Alguien baja por el bulevar de Port-Royal, sigue hacia S. Marcel, L'Hôspital, se detiene en el Jardin des Plants. Los itinerarios son, con vehemencia algo lamentable, infinitos. Van dibujando un camino, la incertidumbre de un destino, el azar nada casual de sus pasos. El caminante puede percibir su vagabundeo como una experiencia única para quien quiere descubrir el mundo e interpretarlo; puede, con éxtasis hiperbólico, desearse un ser único indescifrable con algo de dios, o de eternidad. El recorrido nunca es el mismo, ni la experiencia, ni, acaso el mundo; su variedad sugiere una apertura al milagro, es decir, una negación de la rutina. Ese mandala plantea la suplantación de lo casual por una fe en la dicha, en la plenitud. La galería de nombres ilustres está rebosante de pesimistas, Julio Cortázar exhibió un optimismo desbordante y utópico que invita a pensar sobre él aquello que J. L. Borges decía de Óscar Wilde: que puede haber otros escritores mejores, pero ninguno tan encantador. Sus vagabundeos imaginarios por París, sus viajes literarios en metro o avión, en barco, orientan siempre las vidas que inventa hacia la plenitud, algo que sólo se logra cuando se reacciona con rebeldía frente a las limitaciones; una intuición o una revelación que únicamente se produce cuando el paseante se detiene con inusitada resistencia a proseguir el paso que le marcan los relojes y sortea las trampas del orden que impone la rutina. Hacia la plenitud por la consciencia, nos dice, un estar en el mundo que difiere de nuestro estar en el mundo y que en nada cambia la apariencia de las cosas, pero transforma absolutamente su esencia. Como aquel periódico que en sus Historias de cronopios va cambiando su funcionalidad, su ser en sí, sin dejar de ser el mismo papel algo más sobado y arrugado. En cada muda de ese diario abandonado y recogido y usado para la lectura o como envoltorio hay una radical metamorfosis sin que su apariencia externa se modifique. Así era la presencia en el mundo que Cortázar proponía, y así también la irradiación del ser en el mundo. Quiero evitar decir nosotros, el individuo, yo, el hombre, todos. Los textos de este enormísimo cronopio perseguían ante todo torcer el cuello al gozne que nos impedía una comunión total, un existir en el otro, expansivo y pleno, traspasar el túnel del tiempo a fin de desarmar la cronología en beneficio de un tiempo total y eterno en el que el durar no destruya; su literatura es como aquella puerta en una calle corriente por la que los transeúntes pasan inadvertidamente todos los días y cuyo riesgo al abrirla es el descubrimiento de otros seres, otros mundos paralelos que no hemos dejado que interseccionen con el nuestro. El éxtasis de esa visión literaria tuvo un momento privilegiado, de revelación primordial: el descubrimiento de París.
"Yo digo que París es una mujer; y es un poco la mujer de mi vida", dice en una película que le dedicaron Alain Carrof y Claude Namer. Pero el hecho es que París apenas está en su obra aunque esté plenamente diseminado en sus relatos, en sus principales novelas y hasta en sus ensayos. Al pensar en Cortázar como escritor asociamos inmediatamente su nombre al de esa ciudad central e hiperbólica que, sin embargo, no aparece descrita nunca. París es un escenario alusivo, es un laberinto interior, una morada inabarcable, una metáfora, la imagen del desvarío moderno, la patria del desterrado, del desarraigado, el refugio del liberado de su vínculo bonaerense umbilical a otra ciudad laberíntica y a otra lengua. Es todo eso y apenas está nombrada, lo que sabemos de la ciudad, por sus cuentos y novelas, no es otra cosa que un conjunto de notas geográficas. Y sin embargo su presencia es ubicua y determinante, al punto de poder presumir que nada sería igual en la obra de Cortázar de no haber contado con esa influencia. Al leerlo nos preguntamos por esa relación misteriosa del ambiente físico y la obra de ficción: ¿cómo cala ese escenario urbano en el argumento y los personajes, en la elección del ritmo y de las imágenes?
Un único protagonista recorre las calles de París en la obra de Julio Cortázar: el desocupado vagabundeo de Oliveira en Rayuela en nada difiere de la mirada de flâneur del protagonista de Las babas del diablo o los juegos de manos que durante sus trayectos de metro practica Lucho en Cuello de gatito negro. ¿No es significativa la conducta de estos personajes? ¿No explica la forma en que Cortázar se enfrentaba a la vida y ejercía la literatura? Abierto a lo extraordinario, su protagonista vaga por bulevares y pasajes, se detiene en los jardines, toma el metro, entra a un concierto o concreta su ojear en un atisbo de escena y tras ese curiosear sin objeto definido, hay sobre todo una penetrante inmersión en el destino, en lo humano, hay una toma de conciencia del mundo. Sin prejuzgar nada, sin esperar deliberadamente nada, pero predispuesto al encuentro con lo insólito.
El París que asoma en su escritura omite lo monumental y lo canónico, el escenario culturizado de los cafés, auténticos santuarios de diletantes, es minuciosamente omitido. En su escritura, Cortázar nunca topa con un home de lettres exhibiendo su honorabilidad por Saint Germain des Pres o cualquier otro cenáculo de la Rive Gauche.
"¿Quién de nosotros no ha soñado, en días de ambición, con el milagro de una prosa poética, musical, sin ritmo ni rima, suficientemente dúctil y nerviosa como para adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones del ensueño, a los sobresaltos del a conciencia? ... De la frecuentación de las ciudades enormes, del crecimiento de sus innumerables relaciones nace sobre todo este ideal", dice Baudelaire en a dedicatoria a Les fleurs du mal. ¿Y no es la obra de Cortázar el resultado de una inquietud semejante?
