Soy feo. Prefiero decirlo antes de darle espacio a las falsas expectativas. Con esto he evitado muchísimos desaires y malos ratos. Tampoco me voy a describir. La fealdad cierra todas esas puertas que de lejos se ven abiertas y amistosas, obliga a vivir debajo de la demás gente, dentro de un círculo pequeño en el que te mueves y te las arreglas como puedes.
No busco trabajos convencionales, sé que mi rostro no es agradable de ver. Tampoco estudié, ¿para qué?, ¿para ilusionarme con eso de que un día mis capacidades se antepondrán a mi aspecto? He visto a mujeres feas ir a la universidad, esforzándose, llenándose la cabeza con información, creyendo que triunfarán y que alguien se fijará en sus logros. El primer paso para un feo como yo es entender y aceptar su fealdad, si no puedes estás perdido, serás como esos lisiados a los que todos miran con lástima.
De todas formas me las he ingeniado, soy feo, no tonto. Sigo el dinero, veo de lejos en qué lugares se posa, puedo olerlo, intuir cuándo y dónde fluye más. Pero una cosa es seguir al dinero y otra totalmente distinta es obtenerlo. Vivo hace varios años en el balneario de Trinidad, pues es el único sitio en donde el clima veraniego dura seis y a veces hasta siete u ocho meses. Un tiempo probé suerte vendiendo baldes y palitas de plástico. Iba de grupo en grupo, evadiendo bolsos y toallas, ofreciéndolas a niños que ya no se entusiasman con hacer un castillo de arena, soportando el calor, la arena en los mocasines, y por supuesto tratando de esconder el rostro detrás de unos enormes lentes de sol. No me fue mal, era aceptable dentro de mis posibilidades. También vendí palmeras de azúcar, pero el negocio no era tan bueno y al final había que botarlas a la basura o comerlas.
El vendedor ambulante vive el verano de otra manera, para él no existe la playa, el calor, las olas, ni los atardeceres románticos. Debe hallar la forma de extraer el dinero a los turistas, porque todos tienen, aunque pongan caras y digan que no. A nadie en este mundo se le ocurriría venir a Trinidad sin dinero para comprar estupideces. Un buen negocio son las bebidas en lata, pero los vendedores más antiguos se han ido adueñando de las distintas terrazas. Marcan territorio y son hasta capaces de darte una cuchillada con tal de que te vayas y los dejes trabajar. Un amigo me propuso que nos pintáramos la cara e hiciéramos un show callejero, sacarle partido a mi cara dijo implícitamente. No quise, no tengo gracia para nada, soy incapaz de hacer reír a alguien. Un día se juntaron varios “colegas” para organizarse e ir a la municipalidad a pedir cédulas o permisos. Yo no les dije nada, me quedé callado, sabía que estaban perdiendo el tiempo. Los vecinos nos miran de reojo, según ellos, enturbiamos el ambiente.
Al principio me conformaba pagando la pieza y el almuerzo, pero después me desagradó ver que ganaba lo mismo que otros que también son feos y más encima resentidos. Yo no soy así, no me gasto cultivando sentimientos de rencor, todo lo contrario, a veces, cuando era temprano y ya había juntado suficiente dinero, me ponía a observar a las familias, quizás tratando de agarrar una pizca de esa felicidad que irradian. Nunca los envidié, me alegraba de su suerte pese a que algunos padres no dejaran que sus niños se me acercaran. Los entiendo porque yo tampoco los habría dejado. Mis semejantes aún hablan en contra de ellos, difunden el robo y el engaño, lo justifican con palabrerías. No me dan rabia los normales, sí los tontos. Son una plaga inservible. La fealdad tiene tres categorías: Está el feo-convencional, que tiene un defecto, algo grande, la nariz, las orejas, la boca. No está del todo mal, su problema se soluciona con una cirugía o con un poco de personalidad. No es raro ver a estos pelafustanes con mujeres exuberantes, hijos y automóvil del año. El feo-circunstancial nació normal, pero por un accidente o enfermedad quedó repentina e irrevocablemente feo. No tiene solución, su entorno, su vida y sus proyecciones estaban ligadas a su anterior aspecto. Finalmente está el feo-espantoso, cuya apariencia es el resultado de un sinnúmero de defectos, todos irremediables. De lejos se ve que es feo y todos le hacen el quite, no lo invitan a ningún sitio, no tiene novia y todos se ríen de él. Su fealdad es tema recurrente, y por más que tratan algunos de buscarle arreglo, no se puede. Todas estas categorías de fealdad se subdividen a su vez en feos tontos y feos inteligentes. Yo no tengo esperanza y lo sé, vivo con eso, cada minuto de mi vida, a cada respiro oigo la vocecita que me lo recuerda, que me advierte, que va marcando límites sin que se lo pida, explicando detenidamente que eso de que “la belleza va por dentro” es una falacia, una cursilería más de tantas, porque queramos o no, entramos por los ojos. Los finales felices te están vedados, son de otra gente muy ajena a tu realidad. He vivido en carne propia la crueldad de los niños, que no tienen reparos en cantarte una y otra vez que eres visualmente desagradable, que el mundo no te pertenece, que Dios se trae algo contigo, que la máquina repartidora de belleza se echó a perder cuando llegaste tú.
