La aventura de Letralia.com

Por Jorge Gómez, * director de Letralia
(Venezuela)

Jorge Gómez

En 1995 Internet era en la provincia venezolana lo más parecido al epígrafe de Bolaño: un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento. El servicio era no sólo caro, sino además casi inexistente. Para colmo, los equipos en general, en casi todo el universo conocido, eran tan lentos, que un módem de 56.000 baudios por segundo era aún una promesa de la ciencia ficción. Quien deseara probar las mieles de eso que se definía con aquella expresión de moda, la Superautopista de la Información, debía decidir entre afrontar con gallardía las colosales cuentas telefónicas o mudarse a Caracas.

Así que tomé el camino de la gallardía. Pagué la suscripción a uno de los BBSs de Caracas y adquirí el vicio de conectarme cada cinco minutos. Pero mi flamante acceso a Internet sólo me permitía bajar el correo, así que -como muchos de quienes llegamos a la red a mediados de los 90- tarde o temprano me había vuelto un experto en aquellos famosos servidores que permitían "navegar" por correo electrónico, enviándoles las direcciones de las páginas que se quería ver y recibiéndolas a vuelta de correo. Así, uno ya estaba recorriendo la tan ansiada Superautopista de la Información, aunque el recorrido lo hiciera en una Vespa.

Con todo, uno era feliz con su Vespa. Usando ciertas combinaciones de códigos y ciertos servidores se podía, en un par de correos, descargar toda una página con sus imágenes o hacer consultas en el buscador que todos usábamos: Altavista -Google aún no existía. La cosa era tan emocionante que pasados unos días terminaba uno llenando el disco duro de material inútil que nunca leería. Más o menos como ahora, pues.

Pero como suele suceder con todo oasis de horror, pronto me sentí solo en medio de un desierto de aburrimiento. Mi gran decepción con Internet vino cuando intenté localizar alguna publicación que enviara buena literatura en español a mi buzón de correo. No había una sola. Todas las revistas literarias de la Internet de aquellos años estaban en la Web, y aunque como dije uno podía bajarlas usando ciertos artilugios, pronto quedaba uno con la certeza de que estaba trabajando demasiado para lo que obtenía.

Fue así como, en mayo de 1996, empecé a publicar Letralia, Tierra de Letras. La idea de una publicación que ofreciera gratuitamente textos de creación, noticias literarias y orientación para el navegante interesado en la literatura, no fue recibida al principio con mucho entusiasmo. Si Internet éramos cuatro gatos, ¿cuál de ellos estaría interesado en literatura? Afortunadamente nunca hicimos caso de los agoreros y hoy, doce años más tarde, con más de 300.000 páginas vistas al mes y alrededor de 7.000 suscriptores a nuestros boletines, Letralia es una de las publicaciones más exitosas de la Internet literaria, y en sus páginas discurren textos de más de 1.600 autores de habla hispana.

Por supuesto, cuando Letralia empezó a crecer se me hizo evidente que no podría afrontar solo todo el trabajo. Con algunos amigos organicé una especie de consejo editorial que me ayudaba a revisar los textos que llegaban. Pero ninguno de ellos tenía acceso a Internet -alguno ni siquiera ordenador- y la revista terminó haciéndose inmanejable. Organicé entonces un nuevo consejo editorial, con escritores de diversos países que recibían los textos y tomaban en conjunto sus decisiones en reuniones virtuales por correo electrónico, pero también se convirtió en un problema, entre otras cosas por las interminables discusiones sobre si un texto debía o no ser publicado.

Ensayo y error mediante, el consejo editorial fue moldeándose hasta lograr su estructura actual. Un equipo principal, compuesto por los escritores Héctor Torres, Iaír Menachem, Ángel Montesino, Miguel Rodríguez Vergara, Carmen Elena Pérez y Manuel Cabesa, se encarga de revisar el grueso del material. Adicionalmente, varios autores de todo el mundo colaboran ocupándose de casos específicos. Cada uno está calificado para sugerir la publicación de un material, lo que evita pérdidas de tiempo en discusiones innecesarias sobre las cualidades o defectos de lo leído. Cuando un texto es aprobado, su autor es notificado por correo electrónico indicándosele la edición y la fecha en que aparecerá. Notificaciones similares reciben los autores cuyos textos no son aprobados.

En algunos casos los autores se disgustan, pues es claro que quien te envía un texto te está enviando parte de sí y no todo el mundo acepta de buen grado el rechazo. Otros exigen información detallada sobre las razones por las que no aceptamos el material, pero la experiencia nos dice que cualquier argumento que demos intentará ser rebatido por un autor que como es lógico está dispuesto a defender su texto a capa y espada. Con una media de doscientos textos mensuales en nuestro correo, este juego de argumentos y contraargumentos es una carga adicional de trabajo que no podríamos sostener. De cualquier manera, a estas alturas ya estoy habituado a que, tras enviar cierta cantidad de esas malas noticias, podré recibir alguna respuesta destemplada con alusiones directas a mi madre. Hace años hubo incluso un "club de rechazados" que abrió una página en contra del proceso de admisión de la revista.

