Ese señor ciego, serio y entrado en años, que respondía al nombre de Jorge Luís Borges Acevedo, llegó a Ginebra en 1985 tras haber contraído matrimonio con María Kodama en el Paraguay. Él intuitivo, deductivo e inteligente, debió presagiar que ese podría ser su último viaje, y no se equivocó. Recibió un verdadero desfile de visitantes. Profesores, amigos, periodistas, damas emocionadas, curiosos. Llegaban hasta su alojamiento, un hotel ya derruido, como también a un pequeño chalet situado en la Gran Rue, propiedad del matrimonio Borges-Kodama. ¿Intuían que estaba viviendo sus últimos momentos? El debió repasar lentamente, (no con velocidad de meteorito como dicen que ocurre ante la inminencia de la muerte) los capítulos destacados de su vida. Tal vez pasó por alto aquel del cuento “El sueño”, del célebre narrador norteamericano 0.Henry, que a su muerte en el siglo XIX, dejó inconcluso. Borges conocía el cuento y trabajaba con Bioy Casares en una antología que se titulaba Cuentos breves y extraordinarios. Cómo no utilizar ese cuento sin terminar y cómo utilizarle tal como estaba. Solución: darle final.
¿Acaso don Jorge Luís no era una persona con gran sentido del humor? ¿Quién iba a descubrir su mano en el cuento de O. Henry? En 1986 Borges falleció y se llevó el secreto a la tumba. Cuántos otros secretos no habrá desvelado y empezarán a ser descubiertos como ha ocurrido con ese cuento inconcluso titulado “El sueño”. Casi un cuarto de siglo después de su fallecimiento el escritor chileno Arturo Fontaine ha encontrado la jugarreta borgeana y escrito un largo comentario. Da por seguro que la mano de Borges trabajó con el talento de siempre y dio final a ese buen relato del norteamericano que su muerte impidió que fuera concluido.
El cuento “El sueño” de O. Henry en su versión original e incompleta fue publicado en la revista Cosmopolitan. Arturo Fontaine ha sido minucioso en la aportación de datos para sustentar su descubrimiento. El sitúa la última palabrea escrita por el norteamericano y señala dónde pudo haber iniciado Borges su humorada de poner final a lo que no le pertenecía, pero sin usurpar lo que no era suyo. La firma de O. Henry se mantiene. Nadie sabía que ese final era del argentino. Como también Borges mantenía en secreto una serie de artículos y poemas que escribió y publicó en su juventud cuando residía en Mallorca en 1920. Pero no faltan los indiscretos que revelan lo que estaba en la oscuridad.
El cuento desde sus inicios tiene un aire borgeano indiscutible, pero aunque parezca escrito por el porteño no es de él, salvo esa pequeña parte final. Todo lo demás pertenece a O.,Henry dispuesto a producir un relato diferente a los que había escrito antes. Por su parte los editores de la revista Cosmopolitan cuando lo publicaron colocaron un final al cuento, dando a entender que esas frases no pertenecían al verdadero autor. Pero Borges (¿no sería Bioy?) encuentra terreno apropiado para utilizar una pluma o su bisturí, y narrar el final a su manera. El cuento muestra a un condenado a muerte, llamado Murray, que sueña que lo van a ejecutar en la silla eléctrica. Con su habilidad habitual Borges, Bioy o los dos, muestran cómo Murray, condenado por asesinar a su amante, despierta de su sueño agrio y se encuentra con su mujer y su hijo.
Todo ha sido sólo la fantasía del sueño. Cuando se dispone a besar a su mujer, se cumple la ejecución a la que estaba condenado. “La ejecución interrumpe el sueño de Murray”, escribe Borges. La felicidad de estar junto a su familia tiene duración diminuta. Una realidad sobre otra, la ficción envolviendo la realidad o viceversa. El trabajo de Arturo Fontaine es completo. Pero tratándose de Borges no se puede estar tan seguro En la lejanía o donde esté ahora refugiado Georgie puede tener otro sueño más que distorsione la doble realidad del personaje Murray, o simplemente tomar la decisión de perdonarlo de la ejecución en la silla eléctrica.
La psicología vacila cuando intenta explicar las aventuras de nuestro mayor inmaterial en sus andanzas por la región del sueño, "gemelo de la muerte". Este relato no quiere ser explicativo: se limitará a registrar el sueño de Murray. Una de las fases más enigmáticas de esa vigilia del sueño, es que acontecimientos que parecen abarcar meses o años, ocurren en minutos o instantes.
