Las emanaciones de calor cubrían a Benjamín Pardo, pintor en huída, recostado sobre la mesa junto al fuego, dotándolo de un aura dorada de santidad. Las ropas mojadas se encogían bajo la fuerte irradiación y se pegaban al cuerpo bajo una consistencia acartonada: el tosco overol de siempre, manchado de cal y pintura blanca. Su uniforme de albañil, de gran supervisor de las alturas y nivelador de superficies, era lo que le permitía sobrevivir de la pala y la brocha, lo más lejos posible del pincel. De los colores vibrantes, las tierras mezcladas, y los aceites y trementinas, nada. Sólo el hambre. Sólo la violencia del rojo, del amarillo, del azul que podía oler distintamente como presencias que querían manifestarse, sin que él accediera a su llamado. Él no podía dejarse vencer. Un pintor pobre no puede vivir, no puede comprar su arte, menos aún hacerlo crecer, madurar, imponerse sobre la casa vacía de muros descoloridos en la que había vivido con una lejana familia. Mejor ceder ante la realidad. Mejor rendirse a las cosas que son, a la materia fría e inerte, a su padre muriendo y dejándole el overol y las herramientas; la nobleza de construir casas y nunca habitarlas.
El cuerpo del pintor yacía sobre la mesa exangüe como una flor algo marchita, ahogada en su propio pasado. En la cantina, el alcohol era su único alimento. Fuego que corría a toda velocidad en sus venas para inundar su cerebro y mecerlo en el letargo hacia la insensibilidad. En esta ocasión llegó con un choque abrasador. Aún subía a su nariz el olor acre de la mesa y el polvo pegajoso de su manga, cuando en sus ojos se abría ya un paisaje, un campo seco y un árbol sobre la loma. Lo había visto antes. Con frecuencia sus sueños comenzaban así. El cuadro recortado de la ventana de la abuela. Su niñez solitaria en una habitación en lo alto. Y desde ahí, el campo seco que corría airoso hasta los montes, apenas cruzados por algunos arroyos vacilantes y algunos árboles arraigados a la precariedad. La abuela vivía de sus animales, de sus paseos vespertinos hacia el gran árbol para guardarse del sol, y de sus historias. Era gracias a ellas, a sus palabras curtidas por el tiempo, que él había visto una y otra vez representadas en su cabeza al caballero sin cabeza, a la princesa dormida, a los animales cantores, a los genios y magos que viven en los bosques. Cada personaje se daba cita en los vapores nocturnos. Pero cuando las somnolencias aparecían durante el día, los personajes comenzaron a mezclarse, o a perderse, y los paisajes se poblaron de ciudades desconocidas, de caminos empedrados que se confundían en túneles, callejones y callejuelas oscuras que se presentaban a su paso. A veces se veía impulsado a internarse por esas veredas serpenteantes, a entrar por esas puertas de hogares pobres con pan caliente y ropa sucia, o bien a patios que albergaban pequeños talleres con olor a hierro fundido y humedad. En otros momentos eran carreras a lomo de caballo por campos sembrados de flores rojas y amarillas, o bien paseos parsimoniosos por un jardín encerrado entre altos muros. Sin embargo, durante semanas no había visto nada. Un sopor negro cada vez que se sumía en el alcohol. Los dineros ganados caían hasta el fondo de una botella. Luego horas pasadas en un nerviosismo sin sonido ni color. Y un dolor de cabeza que lo aturdía el resto de la noche.
Pero ese día Benjamín Prado estaba dispuesto a lanzarse hasta el fin de su vida y de su tiempo. Pidió a Marcelino, el cantinero, una triple ración de aguardiente para poder llegar pronto a cualquier lado o a ninguna parte. El líquido apurado se evaporaba en cuanto entraba por la boca. Un sabor brillante y efímero. Violeta y translúcido. Por momentos, los amarillos afloraban para tornarse rojos y cobrizos. Un suave regusto a plata se deslizaba hasta brincar en las entrañas como el tintinear de una moneda. Hoy el aguardiente le caía al cuerpo como un tesoro, y se sintió suficientemente rico para salir de la cantina dejando su cuerpo atrás. El aire frío de la noche lo hizo sentirse más vivo que nunca. Cada paso reverberaba equidistante y sonoro sobre las baldosas perfectamente lisas de una ciudad desconocida. Era la suya y era otra. Él mismo era otro: traje de lana bien cortado, abrigo y guantes. La bufanda de seda guardaba aún entre sus fibras la reminiscencia de la lavanda. Benjamín siguió sus propios pasos ansiosos. Aunque fuera por el placer de escuchar el tic-tac de sus zapatos relucientes. Un ritmo cada vez más acelerado dejaba atrás un par de plazas abiertas muy iluminadas, para tomar a la izquierda por una avenida que se reducía a una vía estrecha y bien escondida en las sombras. El corazón le latía más fuerte, pues sabía sin saber aún el destino del paseo. Pero sí, ahí estaba. Finalmente, el destino. Una puerta verde. El cancerbero cortés. Un corredor y escaleras, y luego la explosión de luz interior. Los destellos de una araña de cristal. Debajo estaba ese mundo intermedio que buscaba con tanto ahínco.
