violencia por pertenecer a un grupo étnico determinado, por su lengua, su forma de vestir y el color de su piel. En los medios de comunicación, su imagen e identidad se presentan distorsionadas y caricaturizadas, violando impunemente sus derechos fundamentales.
Durante la resistencia a la colonización española, las mujeres Aymara tuvieron una destacada participación, incluso en posiciones de liderazgo y autoridad (18). Símbolos de esta presencia fueron Bartolina Sisa y Gregoria Apasa, esposa y hermana respectivamente de Tupak Katari. Juntos llegaron a dirigir un ejército de 40 mil personas contra los españoles en la región de La Paz, durante las rebeliones que tuvieron lugar entre 1780 y 1783. Katari murió descuartizado en la localidad de Peñas, en noviembre de 1781. Bartolina Sisa provenía de la estirpe de las Mama Tallas, mujeres que compartían autoridad con los hombres. Murió también descuartizada el 5 de septiembre de 1782, igual que muchas de sus compañeras. Desde 1983, en esa fecha se conmemora el Día Internacional de la Mujer Indígena.
Hoy día las mujeres Aymara continúan resistiendo junto a su pueblo las permanentes agresiones internas y externas. Contribuyen, por lo demás, a construir alternativas que permitan a la sociedad andina en general avanzar hacia la democracia participativa y pluricultural. Su incorporación a asociaciones campesinas e indígenas ha sido, pues, creciente en los últimos años.
En Bolivia, la Federación de Mujeres Campesinas Bartolina Sisa constituye a nivel nacional una organización de primera importancia. Se fundó en La Paz en enero de 1980, durante el Congreso Nacional de Mujeres Campesinas organizado por la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB), con asistencia de 2 mil delegadas (19). Ha intervenido activamente en acciones del movimiento indígena boliviano como bloqueos de caminos y marchas, en las protestas contra la privatización del agua en Cochabamba y en el levantamiento de 2003 contra la política oficial de gestión del gas y los hidrocarburos, que obligó a la renuncia del Presidente Sánchez de Losada.
Destaca asimismo la Organización de Mujeres Aymara del Kollasuyu (OMAK). Inició sus actividades a finales de 1983, entre las que se encuentran la creación de centros y la formación de mujeres líderes. Sus objetivos se orientan a la defensa de los derechos humanos y la protección de la salud de la mujer y los niños; además programa talleres de alfabetización, medicina y tejidos tradicionales, incentivando asimismo la participación en la toma de decisiones en diferentes ámbitos. Como organización ha intervenido en diversos foros internacionales, incluyendo las reuniones anuales del Grupo de Trabajo sobre Problemas Indígenas de las Naciones Unidas. Forma parte, igualmente, de la Coordinadora de la Mujer en Bolivia y de varias redes internacionales (20).
Exigen, en suma, las mujeres Aymara el reconocimiento de su trabajo y la valoración de su cultura; el fin de la discriminación de que son objeto por ser mujeres andinas, por sus costumbres, formas de vestir y su lengua. Se oponen de manera determinante a la implementación de programas de esterilización forzada como ha sucedido en Perú, en defensa de sus derechos y su libertad. Demandan, en fin, un trato humano en la calle, en los mercados, en los servicios de salud, en las oficinas públicas y en los puestos policiales.
Conscientes de sus efectos sobre la vida de las personas y los ecosistemas, rechazan el libre comercio, la pérdida de soberanía y los programas de desarrollo impuestos sólo por los intereses de la economía. Exigen, por tanto, la protección de la propiedad colectiva de los conocimientos y participación directa para decidir sobre todos aquellos temas que afecten a sus comunidades. Están, en fin, comprometidas a defender y transmitir a sus hijos valores que permitan la convivencia social en condiciones de paz, justicia y bienestar humano.
Notas: