Mapa para perderse en el universo de Andrés Caicedo

Por Carlos Torres Rotondo *
(Lima. Perú)

Andrés Caicedo

El 4 de marzo de 1977 el colombiano Luís Andrés Caicedo Estela se suicidó en su piso de Cali ingiriendo 60 pastillas de Seconal. En sus 25 años de vida tuvo tiempo para elaborar una obra multidisciplinar dentro de esa tradición que por igual -a falta de un mejor vocablo en castellano- puede llamarse contracultura o cultura a la contra, underground o pop. Poeta y dibujante de historietas; melómano; crítico, guionista y director de cine, fundador y animador del Cine Club de Cali; hombre de teatro (actor, director y dramaturgo); su obra en el campo de la narrativa literaria es, sin embargo, lo que le asegura la inmortalidad. Dentro de la vasta cartografía del pop, Andrés Caicedo puede ser comparado a los casos adolescentes de autores como Rimbaud, Hart Crane, Radiguet, Jean Vigo, Robert Johnson, Georg Trakl, Sylvia Plath, Jim Morrison, Ian Curtis, Cobain, Carlos Oquendo de Amat, Percy Shelley, Gram Parsons, Brian Jones, Nick Drake, Hendrix, Luis Hernández y tantos otros. La corta vida de Andrés y su precocidad -o mejor aún, su carrera hacia la muerte- forma un nudo inseparable con su obra.

1. PRINCIPIO: 1951-1968

Nació en Santiago de Cali el 29 de septiembre de 1951, hijo de una familia acomodada. Su niñez estuvo marcada por la prematura muerte de su hermano y fue solitaria y enfermiza, como la de tantos héroes románticos. A los nueve años comienza a revelarse su afición compulsiva a la lectura, su cinefilia y sus primeros afanes creativos como dibujante de historietas. En 1964, cuando empieza esa edad tormentosa que es la adolescencia y que nunca lo abandonará es trasladado a tercero de bachillerato en el colegio Calasanz de Medellín. De esa época data su primer cuento. Su título, El Silencio, podría describir la entropía que atraviesa su obra completa. El año siguiente hay un nuevo cambio de colegio. Pasa 1965 en el San Juan Berchmans, de Cali. Permanecerá físicamente ahí solo un año. Y subrayo físicamente porque casi toda su obra narrativa gira alrededor de ese centro de estudios, que por la magia de su prosa se convierte en una suerte de microcosmos quinceañero donde la autodestrucción, la música, la hipersensibilidad, el cine, la violencia, el horror, el sexo y la muerte son los elementos esenciales de un universo narrativo donde -a la manera del Yoknapathawa de Faulkner o los mitos de Cthulhu de Lovecraft- personajes secundarios en un texto adquieren protagonismo en otro, conformando un mundo que es atravesado por muchas espadas, una obra caleidoscópica unida temáticamente en medio de la dispersión de técnicas narrativas, códigos y formatos elegidos para representarla.

1966 es el año de los manifiestos generacionales pero Andrés, freakie, escribe esa personalísima declaración de odio y desacomodo frente a la sociedad que es Infección. No me atrevo a llamarla cuento, es más bien una declaración de principios hecha por un quinceañero lúcido y atormentado, con un profundo conocimiento del dolor espiritual.

Andres Caicedo

Hasta 1969, año de un incesante satori creativo, rayo en la noche oscura, que no culminará hasta su muerte, Andrés se dedica paralelamente a su actividad teatral (que vista en el tiempo no tiene tanta trascendencia como su trabajo de crítico de cine y narrador) y a pergeñar sus primeros intentos narrativos, que vistos hoy día, no son tanto la labor de un escolar aplicado, como la voz de un ángel caído que nunca quiso abandonar los 15 años, y que supo desde el inicio que volverse viejo era prostituirse y ser domado por el incesante trajinar de los días, asumiendo el simulacro como forma de relacionarse con el mundo y las personas.