¿Qué puede hacer un feo como yo cuando los demás salen a divertirse? Ver televisión. ¿Y si la televisión no te llena? Duermes. ¿Y si más encima no tienes sueño? Lees.
Una noche, me quedé profundamente dormido antes de las nueve de la noche. Fue un día difícil. Los Municipales me habían quitado la mercadería y amenazaron con molerme a palos preso si volvían a verme por ahí. Soñé que entraba por un enorme y oscuro galpón, como un gimnasio o fábrica abandonada, hedionda a óxido y grasa, a taller mecánico. Al fondo de una cancha de baby football veía a alguien sentado en una silla, apoyando la mitad superior de su cuerpo en un bastón. Me acercaba con un poco de miedo, pues sabía, dentro de las certezas propias de los sueños, que fuera quien fuera, me estaba esperando a mí. A lo lejos se oían autos que pasaban, y no corría nada de viento. Era Borges, sí, Jorge Luis. Yo sabía que Borges estaba muerto, pero no me asustaba, lo asumía como algo natural. Borges sonreía indefinidamente, como si no estuviera seguro de querer sonreír. Estaba ciego, sus pupilas abiertas apuntaban hacia arriba, pero no hacia el cielo, sino más arriba del universo al que pertenecíamos él y yo. Por fin, decía mostrando una larga y perfecta hilera de dientes.
- Has tenido mala suerte, pero no te preocupes, porque yo te voy a ayudar…
Me preguntó si tenía buena memoria.
- Sí - respondía yo -, no como Funes, pero me defiendo.
- Entonces grábate el siguiente verso:
Agua del espíritu, tu tristeza cala mi entraña,
Ayer y hoy tu espejo me muerde.
Come de mi mano y no vaciles,
Susurra el nombre de Dios y grita hasta morir.
Lo memoricé sin problemas, aunque por más que trataba de buscarle el acomodo, no me sonaba nada de bien. Quise decírselo, pero ¿cómo decirle a Jorge Luis Borges que un verso suyo es malo? Me ordenó escribirlo en pergaminos que debía vender en cualquier terraza de Trinidad. Mientras pensaba en la improbabilidad de su consejo, Borges se ponía de pie y se iba caminando lentamente hasta desaparecer detrás en unas máquinas apiladas que había cerca.
Desperté sobresaltado. Pese a no ser reales, los sueños son experiencias igualmente emocionales. Tomé un papel y escribí el verso para que no se me fuera a olvidar. Al otro día, mandé a hacer los pergaminos tal como él indicó. Tuve que empeñar mi reloj para que el tipo de la imprenta hiciera el trabajo. Me instalé sigilosamente en la segunda terraza, mirando hacia todos lados por si aparecían los Municipales. Extendí una frazada y puse los pergaminos en varias filas. Me sentí estúpido, ¿quién sería capaz de comprar semejante ridiculez?, sin embargo de a poco empezaron a acercarse los primeros curiosos. Leían el verso y se quedaban mirando el horizonte (literal), como tratando de digerir las palabras. ¿Cuánto vale?, preguntó un muchacho. No supe qué decir. Quinientos pesos, respondí sólo para que no perdiera la paciencia y pensara que aparte de feo soy tarado. Sacó decididamente el dinero y me lo entregó. Me impresionó, aunque no tuve tiempo para pensar, porque después vendí otro y luego muchos más, como si en vez de pergaminos hubieran sido churros rellenos con manjar. A las dos horas ya se habían vendido todos.
Fui a celebrar. Compré una camiseta y un par de pantalones, le pagué al tipo de la imprenta, y por supuesto recuperé mi reloj. Estaba feliz, tenía ganas de gritar el nombre de Borges por las calles empinadas de Trinidad, pero me contuve. Esa noche volví a soñar con él, estaba sentado en el mismo sitio con la única diferencia de que ahora llevaba puesta una bufanda cuadrillé. Yo trataba de decirle lo agradecido que estaba. Debí parecer un idiota o un niño, porque Borges me miraba (dentro de su ceguera) como a un parásito.
-Felicitaciones, decía con una mueca extraña, ahora debes memorizar éste otro verso:
Perros callejeros no me sigáis por estas calles,
Id en busca de otros amos más bellos,
Saltad de una vez y no perdáis tiempo
Esperando que yo sonría.
Si el primer poema era malo, este sí que merecía ser usado como papel higiénico. Borges me preguntaba qué tal.
