Por fin reino, pero para siempre. Encontré una cima que he sido único en alcanzar, y desde la cual puedo juzgar a todo el mundo. A veces, muy de vez en cuando, y si la noche está verdaderamente bella, escucho una lejana risa y de nuevo dudo.
ALBERT CAMUS
Todo empezó una mañana eterna, por una curiosidad repentina e irresistible de espiar a un extraño que de la nada me salió al encuentro. Él, coincidentemente, hizo su aparición en el pueblo cuando me mudaba para estas tierras. Lo vi por vez primera con su maletín de grupa en la mano y una gorra azul inclinada a propósito, como intentando que la visera le ocultase la mirada. Apenas nos cruzamos, un presentimiento me sugirió que ese personaje dostoievskiano había llegado al pueblo a cumplir una misión perversa. No aguardé un momento ni di un paso más, y me prometí averiguar sus verdaderas intenciones. Así que, dejando la ocupación que me traía hasta entonces, lo seguí.
Al principio, temí que el sujeto diese media vuelta y se enterase de que lo estaba acechando; pero luego me convencí de que a él no le interesaba otra cosa que cumplir con su empresa, como si una fuerza interior lo convirtiese en autómata. Después de caminar en línea recta por la calle Santa Cruz, hizo un zigzag en la tercera esquina dando con la calle Progreso y luego otro zigzag en la siguiente, terminando en el pasaje Antonio Chico, en cuyo extremo se elevaba la montaña más alta del pueblo, con un camino angosto y curvado que iba en ascenso. Él se detuvo a mitad del pasaje, ante una casa que observada desde afuera parecía abandonada por mucho tiempo. Cogió la aldaba y dio golpes leves. No trascurrieron más de cinco minutos, cuando le salió al recibimiento un viejo de estatura mediana que emocionado lo abrazó, al tiempo que pronunciaba frases de complacencia. Apenas ingresaron, caminé aprisa hasta llegar al lugar donde tenía previsto hospedarme. La casualidad nuevamente nos había acercado. Así que subí a mi cuarto y empecé a observar, desde mi ventana semiabierta, la puerta de enfrente por donde había ingresado el sujeto. Un empecinamiento casi enfermizo me mantenía en guardia. El forastero saldría en cualquier momento, sí, de eso no había duda. Después de cierta espera, me tendí en la cama, inventándome respuestas a ¿quién era?, ¿de dónde había llegado? y ¿por qué estaba en el pueblo? ¿Por qué necesariamente en este pueblo? Estuve demasiado tiempo, en espera de que el desconocido decidiese salir a recorrer las calles del pueblo y hacer lo que tenía que hacer, ¿indagar?, ¿analizar el terreno?, ¿reparar hasta en el mínimo detalle? Pero ni una sombra cruzó esa puerta carcomida.
Cuando la tarde llegaba a su fin, un ruido de la puerta de enfrente me volvió a la realidad. Era él, con la misma prenda con que había llegado, sólo que ahora una bufanda le cubría el cuello y parte del rostro, hasta la altura de la boca. Cerró la puerta y caminó en dirección a la montaña, iniciando el ascenso. Bajé aprisa, para continuar el seguimiento, pues estaba convencido de que esa noche descubriría los verdaderos propósitos del extraño. El camino era demasiado angosto, casi desaparecía por la abundante maleza. Nos llevó como una hora llegar a la cima y la noche ya había iniciado su reinado tenebroso. El sujeto hizo un poco de fuego con ramas y tallos secos que había recogido en el camino de ascenso, pero sólo le duró unos segundos por el viento recio. Recorrió la mirada a su alrededor, intentando ubicar algo o tratando de asegurarse de que nadie lo había seguido. Se encogió de hombros, se aproximó al filo de la montaña y se tendió de espaldas, observando las estrellas relucientes que esa noche armonizaban a plenitud con la imponente luna llena. Susurró algunas frases y volvió hacia su maletín, de donde extrajo una cajetilla de cigarrillos y un encendedor. Enseguida se puso a dar bocanadas al aire, ahora observando el horizonte por donde apenas se percibía algunas lucecitas de una ciudad desconocida. Hizo inflexiones, acercando sus rodillas al pecho y apoyando sobre ellas ambos brazos, sin dejar de fumar. El frío era intenso, aunque eso parecía no importarle. Estuvo fumando mucho tiempo, hasta que se le acabaron los cigarrillos, sólo entonces se levantó y nuevamente se dirigió al filo de la montaña. Esta vez no se sentó. Estiró los brazos por ambos extremos, como sintiéndose el dueño del mundo. Nadie más existía en ese momento, sólo él y el universo majestuoso, sólo él y el mundo insignificante. Desde que habíamos ascendido, una melodía había invadido el lugar, era la voz del viento, muy diferente a la del agua, a la del fuego, a la de la tierra, a la del tiempo y a la del silencio. Era una melodía desoladora. Él seguía de pie y con los brazos extendidos, abstraído, pensando quizás en lo que había dejado atrás para convertirse en lo que era, o intentando darse fuerzas para lo que tendría que hacer el día siguiente. Repentinamente dio un grito al vacío ¡Sólo hay una vida y sólo hay una muerte!, sonrió malignamente y se dejó caer al abismo. Por un momento me quedé pasmado. Una vaga sensación me culpaba del suceso, de no haber hecho nada para evitar la concretización de tan fatal resolución.