Rápidamente escribe sus piezas dramáticas Las curiosas conciencias, El fin de las vacaciones, Recibiendo al nuevo alumno, El mar, Los imbéciles también son testigos y La piel de otro héroe. Además, adapta y dirige Las sillas y La cantante calva de Ionesco e ingresa como actor al teatro experimental de Cali, forma parte del grupo teatral Los Dialogantes y se vincula al grupo de teatro de la Universidad del Valle. Esta etapa teatral será abandonada rápidamente para no ser recuperada nunca más -la representación en vivo es algo incompatible en el espíritu de Caicedo, demasiado próximo a la muerte y por lo tanto al congelamiento dinámico de la imagen cinematográfica-, pero en el interín empieza la construcción de lo que será una sucesión de ficciones literarias sobre la entropía, el tormento, la adolescencia.

Mientras tanto, sigue cambiándose de colegios. Luego del San Juan Berchmans viene el San Luis, y finalmente puede culminar el bachillerato en el Camacho Perea. No volverá a pisar las aulas nunca más. Se dedica únicamente a su labor como escritor, encerrado compulsivamente en su habitación con el teléfono desconectado, tanto así que recibe de sus amigos el apodo de Pepito Metralla, porque no deja de escribir ni siquiera en las fiestas, donde coloca su máquina de escribir en medio de las parejas bailando. Rodeado por el alcohol y la cocaína y cercado por sus crisis maníaco-depresivas continúa su producción literaria como un automóvil sin freno directo hacia el fatal 4 de marzo de 1977.

Andrés Caicedo

De esta etapa de formación datan su novela inconclusa e inédita El Soldadito de plomo, el relato Berenice (que luego será canibalizado en su trilogía Angelitos Empantanados) y Los dientes de Caperucita, una joyita literaria sobre el miedo a la castración en la adolescencia. Estos dos relatos son premiados, el primero en el concurso de cuento Univalle y el segundo en el concurso latinoamericano de cuento organizado por la revista venezolana Imagen. Aquí ya aparece claramente la gran protagonista de su obra: la ciudad de Santiago de Cali, que en Caicedo es a la vez un "Calicalabozo que espera pero no le abre las puertas a los desesperados" y "Caliwood", una ciudad cinéfila donde la ficción y el simulacro invaden lo real. Hay que anotar asimismo que la ciudad fue posiblemente el único territorio en los 70 donde convivieron armoniosamente la salsa y el rock, dando lugar a escenarios híbridos inéditos en cualquier otro lugar del mundo.

2. SATORI: 1969

En 1969, además de las ya citadas Berenice y Los dientes de Caperucita, escribe los relatos Por eso yo regreso a mi ciudad, Vacío, Besacalles, Los mensajeros, De arriba debajo de izquierda a derecha, El espectador, Felices amistades y Lulita, ¿que no quiere abrir la puerta? . Todos estos relatos han sido editados por Norma (en edición limitada a Colombia) en la recopilación de cuentos titulada Calicalabozo (1998). Además, empieza a colaborar como crítico cinematográfico en el diario Occidente y en el magazín Dominical del diario bogotano El Espectador.

Por eso yo regreso a mi ciudad cuenta la historia de un adolescente voyeur, tímido, paranoico y encerrado que esboza una relación problemática con una ciudad que lo rechaza. En cierto modo, recuerda al cuento El extraño, de H.P. Lovecraft y configura la identidad del protagonista como la de un ser habitado por el horror y que nunca podrá verse integrado a la sociedad.

Vacío es un texto bastante pequeño pero donde ya aparecen motivos que hallaremos presentes en gran parte de la obra caicediana. Un adolescente sale de la casa de una quinceañera llamada Angelita (ella reaparecerá a lo largo de casi toda su obra, a veces con el apellido Sardi y otras con el apellido Rodante, como homenaje a los Rolling Stones, Piedras Rodantes en traducción castellana literal). Pero más importante aún, el narrador se revela como alumno del colegio San Juan Berchmans, y esboza un retrato de la ciudad de Cali como una urbe desierta, donde luz y sombra juegan un papel esencial. En ese sentido, gran parte de las escenas de Caicedo parecen haber sido pensadas como una película.

Besacalles es una obra maestra, quizás la primera de su autor. El narrador es aparentemente una adolescente ninfómana (violada por toda la pandilla al inicio del relato) que se lleva a los alumnos de un colegio junto al río, y que sufre la agresividad de algunos de ellos. La redención llega bajo la figura de un pelirrojo de quien se enamora. La violencia es inevitable cuando el pelirrojo descubre que ella es un travesti, en una escena final que al lector más insensible le deja un sabor agrio en la boca.

Los mensajeros y El espectador son muy importantes porque por primera vez Andrés muestra la relación muy profunda que existe entre la cinefilia y la muerte. En sentido estricto, son cuentos de su vertiente "Caliwood".

Andres Caicedo

Además, en estos textos se presenta la profunda influencia que el cine y la literatura de horror tuvieron en la obra de Andrés, que de realista no tiene nada. Lewis Carroll, Richie Ray y Alfred Hitchcock ocupan por partes iguales su espíritu, que sólo pudo surgir en una época tan creativa como los 60 y 70. Por eso, si se le quisiera colgar alguna etiqueta, habría que inventar alguna nueva categoría; quizás subjetivismo sería el calificativo adecuado, si es que fueran apropiadas las etiquetas.

Felices Amistades es un cuento acerca de asesinos en serie. Quizás haya estado inspirada en la película The Honeymoon Killers, de Leonard Kastle. Lo sorprendente de este cuento es que Caicedo prefigura el cine de horror postmoderno de los 90, donde el humor y la naturalidad de los actos más sórdidos se hermanan, creando un mundo aparte y adolescente que bebe por igual de Poe y Salinger.

De arriba abajo, de izquierda derecha es otra obra maestra. Muchos libros publicados vanamente en los 90 se encuentran contenidos en sus escasas 12 páginas. Una pareja de adolescentes borrachos y que buscan un lugar donde tener relaciones sexuales es arrojada de todos los apartamentos y fiestas a los que van. Su recorrido por Cali es una deriva que revela no sólo una ciudad que rechaza a sus habitantes, sino una sensibilidad que por autodestructiva no deja de ser entrañable y muy tierna. En Caicedo el malditismo es algo que no existe, su odio es también una forma de amor y de ternura. Parafraseando a Julio Cortázar, la obra de Andrés es violentamente dulce.

Lulita, ¿que no quiere abrir la puerta? muestra por primera vez y como protagonista a la mejor amiga de Angelita, que junto con la narradora anónima de Que viva la música es el personaje femenino más importante de la obra de Andrés. A propósito de esto es necesario remarcar la importante presencia femenina en su universo narrativo, poblado de mujeres sensibles, confundidas, tercas y apocalípticas, por no hablar de las entrañables madres de familia que sirven de equilibrio para los freakies que son sus hijos, habitantes de ese infierno caicediano que recibe el nombre de ciudad de Cali.

Paralelamente a su labor como narrador, en 1969 se revela a la luz pública el gran activista cinéfilo que también fue. En aquel entonces no existía ningún cine club en Cali, y la crítica cinematográfica en América latina estaba en pañales. Existía en Lima la revista Hablemos de Cine, sin duda alguna el primer intento serio en el continente a este respecto. Caicedo empezó a escribirse con su director, Isaac León Frías y con un miembro del comité de redacción, el poeta (suicida también, años después) Juan M. Bullita. Paralelamente, entabló también una amistad epistolar con Miguel Marías, brillante y erudito crítico de cine, miembro de una de las más importantes familias de intelectuales de España. En aquellos tiempos en que no existía Internet, esos contactos epistolares fueron importantísimos para que el joven cinéfilo pudiera ponerse al día. La suya no era, obviamente, una crítica cercana al "buen gusto" oficial. Amante del thriller y del western, junto a la obra de vacas sagradas como Hitchcock, Buñuel, Bergman, Pasolini, Ford, Visconti, Truffaut o Wilder, admiraba a "cineastas imperfectos" como Arthur Penn, Roger Corman, Richard Fleischer o Robert Aldrich. Por no hablar de su fanatismo incondicional por Jerry Lewis, tanto así que él mismo se consideraba un personaje lewisiano, dada su peculiar torpeza física, característica común a todo espíritu que habita en la ficción, como sucede con los escritores y los esquizofrénicos.

Todo esto ocurrió durante 1969, el año de Woodstock, del fin de los 60 y del nuevo orden mundial creado por Nixon. A partir de los 70 las cosas serán distintas. 1970 no fue Woodstock; fue Altamont, más bien, un bad trip en todo el sentido de la expresión. Es entonces cuando empieza otra etapa de su obra, donde los motivos esbozados en 1969 son desarrollados plenamente.

3. LA PLENITUD: 1970-1973

Andres Caicedo

Durante estos tres años en los que la contracultura clásica, según feliz expresión de Timothy Leary, tiene sus últimos y geniales coletazos, Andrés Caicedo produce lo mejor de su obra narrativa, funda el cineclub de Cali, se consolida como crítico de cine, escribe guiones y viaja por primera vez a Estados Unidos, pensando entrevistar a Hitchcock y venderle algunos guiones -básicamente filmes de horror y westerns crepusculares- a Roger Corman. Al final no tuvo el honor de conocerlos, pero en cambio entrevistó uno de sus ídolos, el gran Sergio Leone.

Dentro de la obra narrativa completa de Andrés Caicedo merece atención especial la trilogía de Angelita y Miguel Angel que fue editada bajo el nombre Angelitos empantanados o historias para jovencitos, escrita entre 1971 y 1972. Ésta es quizás la mejor introducción a su obra, ya que aquí presenta lo que será el microcosmos alrededor del cual gira gran parte de sus escritos: el mundo de los adolescentes del segundo A del San Juan Berchmans, con personajes como Solano Patiño, Danielito Bang y Héctor Piedrahíta Lovecraft, que aparecen ya sea como protagonistas o como personajes secundarios en casi todos sus cuentos y novelas.

El Pretendiente, escrita en 1972 comienza con un epígrafe de los Rolling Stones Here i lie in this hospital bed, de ese gran tema que es Sister Morphine, que podría ser soundtrack de toda la obra caicediana. El anónimo narrador cuenta desde un estado de postración que proviene de un inmenso estado de depresión por su amor no correspondido por Angelita Rodante, una freakie inocente y bellísima con un hermano deficiente mental digno de película de Roger Corman que responde al nombre de Carevaca. Al ser rechazado por Angelita, el pretendiente se refugia en los brazos de una prostituta llamada Berenice, en claro homenaje al cuento de Edgar Allan Poe. Es entonces cuando el narrador empieza un viaje a sus abismos interiores que dura varios años. Su redención llegará sólo con la muerte violenta de Angelita y su prometido Miguel Angel Valderrama.

Angelita y Miguel Angel, la segunda parte de la trilogía fue escrita un año antes, en 1971. Su técnica recuerda aparentemente a Mientras Agonizo, de William Faulkner. El centro de la acción gira alrededor de la fiesta de 15 años de Angelita Rodante. A partir de ahí, su relación con Miguel Angel Valderrama asume el signo de la autodestrucción. Éste se enamora de la prostituta Berenice junto a todos sus amigos del San Juan Berchmans, y conforma un polígono amoroso de ángulos impredecibles. Aquí pueden notarse dos de las técnicas más importantes de Andrés: la canibalización de cuentos anteriores, en este caso el cuento llamado Berenice, y la utilización de textos de la tradición universal como punto de partida para una reinvención literaria por parte del autor, método muy particularmente postmoderno que un cineasta como Quentin Tarantino llevará al paroxismo (inspirado, entre otros, en Jean Pierre Melville, John Woo en su etapa de Hong Kong y Sergio Leone).

La trilogía la cierra El tiempo de la ciénaga, escrito en 1972, quizás su mejor cuento luego de Maternidad. Está constituido por una sola oración de más de veinte páginas. Es todo un flujo de conciencia de la autodestrucción inocente y se cuenta, en un delirio cinéfilo, un final de Miguel Angel y Angelita que no concuerda en absoluto con el final adelantado en los cuentos anteriores. Y es que en ese magma, en el mejor sentido de la palabra, que es la obra caicediana, el desorden y la contradicción erigen su dominio.