-¿Qué tal qué?
-El verso, hombre, el verso, ¿en qué mundo vives?
- No sé qué decir – mentía -, no tengo la formación como para emitir un juicio…
Me pegaba un bastonazo en la mollera, muy doloroso.
- Escúchame bien: ni los académicos, ni los oscurantistas, ni los intelectuales, ni los retóricos son dignos de la poesía, la poesía es para la gente normal, como tú, ¿entiendes?
- Sí, Jorge, discúlpeme por favor - decía yo, sin dejar de repasar el hecho de haberme catalogado como persona “normal”, aparte de lo extraño que resultaba oír a una persona tan elitista como él hablar así.
Se fue tal como la noche anterior, dejando en mí un sentimiento de culpa tan grande que al despertar casi olvido el verso. Tuve que esforzarme para reconstruirlo y llevarlo a la imprenta.
Tripliqué el tiraje de pergaminos. Llegué a la terraza más temprano, casi al mediodía. Estaba un poco nublado. La banderola roja de las casetas de los salvavidas indicaba que el mar no había amanecido lo suficientemente amistoso como para ir a nadar, pero igual la gente empezó a aparecer de a poco. A las tres por fin salió el sol, y la playa se repletó como por arte de magia. Respiré aliviado cuando vendí los primeros pergaminos. Reconocí a algunos clientes del día anterior, una mujer que me contó que había pegado el suyo sobre la cabecera de su cama. Yo fingía escucharla, reparando en la mala calidad y lo diferente que era este nuevo verso del anterior. Al rato ya no me quedaba ni siquiera uno.
A las cinco tenía más dinero del que antes hubiese juntado en un mes. La gente miraba los pergaminos como si no se convenciera de lo que leían, seguramente le hallaban algo que encajaba o lo asociaban a algún momento especial que estaban viviendo. Fui a comer a un restaurante, no el más lujoso, pero sí uno decente. Me sentí patético sentado ahí, esperando que me atendieran. El garzón me miró con desconfianza, tuve que mostrarle el fajo de billetes para que me tomara el pedido. Comí detenidamente, mirando el mar, la gente en la arena, los bikinis, sintiendo el olor a bronceador, la música. Seguía latente la preocupación de que Borges se hubiera enojado conmigo. ¿Y si dejaba de soñar con él?, ¿qué haría?, ¿volver a vender palitas y baldes?
Me fui caminando tranquilo, deteniéndome a mirar lo que fuera, una pareja de novios sacándose la arena de los pies con una toalla, un niño quejándose por tener la piel muy tostada, un grupo de amigos fotografiándose, un perro salchicha hurgueteando el basurero municipal, una anciana vendiendo algodones de azúcar. Había tomado un bajativo más de la cuenta y me sentía mareado. Se me acercó un tipo para preguntar si me quedaban pergaminos. No le respondí, tenía pena.
No pude dormir. Al otro día fui a la imprenta a hacer más pergaminos. Felizmente recordaba los otros dos versos. Después pasé al mall a comprar unos nuevos lentes de sol y un reproductor de mp3. Pensé que iba a fracasar, de hecho al poco rato me arrepentí por haber comprado esas cosas. Sin embargo la gente se mostraba feliz cada vez que adquiría un pergamino, incluso llegaron personas que no alcanzaron a comprar los otros días, también los que habían oído hablar de mí, y por supuesto quienes ya habían comprado y querían otro para regalárselo a alguien. Es la despedida, pensé, ya mañana será el último día. Vi la posibilidad de comprar algunos libros de Borges y transcribir versos, pero no fue necesario, porque esa noche volví a soñar con él. Esta vez me esperaba sentado en la barra de uno de esos bares propios de los balnearios, con ornamentaciones marinas, anclas, veleros embotellados, marineros barbudos de yeso, conchitas de mar y ventanas redondas.
- ¿Qué está bebiendo, Jorge? - preguntaba yo, porque el contenido de su vaso era de un azul bastante sospechoso.
- Nada que te interese - respondía, pero de buena forma, casi simpático - ¿Cómo va la venta?
- Excelente, estoy muy agradecido con usted.
- Quiero entonces que me respondas algo - decía con la mirada vacía propia de los ciegos - ¿qué opinión tienes de los versos que te he dictado?
No quería arriesgarme con una de mis estúpidas vacilaciones.
-La verdad, es que no me gustan para nada…
Borges sonreía y daba un pequeñísimo sorbo al vaso, un sorbo casi imperceptible.
-Ya lo sé, son una basura, pero qué se le va a hacer, ¿verdad?
-Sí, qué se le va a hacer.
Daba otro sorbo al vaso.
- ¿Sabías que Kafka me dictaba versos a mí, tal como yo a ti?
- No tenía idea...
- Así es, el mismísimo Franz Kafka vino una vez a mi sueño y me dictó una porquería de poema.