Murray aguardaba en su celda de condenado a muerte. Un foco eléctrico en el cielo raso del comedor iluminaba su mesa. En una hoja de papel blanco una hormiga corría de un lado a otro y Murray le bloqueaba el camino con un sobre. La electrocutación tendría lugar a las nueve de la noche. Murray sonrió ante la agitación del más sabio de los insectos.
En el pabellón había siete condenados a muerte. Desde que estaba ahí, tres habían sido conducidos: uno, enloquecido y peleando como un lobo en una trampa; otro, no menos loco, ofrendando al cielo una hipócrita devoción; el tercero, un cobarde, se desmayó y tuvieron que amarrarlo a una tabla. Se preguntó cómo responderían por él su corazón, sus piernas y su cara; porque ésta era su noche. Pensó que ya casi serían las nueve.
Del otro lado del corredor, en la celda de enfrente, estaba encerrado Carpani, el siciliano que había matado a su novia y a los dos agentes que fueron a arrestarlo. Muchas veces, de celda a celda, habían jugado a las damas, gritando cada uno la jugada a su contrincante invisible.
La gran voz retumbante, de indestructible calidad musical, llamó:
-Y, señor Murray, ¿cómo se siente? ¿Bien?
-Muy bien, Carpani -dijo Murray serenamente, dejando que la hormiga se posara en el sobre y depositándola con suavidad en el piso de piedra.
-Así me gusta, señor Murray. Hombres como nosotros tenemos que saber morir como hombres. La semana que viene es mi turno. Así me gusta. Recuerde, señor Murray, yo gané el último partido de damas. Quizás volvamos a jugar otra vez.
La estoica broma de Carpani, seguida por una carcajada ensordecedora, más bien alentó a Murray; es verdad que a Carpani le quedaba todavía una semana de vida.
Los encarcelados oyeron el ruido seco de los cerrojos al abrirse la puerta en el extremo del corredor. Tres hombres avanzaron hasta la celda de Murray y la abrieron. Dos eran guardias; el otro era Frank -no, eso era antes- ahora se llamaba el reverendo Francisco Winston, amigo y vecino de sus años de miseria.
-Logré que me dejaran reemplazar al capellán de la cárcel -dijo, al estrechar la mano de Murray.
En la mano izquierda tenía una pequeña biblia entreabierta.
Murray sonrió levemente y arregló unos libros y una lapicera en la mesa. Hubiera querido hablar, pero no sabía qué decir. Los presos llamaban la Calle del Limbo a este pabellón de veintitrés metros de longitud y nueve de ancho. El guardia habitual de la Calle del Limbo, un hombre inmenso, rudo y bondadoso, sacó del bolsillo un porrón de whisky, y se lo ofreció a Murray diciendo:
-Es costumbre, usted sabe. Todos lo toman para darse ánimo. No hay peligro de que se envicien.
Murray bebió profundamente.
-Así me gusta -dijo el guardia-. Un buen calmante y todo saldrá bien.
Salieron al corredor y los siete condenados lo supieron. La Calle del Limbo es un mundo fuera del mundo y si le falta alguno de los sentidos, lo reemplaza con otro. Todos los condenados sabían que eran casi las nueve, y que Murray iría a su silla a las nueve. Hay también, en las muchas calles del Limbo, una jerarquía del crimen. El hombre que mata abiertamente, en la pasión de la pelea, menosprecia a la rata humana, a la araña y a la serpiente. Por eso sólo tres saludaron abiertamente a Murray cuando se alejó por el corredor, entre los guardias: Carpani y Marvin, que al intentar una evasión habían matado a un guardia, y Bassett, el ladrón que tuvo que matar porque un inspector, en un tren, no quiso levantar las manos. Los otros cuatro guardaban humilde silencio.
Murray se maravillaba de su propia serenidad y casi indiferencia. En el cuarto de las ejecuciones había unos veinte hombres, entre empleados de la cárcel, periodistas y curiosos que... (1)
Murray, acusado y convicto del asesinato de su esposa, enfrentaba su destino con inexplicable serenidad. Lo conducen a la silla eléctrica, lo atan. De pronto, la cámara, los espectadores, los preparativos de la ejecución, le parecen irreales. Piensa que es víctima de un error espantoso. ¿Por qué lo han sujetado a esa silla? ¿Qué ha hecho? ¿Qué crimen ha cometido? Se despierta: a su lado están su mujer y su hijo. Comprende que el asesinato, el proceso, la sentencia de muerte, la silla eléctrica, son parte de un sueño. Aún trémulo, besa en la frente a su mujer. En ese momento, lo electrocutan.
La ejecución interrumpe el sueño de Murray.