Andres Caicedo

El Atravesado, una novela corta sobre un peleador callejero de los bajos fondos de Cali es otra de las piezas más memorables de este periodo. Es quizás su texto más lumpen. Para entenderlo plenamente hay que entender un hecho que afectó profundamente la sensibilidad de Andrés. El 26 de febrero de 1971 la policía de Cali mató a una cantidad incalculable de manifestantes que se pronunciaban en el contexto de la celebración de los sextos Juegos Panamericanos. Fue el equivalente caleño a la matanza de Tlatelolco y a las revueltas juveniles de 1968. Algunos amigos del escritor murieron en ese acto tan natural para el Poder. Caicedo transfiguró esa tragedia mediante la ficción. En El Atravesado, Héctor Piedrahita Lovecraft funda una pandilla e intenta tomar el estacionamiento del centro comercial Sears Roebuck. Al enfrentarse al gerente de la multinacional, éste llama a la policía y causa una masacre entre los pandilleros, que se defienden con piedras y reciben metralla, en un universo ficcional muy parecido a El entierro de los gatos, la brillante canción del grupo peruano Los Saicos, de 1965, donde el tema de la lucha de pandillas es abordado desde una perspectiva cercana al género de horror. Un poema inédito, llamado también El Atravesado recoge también, de una manera absolutamente pop, estos hechos. Se trata de una obra maestra porque transfigura las luchas políticas de la época en un contexto de pandillas de adolescentes que se defienden de la autodestrucción a la que los condena el sistema. Y lo más importante: la cultura de masas, o mejor aún, la contracultura, reemplaza a la izquierda tradicional en el espacio de la lucha ideológica. La caída del bloque socialista y la inmortalidad de los Rolling Stones más de veinte años después de la muerte del caleño no hacen sino darle la razón.

Paralelamente, Andrés realiza su mejor obra como activista cultural. En 1971 funda el cineclub de Cali. Durante todos los sábados era un rito para la juventud caleña dirigirse al teatro San Fernando a las 12:30. Hippies, marihuaneros, niñas bien y universitarios hacían su cola frente a la boletería. Junto al ticket de entrada les repartían una hoja mimeografiada en la que Andrés daba información y comentarios sobre la película que iban a ver. Y al entrar a la sala, sus oídos eran golpeados por la música atronadora de gente tan dispar como los Stones, Richie Ray o Bernard Herrmann. Caicedo era el alma de la fiesta, tanto así que el cineclub apenas sobrevivió un año tras su suicidio. Como había gente como él, empieza a rodearse de un grupo de jóvenes cinéfilos que posteriormente se convertirán en cineastas: Luis Ospina y Carlos Mayolo, principalmente. La euforia creativa alrededor de Andrés es permanente.

4. EL CANTO DEL CISNE: 1973-1977

Tumba de Andres Caicedo

Si como postula el historiador inglés Eric Hosbawm acerca del siglo XX, éste empieza en 1914 y culmina en 1989, entonces para nosotros los años 60 terminan en 1973, el año del Exile On Main Street y el Raw Power, la temporada de la rabia impotente de los que quisieron cambiar el mundo pero fueron saboteados por las drogas duras y la instauración de un nuevo orden político mundial. ¿Cómo pudo Andrés Caicedo sobrevivir en ese limbo insoportable para todo hombre lúcido? ¿Por qué diablos se perdió el aire vivificador que trajo el punk, del cual es un claro e ignorado precursor? Le faltaba culminar su madurez creativa y no tuvo tiempo: el dolor espiritual era cada vez más insoportable. En el breve lapso que le quedaba por vivir resistió para escribir la novela Que viva la música, los cuentos Maternidad y En las garras del crimen, dejó inconclusa la novela Noche sin fortuna, dirigió la película Angelita y Miguel Angel, fundó la revista Ojo al Cine y luego se mató, repleto de dignidad y de cariño.

Que viva la música es la síntesis de su arte. Tiene un epígrafe del santo de los alcohólicos, Malcolm Lowry: "con una mano me sostengo y con la otra escribo", lo que dice bastante acerca de las circunstancias tormentosas en la que fue escrita. En la novela aparece Cali en todo su esplendor. Ciudad cercada por la selva y al borde del mar, frontera donde se junta el rock de los Rolling y la salsa de Ricardo Ray, Cali se convierte gracias a esta novela en la gran capital de la contracultura sudamericana.