- No le puedo creer…
- Sí, ¿y crees tú que en algún momento yo pensé en modificarlo?
- Yo creo que no.
Borges se ponía de pie y levantaba el puño en son de amenaza.
- ¡No entiendes nada!
En mi intento de no seguir pareciendo un inepto, yo cambiaba de tema.
- Mi padre siempre dijo que usted fue un escritor europeo encerrado en el cuerpo de un argentino, tal como los travestis dicen ser mujeres atrapadas en un cuerpo de hombre…
No sé qué me llevaba a pensar que una comparación así le causaría gracia. Quedábamos inmersos en un silencio embarazoso que me hacía sentir como el peor idiota del mundo. Cada cosa que decía, cada mueca lo enojaba aún más, como si tratara de lucirme haciendo figuritas con un puñado de caca. Borges levantaba su vaso y se iba sin despedirse, moviendo la cabeza de un lado a otro, decepcionado.
Pese a todo, esa oportunidad me dejó dos versos escritos en una servilleta de papel. Me avisó que se ausentaría un par de noches por tener unos asuntos pendientes. Me costó pensar qué clase de asuntos pendientes podría tener un muerto. Esa mañana, el tipo de la imprenta ya me trataba de “usted”. Hice doscientos pergaminos de cada nuevo verso y ciento cincuenta de los anteriores. En la terraza había un grupo de personas esperándome. Como se vendieron antes de las dos de la tarde, fui de nuevo a la imprenta y pedí cien más de cada uno. Ese fue el primer día en que me sobraron pergaminos, un buen aviso de que tal vez no me estaba tomando las cosas con la suficiente prudencia. Los regalé a personas al azar, como una forma de patrocinarlos para el siguiente día. Tenía muchísimo dinero. Ya que Borges me había avisado que no se presentaría, esa noche fui al casino. Compré un traje usado y tomé un taxi. No me fue muy bien, pero por lo menos me divertí. Llevaba varios años absteniéndome de ciertas sensaciones por el hecho de ser feo, sin embargo esa noche todas esas sensaciones afloraron en mí, exigiendo ser atendidas inmediatamente. No tenía sentido buscar a una mujer, ninguna, por mucho dinero que yo tuviera, se iba a fijar en mí, así que me fui a la segura con una de esas putas que se sientan en la barra de los bares fingiendo estar ahí de pura casualidad.
Un día amaneció más nublado que de costumbre. A las once de la mañana la lluvia arruinó los ímpetus veraniegos de cinco mil turistas que miraban apesadumbradamente por las ventanas de los hoteles como contemplando un bombardeo de ácido sulfúrico. Algunos se paseaban resignados por la terraza, con sus shorts y sus sandalias de goma, tapándose la cabeza con bolsas de plástico, bajando a la playa a confirmar algo de lo que no se convencían. Y no faltaron los porfiados que pese al frío y el agua, se instalaron en la arena, desafiándose a sí mismos, hasta quitasoles había. Yo aproveché para descansar. Me gusta dormir oyendo la lluvia, esa sensación de desamparo que produce, esa tristeza, leve como una llama de fuego en la palma de la mano. Me acordaba de Borges, ése cuento del tipo que le enseña a una familia de indígenas el evangelio de San Mateo. Al final lo crucifican. Nunca le pregunté a Borges por su obra, hasta ahí no existía esa inquietud en mis sueños.
A las cuatro de la tarde no aguanté el encierro y salí a caminar. Comí por ahí, un sándwich con una taza de café. Andaba raro, ido, pensado cosas que jamás pensaba, imponiéndome pequeñas supersticiones como la de no pisar las líneas divisoras del cemento o la de llegar a un determinado lugar antes del rango de tiempo definido por una canción reproducida mentalmente. Sin saber por qué, anduve por esas calles que los turistas no conocen, y que las autoridades quisieran borrar, porque nada o muy poco tienen que ver con la imagen preconcebida que la gente se hace de un balneario como Trinidad. Me sentí identificado con el lugar, pasillos en los que difícilmente cabían dos personas juntas, que desembocaban en otros pasillos, con puertas y ventanas selladas, muros descascarados y olor a orina. Desagües y escombros amontonados en un rincón, malezas, ripio, trozos de vidrio, y un Pato Donald de goma, abandonado y solo, que pese al desamparo insistía en sonreír, como diciendo “y, ¡qué va!”.
Me gusta la lluvia, me pone nostálgico, ¿de qué?, no sé, pero me gusta porque puedo ir a cualquier sitio sin que me estén mirando, sin que digan a viva voz “mira la cara de ése tipo”, y ni hablar de los niños, esos pequeños monstruos que tienen el descaro, la patudez de adjudicarse palabras como “inocencia”, “pureza” o “ingenuidad”.