Vida hacia afuera, hacia el descubrimiento de los otros, los relatos de Cortázar suelen representar con dramatismo el interior de los departamentos de sus personajes. Allí muere todo, allí la falta de libertad se vuelve irrespirable. El personaje busca la felicidad en las calles, en el juego de sus combinaciones impredecibles, en el encuentro fortuito vuelto azar trascendente, destino. Con Baudelaire la ciudad de París se convierte por primera vez en "objeto de la poesía lírica", nos dice Walter Benjamin, su visión es alegórica y se enfrenta a la ciudad con la mirada del exiliado. Es la visión del paseante que vaga por placer y trata de refugiarse en la multitud, acude al mercado, al local de bebida, y finaliza su recorrido en el comercio, acaso carnal.
Pero el objetivo de Baudelaire, la novedad, la moda, la modernidad, el encuentro con l'art pour l'art será sustituido en la obra de Cortázar por el encuentro con el otro, alguien concreto que no es subsumible en la masa que representó Poe en El hombre en la multitud y late también en su traductor europeo. En el contacto directo con lo humano, los protagonistas de Final del juego o Las armas secretas experimentarán la revelación paradójica de que la verdad se esconde bajo la apariencia que la contradice: la buscona es enamoradiza y tierna, el buen burgués un hipócrita perverso. Sus protagonistas salen al encuentro de la vida para redimirse del exilio, para encontrar la comunicación y la comunión.
Si algo ponen la época y el escenario en una obra literaria, si el diálogo y el debate de las gentes o sus formas de vida son parte de lo que entra a conformar "la palabra en el tiempo" esos vínculos se explican muy bien en Cortázar porque su voracidad intelectual encontró en París un territorio de privilegio.
Mitificada por los norteamericanos, escogida por ingleses e irlandeses, defendida incluso con las armas por Hemingway. La cultura vive momentos de una intensa internacionalización en la que se ponen en juego los debates que prolongan la guerra fría y París es el ágora en que es posible discutir y enfrentarse como en ningún otro punto del planeta. Cuando Cortázar llega en 1950, París es el refugio de numerosos escritores, artistas y músicos norteamericanos de raza negra que se encuentran más a gusto en la capital francesa que en Norteamérica. Gide acaba de representar su último acto: recibió el Nobel en 1947 y pasó esos años representando un papel algo patético de gran sacerdote literario, que recibía a sus admiradores en chilaba, con un quijotesco sombrero de tela; pero, al mismo tiempo, es un escritor valiente, ha declarado su rechazo a la URSS y la revista L'Humanité publica a su muerte: "Acaba de morir un cadáver". Recibe en cambio el homenaje de Sartre en Les Tempes Modernes que, a su vez, está escenificando su ruptura con Albert Camus, quien está escribiendo un polémico y decidido ensayo de separación del estalinismo, El hombre rebelde (1951). Es un tiempo de convulsiones, los intelectuales sangran en debates acerca del compromiso, pero ese debate será zanjado con una aplastante realidad tras la revelación autorizada por Nikita Kruchev en 1956 sobre los crímenes del stalinismo. En su excelente repaso de la bullente historia intelectual de La Rive Gauche Herbert Lotman pone punto final a su relato hacia los años 50, el tiempo en que Cortázar ingresa en la historia de las letras parisinas, con unas palabras de Robbe-Grillet en 1957 en que éste trata de redefinir el compromiso del intelectual: "En lugar de ser de naturaleza política, el compromiso es para el escritor la plena conciencia de los problemas actuales de su propio lenguaje, la convicción de su extremada importancia, la voluntad de resolverlos desde el interior". Ese debate entre la realidad que nos obliga a tomar partido, el lenguaje como instrumento de análisis y la búsqueda del hondo interior humano fue el centro de la obra de Julio Cortázar.
Jean Guéhenno describía esa Republique de le letres que representaba la capital francesa como un pequeño conjunto de clubes privados, en el que no era fácil penetrar: "El debate real se mantiene entre algunas decenas de escritores que se han reconocido unos a otros y no más..." Los escritores latinoamericanos -y también los españoles- son en buena medida excluidos desde finales del siglo XIX hasta mediados del siglo XX. En algunos casos esa exclusión tuvo tintes dramáticos, o cuando menos frustrantes. Huidobro mudó de patria y de lengua, se incorporó a la vanguardia cubista con el entusiasmo de un mecenas, pero sus obras francesas no han alcanzado el reconocimiento. Incluso podría decirse esto mismo de los escritores en lengua inglesa con respecto de los que escribían en francés, podemos imaginar el itinerario de Hemingway vagando por Saint-Germanin-des-Prés, deteniéndose en el Café de Flore y cruzando la calle para comer en Lipp, coincidiendo con Sartre en algún momento, cruzándose con él sin reconocerse, con total indiferencia.
¿Podría significar el caso de Cortázar una excepción o un cambio en la asimilación por parte de los homes de lettres al escritor latinoamericano cuya devoción por la capital francesa ha sido una tradición de enloquecido fervor entre sus intelectuales? La presencia de Julio Cortázar, "alineando palabras", como escribió en Encuentro con el mal en el trayecto del autobús 92 entre la Porte de Champerret y la Gare Montparnasse una noche de invierno es sólo una aparición cada vez más inminente, en la ciudad a la que pertenecía.