Que viva la música es narrada en primera persona por una rubia pija caleña que abandona en las primeras páginas la militancia política porque se aburre en las reuniones de su célula izquierdista y no entiende El Capital, para enrollarse con un novio rockero al que abandona para descender socialmente involucrándose en el mundo de la salsa dura, ver morir a sus amigos, tomar LSD y hongos alucinógenos y acabar de prostituta linda de los pobres rechazada por la burguesía de la que surgió. Se trata de una serie de estampas de los 70 tramada con una estrategia narrativa rigurosamente aristotélica. Sus cerca de 20 ediciones colombianas, su traducción al italiano y al francés y su inexistente edición en la oscura España todavía anclada en el espíritu de la contrarreforma hablan por sí solas.

Maternidad, escrita en 1974, cuando Andrés vivía en una casa comunitaria en Ciudad Solar junto a Hernando Guerrero, Luis Ospina, Francisco Ordóñez y Jaime Acosta, fue considerada por su autor como su mejor texto. Dedicado a Carlos Tofiño y Clarisol Lemos, "porque en ese tiempo todos leíamos a Anthony Burguess y Marito Vargas Llosa", es en realidad su testamento literario. En medio de la muerte de sus amigos, el narrador se enrolla con una loquita hippie que luego de dar a luz a su hijo lo abandona por unos gringos mochileros. El narrador encuentra en la crianza de su hijo una forma de resistencia que le permite sobrevivir y reencontrarse con la vida en medio del apocalipsis.

Andres Caicedo

En las garras del crimen, por su parte, prefigura un derrotero que podría haber seguido la obra de Caicedo si no se hubiera matado. Un pedante crítico literario amante del realismo se ofrece como escritor y pone una oficina. Pronto se le aparece una femme fatale y lo involucra en un mundo muy propio de la novela negra tan odiada por el protagonista, que observa impotente cómo su ordenado mundo es devorado por un universo que él considera subliterario pero que acaba convirtiéndose en la vida misma, todo narrado con un sentido del humor finísimo y lleno de guiños literarios. En las garras del crimen es un cuento para que lo adapten cineastas postmodernos como Belvaux, Bonzel y Poelvoorde.

Noche sin fortuna fue redactada entre 1970 y 1976, pero nunca fue concluida. El narrador es Solano Patiño, que intenta ir a la fiesta de quince años de Angelita, pero es interceptado por Danielito Bang y su novia vampira. Obra imperfecta, pocas veces reeditada, aquí se recuperan los temas y los personajes de la saga del San Juan Berchmans. Paralelamente, en 1974, Caicedo funda junto a Carlos Mayolo, Luis Ospina y Ramiro Arbeláez la primera revista colombiana dedicada enteramente al cine. Ojo al Cine tuvo sólo 5 números (en el quinto el único redactor es Andrés). Como corresponsales en el extranjero estaban Isaac León Frías, Juan M. Bullita y Miguel Marías. Es por esta época en la que la cinefilia de Caicedo se vuelve cada vez más radical. Por ejemplo, odia una película como El Padrino -filme que a mí personalmente me encanta-, la califica de académica, y se dedica a lanzar libelos a todas partes del mundo atacándola. Tiene además su primera y frustrada experiencia como director de cine. Junto a su compinche Carlos Mayolo rueda el mediometraje Angelita y Miguel Angel, basado en su cuento homónimo. El rodaje se ve interrumpido por falta de fondos. En 1986 gran parte del material es recuperado por Luis Ospina para su documental Andrés Caicedo: unos pocos buenos amigos.

Andres Caicedo

En 1974, Andrés Caicedo vivió en la antes mencionada Ciudad Solar, en la casa comunitaria underground fundada por Hernando Guerrero. Se intentó juntar la experiencia del cineclub de Cali con una forma de vida fuera del sistema, pero todo fue un fracaso. Frustrado, Caicedo viajó junto con Mayolo al festival de cine de Nueva York. Patricia Restrepo, su musa de toda la vida, lo dejó por esos días. Isaac León Frías se lo encontró a su regreso a Colombia. Cuando le pregunté al respecto cierto miércoles durante una reunión de la revista La Gran Ilusión, continuación de Hablemos de Cine, el popular "Chacho" me dijo que el encuentro fue trágico: Andrés estaba tan dopado por los antidepresivos que hasta le resultaba difícil hablar. Padecía una depresión muy profunda, las decisiones ya habían sido tomadas, había cruzado ese punto de no retorno, esa línea de sombra que reconocen con facilidad los que habitualmente padecen terremotos espirituales.