Pensaba en Borges, mi estúpido comportamiento hacia él, las ganas que tenía de ser uno de esos nombres mencionados en su Biblioteca Total, esos nombres que uno no sabe si son reales o ficticios. “El deporte favorito de los suecos es no darme el Nóbel”, eso lo dijo él, o más o menos así, pero no sé dónde ni cuándo. Nunca tengo la menor certeza, todo en mí son sólo nociones, recuerdos insostenibles, voces que se mezclan y confunden.
De repente, me puse a contemplar mi libertad como cuando se encuentra un billete en el bolsillo de un abrigo que no se usa hace años, o como si alguien hubiera puesto un espejo frente a mí, un espejo acuoso en el que podía explorar mi alma hasta el más ínfimo detalle. “Libertad”, dije mientras la lluvia me empapaba la ropa y el pelo, “¿es esto la libertad?”, ¿qué me impedía hacer cualquier cosa? Miré otras vidas y las comparé a la mía, preguntándome cuántos tipos casados, con hijos, responsabilidades, hipotecas y deudas habrían dado cualquier cosa por estar en mi lugar, ahí, a la deriva, como un bote en medio de una colisión de corrientes marinas. El hombre vive hablando de la libertad, la labra, la produce, la acomoda y hasta la universaliza, lucha por ella, da todo, forma ejércitos, mata y devasta, pero su vida no es más que una seguidilla enfermiza de actos inconscientes que lo restringen hasta que ya no puede huir de su propio laberinto. ¿Habría cambiado mi libertad por una vida normal? La respuesta siempre fue una, y por más que traté de evadirla con otros pensamientos, salía a flote irrevocablemente. Sí, dije, que vengan las esposas amargadas, los hijos pedigüeños, las escuelas, los bancos, el trabajo de oficina, la regla de tránsito, la moral y Dios, sí, el dios de los bellos y normales, el Dios que no se acuerda de nosotros los feos, que nos observa de arriba negando con la cabeza como si fuéramos un error, el Dios orgulloso y arrogante que no se hace cargo de esta situación, que no nos cubre con su manto divino, el Dios que se hizo el desentendido y nos abandonó, dejándonos llenos de reglas y falsas esperanzas, himnos litúrgicos y promesas de amor.
A las seis entré a un pequeño almacén de barrio, esos que están habilitados por sus dueños. Uno entra y se oye un televisor prendido, una familia que almuerza, ruidos de casa. Me sentí mal por irrumpir en su privacidad, estuve a un paso de volver a la calle. El sitio era oscuro, el piso de madera captaba toda la humedad del momento, y más encima mi presencia fue acusada por un sensor de movimiento que emitió un sonido parecido al que hay en los estadios cuando hay un cambio de jugador. Había un mostrador refrigerado, con quesos y cecinas, un par de repisas con botellas de cloro, ese cloro sin marca que viene en botellas verdes; cajas de detergente, pañales y toallas higiénicas. Me pregunté si alguna mujer con una mínima noción de la palabra dignidad era capaz de ir a comprar algo tan privado ahí, “donde la vecina”.
Y de repente, casi de casualidad mi vista se detuvo en uno de mis pergaminos. Estaba colgado entre una imagen de la Difunta Correa y un banderín deportivo. Era uno de los primeros versos que me dictó Borges. Lo leí, tal vez con la esperanza de hallarle, por el hecho de estar ahí, el elemento que todos veían y que yo negaba casi a gritos.
Me golpeó la convicción de estar estafando a cientos de personas y que ya no podía dar un pie atrás, embarcado en un viaje sin retorno. Salió una mujer despeinada a atenderme. Hizo un comentario de la lluvia, pero no respondí, ni siquiera puedo recordar qué compré. El pergamino debió llegar a ellos por medio de alguien, de lo contrario me habría reconocido, ¿no?
Esa tarde, Trinidad se vistió de invierno, se sacó de encima a los turistas con sus quitasoles y sus toallas, despejó sus calles y retomó la normalidad que los residentes añoran durante el verano, la misma añoranza que tienen durante el invierno hacia el verano, los turistas, la playa y el calor.
Al otro día bajé a la playa como cualquier veraneante. Había salido el sol, pero aún se sentía la humedad de la lluvia. Nadé tranquilo y después fui a mi pieza a buscar pergaminos. La venta estuvo floja al principio, pero como siempre después se compuso. Un joven de lentes me preguntó a quien pertenecían los versos. Le dije que eran míos. Aproveché para preguntarle qué le parecían. La verdad, amigo mío, es que sus versos son una mierda. Lo miré con cara de ofendido, una cara fingida por cierto, pues ya era hora que alguien se diera cuenta de algo tan evidente. De todas formas compró dos. Hay que contribuir, dijo, darle a la poesía una bocanada de aire antes que se muera asfixiada, ¿no cree? Le agradecí, aunque sus palabras despertaron en mí un gran temor. ¿Había escrito Borges esos versos en vida? Fui a la biblioteca a buscar una respuesta. No encontré ninguno, así que respiré aliviado.
