Víctor Gaviria, poeta y cineasta, se ha convertido en uno de los directores más representativos de Colombia y por tanto en un personaje muy controvertido. Su cine conmueve y choca a la vez porque nos coloca frente a la hiriente situación de un país donde la crueldad y la miseria se ceban en los más débiles, jóvenes y niños no sólo abandonados sino maltratados por el sistema. Más allá de las distintas reacciones del público en su país, o de la prensa que lo ataca, quisiera señalar muchos de sus aciertos que son los que, a mi juicio, resumen su postura ética. El primero, su capacidad de atravesar el lenguaje de un sentido poético, profunda y desgarradoramente humano, posible gracias a la conciencia que tiene como poeta. El segundo, su facilidad para instalarse en la situación del otro y hacernos comprender sus razones. El tercero, el poder de su filmografía para transformar la mirada del espectador, de modo que lo invisible se haga visible, permitiendo con ello el despertar de la conciencia a otras realidades. El cuarto, su mirada desprejuicidada, libre del maniqueísmo que distorsiona nuestra percepción del mundo. Estas virtudes se podrían resumir en una sola: capacidad de escuchar que es de lo que carecen sociedades intolerantes donde reinan la violencia y la impunidad.
Como poeta, Gaviria se inscribe dentro de lo que la crítica ha denominado poesía conversacional, que enfrenta al lenguaje altisonante, afectado y retórico de cierta tradición, un coloquialismo mediante el cual se vincula a una comunidad. Como diría Marío Benedetti, Gaviria pertenece a la estirpe de los poetas comunicantes a quienes se debe una renovación profunda del idioma por su disposición para establecer una comunicación íntima con el lector, convirtiendo el acto poético en una conversación. El tono permite una cercanía basada en afinidades que son en realidad puntos de contacto con los otros. Quienes se acercan con reservas a su filmografía cuestionan su pobre manejo del idioma, el hecho de que en sus películas fatigue al público con la repetición de palabras malsonantes o incomprensibles para el espectador ajeno a la realidad del mundo marginal de las ciudades colombianas. A ese respecto, hay mucho que argumentar a favor de un cine que no se propone mostrar lo que tradicionalmente se considera el "habla culta" de un país, ni mucho menos "el español estándar" sobre el que tanto se debate en nuestro diverso entorno lingüístico. Gaviria pone el dedo en la llaga al señalar una realidad accesible a través del lenguaje. El mundo que nos muestra va más allá de la semántica, deja de ser palabra vacía, hueca o altisonante para dar protagonismo al SER, es acto (de habla), realidad viva. La palabra "gonorrea" que se repite en el argot callejero no sólo en la ciudad de Medellín, sino en otras ciudades colombianas, ralla el cerebro y desconcierta. Pero el término no se refiere a la enfermedad venerea inscrita en la terminología médica, es una realidad cultural de hondas raíces que arrastra profundas heridas. Pongamos como ejemplo la palabra "chingada" a la que Octavio Paz dedica unas páginas en El laberinto de la soledad. Ella encierra el trauma de la conquista; define quinientos años de historia mexicana, atraviesa el lenguaje a lo largo del tiempo y abarca un amplio espectro en el espacio que va de la crueldad al sacrificio, del rencor al perdón. No hay en sus planteamientos juicios de valor, ya que la fuerza de los hechos se impone. Tampoco hay discurso, pero en cambio hay palabras contundentes, "golpes como del odio de Dios" que diría Vallejo.
El cine de Gaviria no es complaciente, ya que se propone abrirnos los ojos, enseñarnos a ver. Su preocupación por el otro, por "lo otro", constituye la materia no sólo de su poesía, sino de su filmografía. Fiel al dinamismo del mundo de lo marginal, anómalo, distinto o ilícito, no intenta traducirlo, sino que lo pone a hablar. Así nos permite acercarnos a sus emociones, respectando su sintaxis. Esto es el resultado de un proceso, desde sus incursiones en la poesía, hasta su iniciación como guionista y director de cine. Hijo de la clase media, nacido en el entorno de la ciudad de Medellín, fue consciente de la tradición heredada, de su ser "antioqueño", o mejor, paisa, como los personajes de sus películas.