Regresé al pueblo. Lo único que se habló durante todo ese mes fue del forastero que había llegado de quién sabe qué tierras lejanas y que había desaparecido repentina y misteriosamente en quién sabe qué situaciones.
Ahora me encuentro una vez más en este precipicio, donde me invade la melodía del viento, despertando en mí las ganas irresistibles de lanzarme al abismo que me ofrece insistentemente la misma paz perenne que hace medio año ofreciera a un extraño que, coincidentemente, hizo su aparición en el pueblo la mañana en que me mudaba para estas tierras. Pero no cedo a la tentación.
Ahora me encuentro una vez más en este precipicio, donde me invade la melodía del viento, despertando en mí las ganas irresistibles de lanzarme al abismo que me ofrece insistentemente la misma paz perenne que hace un año ofreciera a un extraño que, coincidentemente, hizo su aparición en el pueblo la mañana en que me mudaba para estas tierras. Pero no cedo a la tentación. Aunque la melodía del viento me sugiere que lamentablemente me he quedado solo.
Ahora me encuentro una vez más en este precipicio, donde me invade la melodía del viento, despertando en mí las ganas irresistibles de lanzarme al abismo que me ofrece insistentemente la misma paz perenne que hace cinco años ofreciera a un extraño que, coincidentemente, hizo su aparición en el pueblo la mañana en que me mudaba para estas tierras. Pero no cedo a la tentación. Aunque la melodía del viento me sugiere que lamentablemente me he quedado solo. Como si ese extraño y yo estuviésemos destinados en cierta forma a ser parte el uno del otro.
Ahora me encuentro una vez más en este precipicio, donde me invade la melodía del viento, despertando en mí las ganas irresistibles de lanzarme al abismo que me ofrece insistentemente la misma paz perenne que hace veinte años ofreciera a un extraño que, coincidentemente, hizo su aparición en el pueblo la mañana en que me mudaba para estas tierras. Pero no cedo a la tentación. Aunque la melodía del viento me sugiere que lamentablemente me he quedado solo. Como si ese extraño y yo estuviésemos destinados en cierta forma a ser parte el uno del otro. Y extiendo las manos como queriendo revivir el ritual alguna vez estrenado, pero me compadezco y frustro mis intenciones.
Ahora me encuentro una vez más en este precipicio, donde me invade la melodía del viento, despertando en mí las ganas irresistibles de lanzarme al abismo que me ofrece insistentemente la misma paz perenne que hace veintiún años ofreciera a un extraño que, coincidentemente, hizo su aparición en el pueblo la mañana en que me mudaba para estas tierras. Pero no cedo a la tentación. Aunque la melodía del viento me sugiere que lamentablemente me he quedado solo. Como si ese extraño y yo estuviésemos destinados en cierta forma a ser parte el uno del otro. Y extiendo las manos como queriendo revivir el ritual alguna vez estrenado, pero me compadezco y frustro mis intenciones. Estoy por volver a casa, pero repentinamente vuelvo la mirada con dirección al abismo, estiro los brazos por ambos extremos, lanzo un grito al vacío ¡Sólo hay una vida y sólo hay una muerte! , sonrío malignamente y me dejo caer.
( * ) John Alex Cuéllar Irribarren (Huánuco, PERÚ, 1979). Licenciado en Lengua y Literatura. Encargado de edición de la Revista Bimestral de Literatura Parnaso. Segundo Puesto en los II Juegos Florales Valdizanos 2000, en el género Poesía. Primer Puesto en el II Premio de Cuento Ciudad de Huánuco 2001. Ha publicado Narrativa joven en Huánuco (2005). Sus textos han aparecido en revistas literarias de circulación local y en los libros Cuentos Huanuqueños. Narradores del XXI, selección de Ramiro Razzo, y Huánuco y su poesía, antología general del poeta Andrés Jara Maylle.