Borges demoró más de tres noches en volver. Ya estaba empezando a inquietarme. Esta vez su figura recortaba la luminosidad que entraba por una ventana de pasillo de hospital, una luminosidad blanca que marcaba detalladamente todas sus facciones y arrugas, cada detalle de su rostro. Llevaba un sombrero de ala grande y un impermeable color mostaza, de pésimo gusto. Antes que yo dijera cualquier cosa, me increpaba.
- Así que los versos son tuyos, ¿ah?
Me avergonzaba, aunque no por mucho tiempo, pues, inmediatamente me decía que estaba bien, primero porque jamás hubiera aceptado ver su nombre debajo de semejante porquería, y segundo porque nadie en este mundo me iba a creer que eran de él.
- Esta vez sí necesito que hagas de Funes, decía. Harás pergaminos grandes, de una plana entera, los venderás a mil pesos ¿entiendes?, mil pesos. Sí, lo que usted diga. Me registraba los bolsillos para buscar un lápiz, después me daba cuenta de lo absurdo que era anotar algo estando en un sueño. Borges cerraba los ojos para empezar a recitar, sin embargo yo lo interrumpía:
- ¿Existió Funes?
- Di su nombre, varias veces…
- ¿El nombre de quién?
- ¿De quién me acabas de preguntar?
- Funes, Funes, Funes… No entiendo a qué va esto.
- Lo dijiste, entonces ya existe. –decía.
- Existió –aclaraba yo.
- Existe, existió, existirá, da igual. El tiempo no existe, sólo existe el deber y la necesidad de ordenar los hechos. El universo en un gran y único “Presente”.
Me hubiese gustado escuchar la opinión de algún astrofísico, pero no pude decirlo, porque Borges ya había cerrado los ojos y empezaba a recitar:
Madre del dolor, hija del infortunio,
Yo soy la voz que emerge de tu boca agarrotada,
Yo soy tu bandera, la letra apuñalada de tu himno.
Deja de llorar, no llores frente al mar,
Limpia tus mejillas y pinta tu boca de rojo carmesí,
Tu flor renacerá antes que el sol.
- Jorge -decía yo-, esto se parece demasiado a Neruda, ¿no cree?
- No te preocupes, ninguna persona que compre pergaminos en la terraza de una playa a un feo como tú, notará lo que dices.
Nos despedíamos, por primera vez con un apretón de manos. Su mano era fría y cartilaginosa, un pellejo que apenas sostenía una endeble alineación de huesos. No fue fácil recordar todo el verso, de hecho ni siquiera estoy seguro de haberlo impreso fidedignamente. Pese a las indicaciones del escritor, vendí los pergaminos a ochocientos pesos. No me atrevía a dar un salto tan grande, pues ya tenía mi clientela y no quería perderla. El tipo de la imprenta me propuso hacer un tiraje mayorista de pergaminos. Además me ofreció algunos diseños de corazones atravesados por una flecha, y gaviotas de vuelo taciturno. No quise, las cosas estaban funcionando bien así, la suerte estaba de mi lado y rara vez necesitaba recordarme lo feo que soy para poner los pies en la tierra. No gastaba mucho dinero, apenas lo necesario, vivía en la misma pieza, aunque hice ciertos arreglos: pintura, cama de dos plazas, alfombra, refrigerador, dvd, equipo de música. Lo que sí compré fue ropa, bastante ropa, pantalones, abrigos, zapatos. No hay nada peor que un tipo feo y más encima mal vestido. La ropa es una inversión que todo el mundo debiera hacer, prever el invierno con una buena parka, unas botas decentes, algo con qué defenderse. Ir a comprar ropa es preguntarse cómo fue posible andar con esas chalupas viejas, con esa camisa desteñida, con esos pantalones manchados con aceite. ¡Qué vieja y fea se ve la ropa al ser comparada con la nueva!
De vez en cuando llevaba una puta a mi cama, más por responder a las voces que decían “disfruta la vida, aprovecha, haz esto y esto otro”, que por un verdadero deseo. Les pedía encarecidamente que no fingieran, que no era necesario, que hicieran su trabajo de la manera más natural posible, pero no, siempre sacaban sus gemidos de película porno, sus “sí, sí…”, incluso a una se le escapó un patético oh my god, seguramente por tener clientes gringos.
