"Nunca cuenten nada a nadie. En el
momento en que uno cuenta cualquier cosa,
empieza a echar de menos a todo el mundo".
J. D. Salinger
Me falta la experiencia de matar para escribir un buen relato. Realmente es en eso en lo que pienso cuando comienzo a escribir algo. Hasta cuando en el diario en el que trabajo me piden que haga una nota sobre cualquier cosa, termino investigando todo lo que esté relacionado con asesinatos o asesinos. No importa cuántos mate; sólo a uno necesito. Y estoy pensando en eso todo el tiempo; y lo escribo por si acaso muero o termino preso; aunque nada de ello me de temor, porque bien sé que cuando eres astuto siempre terminas salvándote. Siempre puedes matar más y más. Nunca acaba.
Tres personas tengo en mente. Y sólo hice esta resolución, en razón de lo que me han hecho. Sin duda esta lista hubiera sido más extensa si hubiera tenido más tiempo y si fuera gratis matar personas. De todas maneras hubo varios nombres en mi cabeza, quizás más de los que recuerde o de los que aquí llegue a comentar. Doce personas recuerdo exactamente, doce personas que hace tiempo deberían haber muerto porque su existencia es completamente nula. De las doce personas de las que hablo, hay tres que quedaron al margen de la cuestión en el mismo momento en el que en ellas pensé. En primer lugar, el que aquí escribe eventualmente. Después a un viejo marinero, y luego a cualquiera que en ese entonces quisiera molestarme. Tres víctimas estúpidas, de más esta comentarlo. En cuanto a la idea del suicidio sería justo a fin de cuentas, pero resultaría también inútil e incluso contradictorio. Luego lo del viejo marinero; aquel hombre de barba blanca, pelo añoso y ojos centelleantes, que en una ocasión y en contra de mi voluntad, me contó una triste historia que jamás podré olvidar. Por último, la víctima contemporáneamente espontánea (¿así podré llamarla?), me hubiera hecho buscar problemas con cualquiera. Me hubiera sentido poderoso ante cualquier humano, sea cual fuere, y no era eso precisamente lo que estaba buscando. Así la lista se iba achicando, cada vez más y más, cerca de su verdad.
De los nueve que quedan, hay dos que fueron descartados, pese a su venenosa presencia en este mundo. El sacerdote, cualquiera de ellos; todos suman. También las monjas (aunque no cuenten dentro de las siguientes cuatro que me faltan). Un profesor homosexual que me hizo tocar su "teta" en el medio de una clase de literatura. Gordo asqueroso y cristiano. Pero también un escritor fracasado. Solo podía burlarse de un chico de trece años.
Pero esta lista, de a poco, se transformaba en venganza, y lo que necesitaba era matar y no vengarme. De todas maneras, creo que el elegido será uno que cumpla con ese requisito. Y aunque todos los que nombré antes, y todos los que seguiré nombrando no merezcan de alguna manera morir, uno de ellos deberá caer para poder cumplir con mi objetivo. Cuando digo de "alguna manera", lo hago, porque en sí todos merecen muerte, pero para sus estúpidas vidas esto no sería más que una especie de favor o algo parecido.
Entonces de los siete que quedaban, había no solamente que encontrar una buena causa, sino también buscarle sus lados positivos en torno a las posibles consecuencias que puedan ocurrir después. De todas formas no fui muy razonable en la elección, ya que como verá, los tres primeros galardonados no se ajustan muy bien a estos requisitos.
De ahora en adelante, narra el sueño, que recordará mejor que yo estas personas de la que hablo. De las siete, sabemos que tres quedan afuera. Sus nombres no guardan importancia, tampoco las causas por las que aparecen; tan sólo importa aquí su descripción. Un hombre bajo, cabezón. Con los dientes marrones. Niño aún, casi adolescente. Una mujer más grande. Pelo colorado, a veces negro. Cara redonda, ojos negros, también redondos. Sonrisa fuerte, dañina. Blanca. Una última mujer: igual de atractiva, quizás más aún. Con una bella sonrisa. De pelo y ojos castaño claro. Los tres excluidos por un simple antojo. Cualquiera de ellos podría estar en este momento muerto, si es que al final del recorrido así lo decido.
Esto cada vez es mejor, pero cada vez más dificultoso. No se qué sentiré cuando mate, pero elegir a quién matar creo que es peor que el acto mismo de hacerlo.
Hasta aquí llegué limpiamente, sin mentir. Todo lo que hasta ahora conté lo pienso o en algún momento, creí pensarlo. Dos de los que quedarán con vida serán ficción, dentro de la ficción. Porque puedo denotar aquí a quienes odio realmente. De lo que no puedo asegurarme es a quién, al final de todos, terminaré matando. Sólo uno cuenta, tan sólo a uno necesito.
Ahora estoy en una sala espantosa, casi sin luz, con dos policías y un psiquiatra. Me miran, me inquietan. No sé de dónde han salido. Mañana regresaré si es que me canso de escucharlos. No pueden retenerme aquí porque tengan simplemente ganas. Soy mejor que ellos, mucho mejor. Podría ser yo quien en este momento los estuviera interrogando.
( * ) Juan Arabia. Buenos Aires, Argentina, 1983. Se encuentra en la preparación de un libro de cuentos de ficción. Estudió pintura con Ricardo Garabito y cursa la carrera de Ciencias de la Comunicación en la Universidad de Buenos Aires.