Imagen de Letralia

Son diversas las razones por las que podríamos rechazar un texto. Algunas muy básicas, como textos mal acabados, con ortografía y sintaxis descuidadas; poemas de amor de autores que creen poder escribir los versos más tristes esta noche; pornorrelatos plenos de sudor y seducción orillera. Con todo, somos bastante flexibles y en ciertos casos obviamos claros defectos en un texto, por ejemplo, si su autor es muy joven -entre nuestras firmas conviven desde octogenarios hasta chicos de quince años-, o si la información que contienen puede resultar de interés para nuestros lectores.

Además, hay elementos extraliterarios que nos inspiran cierta desconfianza. Un autor que afirme no creer en nada ni en nadie, esperando que su pose irreverente justifique de antemano una decisión que no le favorezca. O uno que envía de entrada sus quince poemarios porque cree que una selección más moderada de su obra sería francamente injusta. O uno que se presenta con actitud mercantil, declarando que escribe desde hace dos años, tres meses y seis días, o que tiene trescientos ochenta y dos poemas debidamente numerados. O uno que trata de presionar suministrando una interminable lista de premios y publicaciones. O uno que se define como vanguardista, surrealista, postmodernista o de cualquier otro ismo, dejando ver que ha invertido más tiempo en pensar cómo llamarse que en cómo escribir.

El consejo editorial es, pues, el corazón de la revista. Sus decisiones son, en efecto, dictatoriales, pero publicar textos de calidad es la única manera de garantizar la calidad de nuestro trabajo. Está claro que en materia de literatura la calidad es un elemento muy subjetivo, pero es justamente esa la razón por la que no nos queda más remedio que confiar en nuestra experiencia y nuestra intuición. Sólo publicamos lo que satisface nuestra hambre lectora y si, entre los textos que hemos rechazado en todos estos años hay una nueva Cien años de soledad, asumimos la responsabilidad que nos corresponda. Claro que hay quien piensa que una revista literaria debería ser un medio democrático que publique todo lo que reciba, pero esto sería materialmente imposible y, por otro lado, desvirtuaría el perfil de la publicación.

Pero los seres humanos solemos adaptarnos a todo, y en un medio tan maleable como Internet esta capacidad de adaptación ha propiciado la proliferación de blogs y sitios dedicados a la autoedición, en los cuales cualquiera que tenga algo que decir puede hacerlo sin que para ello medie filtro alguno. Ha propiciado, también, la proliferación de fraudes literarios que, en la forma de concursos o antologías de las así llamadas "cooperativas", ofrecen a los autores una supuesta opción para publicar en papel que, en rigor, no es otra cosa que una manera de sacarles dinero de los bolsillos. Los propulsores de estos fraudes son personajes oscuros que se amparan en la esperanza, la ingenuidad y la impaciencia de quienes caen en sus artimañas.

Siempre he sostenido que, en un medio salvaje y sobrepoblado como Internet, donde la oferta de oportunidades es tan variada, se impone la necesidad de establecer nichos de calidad. Nunca como hoy ha habido tantas revistas literarias, pero son muy pocas las que pueden generar en sus lectores el amable hábito de la asiduidad.

La calidad es, no me canso de decirlo, la base del éxito de una revista literaria. Para terminar, y sin pretender ser prescriptivo, me permito apuntar aquí otros elementos:


· Variedad. Saber reconocer la calidad incluso en textos que estén más allá de nuestras preferencias como lectores.
· Respeto al otro, incluso cuando sus ideas nos parezcan descabelladas. Es preciso aprender a lidiar con taurófobos, feministas, fanáticos religiosos, anticientificistas. Un caso particular es el de los autores provenientes de sociedades altamente polarizadas, como la cubana o la venezolana, cuyos textos no pocas veces llevan la impronta de sus ideas políticas.
· Buen ver, lo que no sólo implica un diseño agradable sino también el cuidado en la corrección y edición, que pasa incluso por el contacto con el autor para sugerir retoques o aclarar dudas.
· Nunca anunciar algo que no se pueda ofrecer.
· No preocuparse demasiado por innovar, sino por hacerlo bien.
· Relación con otros medios. Entre las responsabilidades del editor está la de que el trabajo de sus autores reciba toda la difusión posible.
· No olvidar, bajo ningún concepto, que una revista literaria es en conjunto no otra cosa que una obra de arte.


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* JORGE GÓMEZ, Venezuela. Director del Semanario El Tabloide y editor de varias publicaciones en internet, como la revista Lenguaje Binario y Letralia, la revista literaria de los escritores hispanoamericanos en Internet, que apareció por primera vez en 1996.



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20 de septiembre de 2008

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