Durante un tiempo deambuló sin entender por completo. Creía que ahí podría encontrar la respuesta, el sentido de una vida monótona y acomodada. Lo sabía, lo presentía. Estaría en alguno de esos hombres con camisas blancas que llegaban hasta los tobillos; o en alguna de esas mujeres en sedas transparentes, muchas de ellas coronadas por los tocados más elaborados. Bajo el fulgor artificial, los adeptos se arremolinaban alrededor de una mesa bien dispuesta con frutas confitadas y carnes de aves y pescados bañados con salsas de especias. Antes de tocar las frutas, Benjamín decidió reconocer el terreno. Estas reuniones clandestinas no sucedían dos veces en el mismo lugar. Parte del ritual consistía en encontrarlas, en seguirles la pista entre los almacenes de los muelles, entre mansiones burguesas, en ruinas improbables, o en enormes tiendas armadas en el bosque. Eran el punto de encuentro tradicional de algunos miembros de la mejor sociedad con elementos muy escogidos de habitantes de callejuelas, que se transformaban en estatuas por unas horas, en esclavos o sacerdotisas, según las necesidades. Varios pintores y costureros locales decoraban los cuerpos de hombres y mujeres elegidos por su belleza o por su singularidad, aún aquella que frisaba con las deformidades. Esos seres se mezclaban entre los adinerados curiosos, permitiendo que la fiesta pudiera mudar de cariz en cualquier momento, gracias a su bien remunerado vasallaje. Cualquiera podía completar su soñada transmutación. El mismo Benjamín Pardo vestía la piel de un joven banquero que había encontrado algunas señales codificadas de estas reuniones, dentro de un periódico. Era una práctica desconocida para él, pero era casi una banalidad entre ciertos burgueses que la reproducían de país en país, y de siglo en siglo. Algunas indagaciones entre amigos habían permitido que recibiese las claves del enigma por correo. Después de todo, él también había sido cuidadosamente seleccionado para jugar su papel de espectador, luego de extender un cheque por una cantidad interesante. Benjamín era el hijo único de una familia acaudalada, que le había heredado el puesto del padre en un gran banco. Atrapado en una rutina que oscilaba entre el trabajo y una vida social muy correcta dentro de los límites de su clase, había caído en los hondos pozos del aburrimiento. Por azar, había descubierto el juego de pistas al que, después de un camino de conexiones, al fin había sido convidado.
Ahora estaba ya caminando por los pasillos del destino. Había transpuesto el umbral, y según las reglas, debía aceptar todo lo que le sucediese desde ese momento hasta el amanecer. Subió algunas escaleras antes de tocar el banquete. En tres pisos, diferentes atmósferas cerraban cada cuarto como una burbuja. Olores imposibles de precisar. Maderas, hierbas, licores fermentados, nubes incandescentes que por momentos opacaban la visión. De una bandeja tomó una copa llena de un líquido granate, áspero y acidulado. El sabor era extraordinario. Un gusto de su infancia, la energía del tiempo recuperado, el recuerdo de poseer el favor de los dioses. De detentar el conocimiento, la capacidad de la profecía. Bajo ese efecto, no fue difícil encontrarla entre la multitud. La serpiente. La mujer perfecta de piel azul y ojos amarillos como el fuego. Quizá una campesina disfrazada, o tal vez una reina extranjera. El almizcle obraba como un imán para seguirla por otras escaleras y cuartos. Era Samaria o Sarepta, la presencia de dioses muy antiguos, anteriores a su tiempo. La habitación elegida se encendió con una luz roja que danzaba sobre las paredes. Ella se recostó en un lecho infinito. Las sábanas cubrieron su cuerpo como las olas de un mar tranquilo. El banquero se zambulló en ellas hasta quedar sometido por el azul, entre las manos, la cara, las huellas en la camisa blanca. Sobre el colchón de pluma, trató de capturar a la diosa, que huía entre carcajadas. La tomó por el tobillo y la arrastró hacia abajo, pero de nuevo perdió la pierna resbaladiza y tuvo que trepar entre almohadones para llegar de nuevo al pez que quería escapar de sus redes. En la densidad de la inconciencia, se internó al fin en esa fuerza desconocida, y cayó en el sopor. El banquero sólo se despertó al sentir que la cama despedía un calor insoportable. Las paredes parecían oscilar deformándose por el fuego. Arrastrándose por el suelo de madera llegó hasta la ventana. Logró romper el cristal y saltar a un tejado, un poco más abajo. Todo el edificio se cimbraba bajo el abrazo de las llamas. ¿Cuánto tiempo faltaría antes de que se cayera como una casa de naipes? El banquero estaba acostado sobre las tejas calientes, mirando arriba una noche abierta y tranquila. Negra e imperturbable. El humo empezó a subir y las llamas se escapaban por la ventana de donde había salido. Era una isla crepitante, una nube de madera quemada que subía con él hasta el cielo.
La mano dormida rozaba el piso, pero la manga había sido atrapada por las lenguas de la chimenea. A pesar del sueño profundo, la piel quemada rompió el hilo de la visión. En un segundo, Benjamín volvió a ser un albañil, o sólo un pintor renegado. O algún otro personaje de su sueño etílico. El sufrimiento abrasador de la mano lo hizo precipitarse hacia la calle mojada, y perderse dando traspiés entre callejuelas que no había visto nunca.
( * ) Gabriela Vallejo Cervantes, escritora mexicana, ha trabajado en el Fondo de Cultura Económica y ha publicado la novela La verdadera historia del laberinto, obra que obtuvo una mención de honor del Premio Sor Juana Inés de la Cruz 2003. Actualmente prepara un doctorado en París sobre historia cultural en el siglo XVII mexicano