Mis antiguos compañeros de suerte me miraban con suspicacia, murmuraban cosas, pedían préstamos, inventaban historias de madres enfermas y cosas así. Yo los ayudaba en la medida de lo posible, quería ser generoso como forma de agradecimiento, pero cuando veía que empezaban a aprovecharse, los frenaba de golpe. Me sorprendía que ninguno de ellos copiara la idea de los pergaminos o que no me propusieran establecer una sociedad. No me habría venido nada de mal multiplicar las ganancias en otras playas y en las demás terrazas de Trinidad. Soñaba con Borges con la misma irregularidad, a veces me dictaba seis o siete versos y luego desaparecía varios días, pero cuando pasaba una semana o más, me preocupaba. Él siempre negaba con la cabeza cuando me veía. Jorge, pensé que se había olvidado de mí, decía yo conteniendo apenas la ansiedad. No has aprendido nada, hombre, respondía él, cómo es posible que en todo este tiempo no te hayas dado cuenta…Verlo era siempre un alivio, en más de una oportunidad corrí anhelantemente hacia él. Fui un mal educado, di siempre la impresión de querer sacarle los versos a la fuerza. Notaba esa tirantez, y no me importaba el hecho de que a veces él sólo quisiera conversar. Supongo que no existe el más allá de los escritores en donde Braulio Arenas juega a los naipes con Cortázar mientras Joyce pone monedas en una rockola, y Marcel Proust duerme la siesta en una hamaca caribeña. A todas luces Borges estaba solo y necesitaba que alguien lo escuchara. Me hablaba de poesía inglesa, enumerando a autores que había escuchado remotamente, o que sólo leí en español. Y, feíto, ¿leíste ya a Swinburne, a Thomas Hardy, a John Keats? No, le respondía, no he tenido tiempo con esto del negocio, y él me reprochaba cariñosamente como si yo no tuviera remedio. El hombre que no tiene tiempo para la poesía, simplemente lo ha perdido todo, decía. Me gustaba que me llamara “feo”, porque lo hacía sin la menor mala intención, lo intuía, había algo de ternura en su trato hacia mí. Era notorio que sus repentinas salidas de escena nacían de una voluntad superior a la suya, y que él obedecía con elegancia. En ocasiones se hacía el gracioso dictándome poemas de otros autores. Jorge, decía yo, eso es de Vallejo, de León Felipe, de Leopoldo Marechal, y él fingía haberse equivocado o se tapaba la boca para que yo no lo viera riéndose. Una noche soñé que Borges estaba sentado en la terraza de un viejo edificio de cuatro pisos, en Santiago, frente el cerro San Cristóbal, sacando torpemente galletitas confitadas de un recipiente que tenía a varios centímetros de su mano. Yo trataba de acercárselas, pero me reprendía intercalando frases en inglés con garabatos chilenos. Lo insólito era que incluso “huevón” y “conchetumadre” sonaban bien en su boca, y él lo sabía. Recuerdo que anochecía, el aire era tibio y todo estaba como estancado. Se burlaba del idioma alemán: Fíjate, feo, en estos teutones cuando hablan, es como si estuvieran ladrando, cuando van donde la novia a decirle “te quiero” pareciera que estuvieran diciendo “ándate de acá, puta mal parida”. Después respiraba, se llenaba el pecho de oxígeno, arreglaba el nudo de su corbata y probablemente añoraba ver el ocaso que yo sí veía, y que nada tenía de espacial aparte de una grumosa emanación de ansiedad que cubría toda la ciudad.
A pesar de todo, llegó un momento en que Borges simplemente desapareció. Le daba tiempo, dormía más de la cuenta, hasta pasado el mediodía. Ya había vendido suficientes pergaminos con los mismos versos, y la gente siempre exigía nuevos. Insisto, no sé qué les veían, todos eran de bajísima calidad, cargados a la siutiquería. El papel en que estaban impresos tampoco era de gran calidad, y eso que rechacé la otra oferta que me hicieron de usar papel abrillantado. Le daba vueltas a sus consejos, buscando algún mensaje implícito, dado que siempre hablaba de algo que según él yo no veía. Probé suerte en otros balnearios, pero me fue mal, no tanto por la falta de interés que mis estúpidos pergaminos despertaban en la gente, sino porque los Municipales de allá no me miraron con buena cara. Una vendedora de maní confitado me explicó que allá los Municipales tenían sometido al mercado ambulante, y que hacían valer la ley sólo cuando alguien se negaba a pagar las comisiones, comisiones que a falta de dinero, podían ser en mercadería. Debía ser verdad porque mientras hablaba, bajó uno de ellos de una patrulla, y sacó seis paquetes de maní sin siquiera pedir permiso. Como no quería correr riesgos, volví a Trinidad, allá estaba mi suerte, sus Municipales me dejaban trabajar a cambio de algunos pergaminos, allá la gente era lo suficientemente tonta.