La creatividad y la entropía son las dos caras invertidas del mismo proceso mental. Crear ficciones es una actividad básicamente cerebral, es un proceso que involucra a toda la complejidad del tejido celular, de la red neuronal, de las conexiones dendríticas, de la miríada de procesos neuroquímicos involucrados en la transmisión nerviosa y de tantos otros hechos biológicos que no se precisan aquí, pero que son de especial importancia en nuestras vidas cotidianas, porque involucran directamente el tipo de mirada que desarrollamos cotidianamente frente al mundo. Acabar una ficción, abandonarla, involucra quemar una red inmensa de conexiones neuronales, de ahí que muchas veces la creatividad esté profundamente ligada a la experiencia del duelo, al combate con las sombras, como sucede muy frecuentemente con la mirada abismal de autores presa de trastornos bipolares, como en los casos de Poe, Nerval, Onetti, Jim Thompson o el mismo Caicedo.

Andrés Caicedo

El final estaba cerca. No soportaba el dolor de la vida. Parafraseando a Malcolm Lowry, Andrés era el secreto explorador de un mundo que jamás podría dar a conocer porque el nombre de esta tierra era Infierno y él se hallaba en el centro. Durante temporadas permanecía postrado sin atinar a nada, menos aún crear. Los antidepresivos impedían la cólera pero no amortiguaban el sufrimiento. No podía evitar hundirse en el abismo que tenía a la altura del corazón. Tenía el cine, la literatura y la música, pero el mundo fluía fuera de él. Permanecía aparte sin poder participar de la fiesta, dándose de cabezazos contra una pared de cristal que lo separaba de la vida.

En 1976 intentó por primera vez fundirse con la oscuridad. No era una llamada de atención, una petición de afecto. Era cerrar un círculo. Dejaría a sus amigos y a su familia destrozada, pero el dolor era más grande que todo el cariño que ellos le podrían dar y él ofrecer. Había ganado la batalla contra el instinto de supervivencia. Cuando el cuerpo te pide que te mates es porque hay un árbol sosteniendo un mundo ardiendo en tu cerebro. Y si llegas a ese estado hay que obedecer al fuego, fuerza tanto de la creación como de la destrucción. La mañana del 4 de marzo de 1977 lo vieron por las calles de Cali revisando las galeradas de la primera edición de Que Viva la música, que iba a ser su segundo libro publicado, luego de la edición de El Atravesado que le había financiado su madre. La persistencia de su obra estaba asegurada mediante el contacto con sus lectores, que la recrearían una y otra vez en su imaginación. Regresó a su piso en el edificio Corkidi y redactó un testamento cediendo a su padre sus derechos de autor y nombrando albaceas a Luis Ospina y Sandro Romero Rey. Como un detalle de caballerosidad, también redactó una nota a su casero pidiéndole disculpas por las molestias del día siguiente. Entonces encendió la música, se tomó 60 pastillas de Seconal y expresó por fin ese adiós que por tanto tiempo tenía guardado.


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* Carlos Torres Rotondo (Lima, 1973) Aunque estudió literatura, se licenció en Ciencias de la Comunicación y realiza un doctorado de humanidades en España. Es productor musical, historiador del rock (trabaja en una historia del rock en el Perú hasta 1973), novelista (publicó la novela Nuestros años Salvajes en 2001), poeta (en 1995 ganó los Juegos Florales de Poesía de la Universidad de Lima) y activista político (forma parte de COIN, Coordinadora de Inmigrantes, Madrid-España). Actualmente se dedica a escribir un libro de cuentos sobre la inmigración en España y una novela acerca de la contracultura peruana de los años 60.



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20 de marzo de 2009

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