La centralización de la política y la cultura, desde la capital, en Colombia relegó a las provincias a los márgenes, pese al desarrollo económico de algunas regiones, como la que agrupa a los departamentos del eje cafetero, entre los que se inscribe Antioquia. Se trata de una región con unas costumbres y una tradición perfectamente diferenciables, sobre todo en el habla. Por eso el lenguaje del otro es vital para comprender su realidad, su mentalidad, la complejidad de su mundo. Gaviria no sólo se ha instalado mentalmente en el mundo de las criaturas de sus películas, sino también físicamente, ya que ha convivido con ellas. En esa convivencia ha encontrado puntos en común con los adolescentes sicarios (pistolocos) de las comunas, con las niñas y niños de la calle que buscan consuelo en el sacol (sacoleros), con los traquetos y en general con la cadena humana vinculada a la maquinaria del narcotráfico que atravesó el tejido social colombiano y de manera particular la ciudad de Medellín. Películas como Sumas y restas sorprenden por la presentación de los personajes. La violencia no se ve, pero palpita desde los primeros minutos. Paso a paso, de manera fluida, el protagonista ingresa en el engranaje de la droga, atraviesa un purgatorio, conoce el infierno, para luego reencontrar el afecto y la comprensión de los suyos y también la nuestra.
Gaviria transforma nuestra mirada al descorrer el velo que cubre las apariencias, hay belleza en el horror y horror en la belleza. Pero esa capacidad de mostrarnos la cara oculta de un país, a mi modo de ver, no ha sido entendida por un sector de la sociedad colombiana que, de alguna manera, se siente agredido por la verdad que asoma tras la miseria y la violencia en la que se desenvuelven los personajes de películas, como La vendedora de rosas por poner un ejemplo. Ofende que alguien se atreva a rastrear el mundo de la infancia para cambiarnos la imagen que como niños tuvimos del paraíso. Lo que Gaviria nos muestra es el infierno de la ciudad 'posmoderna' latinoamericana, la estigmatizada Medellín en la que deambulan niños sin hogar, ante la mirada indiferente de los transeúntes. Procedentes de las barriadas que han sido la cantera de sicarios, las niñas de esta película huyen de la violencia familiar y encuentran en las calles, no la libertad que añoraban, sino el desamparo y la violencia que les arrebata la infancia. En esos niños y niñas nos reconocemos, si recordamos que alguna vez tuvimos la tentación de abandonar la casa, cuando el mundo de los adultos se nos impuso de forma despótica e incompresible. Como dice Gaviria, esos niños no son tan diferentes, quieren y añoran las mismas cosas que añoramos, el afecto y el calor del hogar, y sobre todo, los mandatos de los mayores que ordenan nuestro mundo. Por eso cuando sueñan, ellos se ven a sí mismos cumpliendo una tarea que los redime de todos los males del mundo.
La visión maniquea ha representado la realidad como si en ella sólo existieran dos bandos enfrentados, la lucha entre el bien el mal. Del mismo modo, las teorías y las ideologías han ayudado poco a comprender nuestro mundo. Es urgente una mirada desprejuiciada que nos permita reconocer al otro, ese otro que permanece en los márgenes y no queremos ver. Esta es una de las razones por lo que las películas de Gaviria han calado hondo en la sensibilidad del espectador. Por otra parte, el libro de Jorge Ruffinelli Víctor Gaviria, los márgenes al centro nos ofrece un perfil de un hombre inquieto, insatisfecho con la cultura oficial y académica, que busca el saber en los seres marginales. Gaviria es conciente de la dificultad que entraña hacer un cine comprometido en sociedades tan precarias como la colombiana. Estas palabras suyas, dichas en una de las entrevistas que ha concedido, son muy reveladoras: "[...]Pero en el cine, que es como un arte tan dependiente, donde nosotros estamos sin posibilidad de mostrar las vainas, sobre todo en este país. ¿No te parece que hay un racismo, un clasismo? ¿Cómo se llama eso? Una especie de clasismo intelectual tan "hijueputa", que no da la posibilidad de hacer un cine real. " Y es que ante la impostura y la veleidad de la fama, Gaviria pone por delante la "naturalidad", palabra que define su trabajo: actores naturales, espacio natural, habla coloquial...
Personalmente comparto la postura ética de Gaviria que me parece válida en este vertiginoso proceso de mutaciones culturales y tecnológicas al que asistimos, en esta época de desplazamientos forzosos, de guerras preventivas y de agresiva irrupción de los mercados, cuando la responsabilidad del creador debería plantearse como una apuesta por la honestidad de la experiencia, por la fidelidad a la verdad poética. Esta podría ser una alternativa a los chantajes del mercado, al conformismo e indiferencia respecto al otro, a la seducción de las comodidades del narcisismo en las que caemos y que nos hunde en el "sueño privado". Debemos enfrentar nuestra lucidez a las tentaciones del olvido de la situación histórica y tecnológica global que sólo promueven un arte y una escritura, política y culturalmente lucrativas para esa minoría que mueve los hilos del poder.