A mediados de abril, las playas no daban abasto para tanta gente, las calles empinadas eran un interminable río de vehículos buscando espacio para estacionarse. Hacía muchísimo calor. Era el momento propicio para ganar más dinero. Afortunadamente llegaron nuevos clientes que no conocían los primeros versos, gracias a eso pude sustentar el negocio un tiempo y comprar más ropa. Aproveché para adelantar un par de meses de arriendo de mi pieza, pero sabía que todas esas cosas eran artimañas para tapar mi desesperación. El negocio tenía los días contados. Quería sentirme agradecido, pero no podía, ansiaba que durara para siempre, sentía que lo merecía, porque fui generoso, aterrizado, humilde y en ningún momento me dejé llevar por malas ambiciones. Un día en que vendí sólo dos o tres pergaminos me di cuenta de que si no tenía versos nuevos, simplemente ya no tendría más dinero. Traté de dormir invocando el nombre de Borges, releí casi toda su obra, busqué exasperadamente algo que le diera sentido a sus palabras, pero nada. De repente, vi los pergaminos que almacenaba en mi pieza, estaba tan acostumbrado a verlos apilados ahí que para mí habían perdido toda resonancia literaria. Los repasé una y otra vez: eran una bazofia, qué diferencia había con los que aparecían en los libros de Borges, era como para creer que se trataba de dos personas diferentes. Y ahí, en esas dos palabras hallé la respuesta, complicada dentro de su simpleza, grande y notoria. Metí la nariz hasta el fondo del mar sin ver que lo que buscaba estaba apenas en la orilla, ahí mismo, indicado con grandes letras, como cuando se busca detenidamente una palabra en el diccionario y no nos damos cuenta que a pocos centímetros hay una tremenda foto alusiva.
Tomé un cuaderno y escribí un verso, el más malo de todos, luego otro y después otro más. Podía pasarme la noche escribiendo, pero no era necesario, me gusta ir de a poco.
Hombre, la piedra sagrada de la fe te espera.
No está en los libros,
No está en el pensamiento.
Está ahí, en medio de tu corazón.
Esa venta fue la más neurálgica de todas, la que más me hizo sudar, la que más me hizo poner cara de desesperanza. Me picaba la cabeza, tenía ganas de tomar la frazada y huir de ahí. Ya no estaba la figura de Borges dándole sustento a esas palabras, pero si lo pensaba con un poco de detención, ¿cuándo estuvo en realidad?
Se vendieron todos, sí, todos, y mi clientela estuvo otra vez contenta, rejuvenecida. Incluso algunos hacían pedidos especiales: haz un pergamino para mi abuelo que está de cumpleaños; a mi novia que mañana se va al extranjero; a mi amigo, que está tan enfermo. El negocio floreció como al principio y luego alcanzó su vuelo más alto. Soborné a un tipo de la oficina de partes de la municipalidad e instalé un puesto para escribir, vender y trabajar ahí mismo. Compré una buena impresora y abrí un par de sucursales en otros balnearios dado que ahora sí podía pagar las comisiones.
Soy el feo, así me dicen, así soy, feo y más encima un pésimo escritor, un Coelho callejero, un experto en rellenar espacios con aire, un charlatán con una extraña capacidad de escribir tonteras que no dicen nada, pero que en otros oídos suenan bien. Todavía no sé qué le ven a los pergaminos y probablemente nunca lo sepa, pero se venden y eso es lo que importa, gusta verlos colgados en algún sitio especial como recordatorio de algo, se amoldan a lo que el cliente desea, como si fueran de plastilina.
La última vez que lo vi, Borges estaba en una playa, pero no era Trinidad, sino otro sitio. Yo caminaba por la orilla, creo que iba recogiendo conchitas y las estrellas de mar que las olas dejaban ahí. Lo veía como un pequeño punto de colores y corría hacia él. El agua le tapaba casi hasta las rodillas, llevaba shorts, camisa guayabera y unos lentes de sol bastante aerodinámicos como para asociarlos a su rostro. Borges apuntaba al horizonte, como despidiéndose de un espectáculo prohibido a sus ojos, con esa tristeza propia de quienes perciben más allá de nuestros sentidos, esos seres excepcionales que están por encima de la lógica, y van al mar a esperar el consejo del Rodaballo milenario. No había nadie más que él y yo. Jorge, dije, usted por estos lados. Así es, respondió sin voltearse hacia mí. Sus piernas eran flaquísimas y amarillentas, piernas de pollo.
Me hubiera gustado preguntarle por qué usaba esa ropa, pero no pude, no por saber que todo era una proyección mía sino porque su figura imponía algo que me impedía pensar en otra cosa que no fuera su ceguera. Me tengo que ir, decía, ya no me necesitas, así que nos estamos viendo. Pedí acompañarlo un poco, un par de kilómetros, no más que eso. Aceptó, pero al llegar a cierto punto me dijo que ya no más.
Me quedé mirándolo, de brazos cruzados. La brisa entrecerraba mis ojos y el sol me encandilaba. Se alejaba su figura, acuosa por el calor que emanaba la playa, mi playa, mientras el viento flameaba su camisa guayabera, y su bastón se enterraba en la arena para darle un sustento que en el fondo no necesitaba.
A Paloma, por soportarme.