Quisiera interpretar el libro a partir de algunos de mis crímenes capitales como crítico: Cuando leo un libro de cuentos pienso en que el emisor de esos dieciocho cuentos es el mismo y tiene que haber un rastro que los unifique y que nos dé, siquiera borrosamente o en clave, la imagen única de su autor. De modo que tiendo a encontrar el denominador común que los une como si se tratase de una sola historia. Y creo, que no faltan motivos para juzgar así Crímenes municipales.
Creo además que el libro no es una lectura gratuita, pide siempre algo a cambio al lector, un pago, un tributo y debo decir que quizá en ese tributo –es una de mis supersticiones- está el placer estético que nos proporciona. Esto me fuerza a no poder hacer una lectura aséptica o distanciada, sino que de algún modo siento que el texto exige que me implique en él. Hago una lectura interesada que me obliga a ponerme en el lugar del otro como nos pedía Cortázar.
Por último, un tercer pecado que estoy dispuesto a confesar hoy, siempre quiero que la literatura sea algo más, es decir, no creo en la literatura que se conforma con expresión estética, yo pienso que la literatura está dispuesta siempre a cambiar el mundo, pero se resigna luego a sus pobres y minoritarias consecuencias.
Municipal y espeso. Crimen cotidiano.
Vamos por las calles concurridas de una ciudad moderna, subimos al ascensor que nos lleva a la oficina, visitamos los centros comerciales.
En esa geografía urbana el autor descubre lo que no vemos o no queremos ver: una urdida trama de injusticias, vejaciones, asesinatos.
La geografía es central en el libro: importa más que la trama. El narrador ofrece datos precisos de observador minucioso que ha visto crecer y desarrollarse un barrio o los movimientos de los habitantes.
La ciudad no es una ciudad concreta. Puede ser cualquiera. Es la ciudad global en la que las particularidades y las diferencias se borran. Es un mundo sin personalidad, anodino y mecánico.
Hemos construido un mundo monstruoso y cruel, el progreso culmina en deceso, la frialdad de los edificios y el laberinto de las calles se impone al hombre, lo desplaza, lo minimiza, lo anula.
El mundo externo, el de la mera superficialidad prima sobre el interno, el de la reflexión, el del deber y la culpa.
Es un escenario moderno, que nos oculta tras vidrieras y plástico, el horrísono espectáculo del crimen, que sabemos que está ahí, pero no queremos ver.
No pertenecen a una sola etnia, ni a una clase social. El crimen recorre las más diversas etnias, se desplaza por los barrios ricos y pobres, se acomoda en las familias acomodadas y en las desesperadas. El extorsionador y el activista político. El libanés, el judío, el galés.
El criminal: “hoy tiene un aspecto muy distinto de hace años… eran criminales a los que su aspecto delataba… desastrados, desquiciados… alguna alteración o anormalidad anunciaba su comportamiento.
“Ahora son muchachos de clase media, vestidos a la última moda y que hablan con un lenguaje correcto, su dirección en la ciudad es más difícil de ubicar y su cordialidad les abre fácilmente las puertas de cualquier parte”
Es mucho peor así, porque cuando no podemos distinguir la anormalidad tampoco podemos saber dónde se origina el mal. El asesino es sin porqué. Y caemos en el desconcierto y la desesperanza.
El mundo de Darío Ruiz es de una violencia absurda. Es el crimen vacío de otra finalidad que no sea la venganza, el mal gratuito. Estamos más cerca de El extranjero que de Dinero negro. Estamos más cerca del existencialismo o la literatura del absurdo que de la novela negra.
“Sicarios que asesinan por gusto … personas cuya inteligencia está dirigida exclusivamente hacia el crimen como un reto que exige esta inteligencia…. Personajes que gozan haciendo el mal.”
Perviven, claro, las fuerzas tradicionales: la avaricia, la lujuria y la muerte. Pero estas son explicables, la gratuidad es el reino del absurdo. Y el mal se hace más maligno si cabe.
Los Crímenes municipales son crímenes a sangre fría. Los personajes tal vez acostumbrados a convivir con ellos los contemplan con impasibilidad. Un muchacho de quince años recibe la cabeza de su tío asesinado que alguien ha colocado sobre su mesa y dice:
“El día en que alguien dejó su cabeza sobre mi escritorio continué con mi diaria rutina y lo hice llevado de un sexto sentido, pensando a través de mi sangre cauta que si me apresuraba a hacer un escándalo se cerraría la oficina y yo me quedaría sin trabajo”.
Que la naturaleza del crimen sea absurda o inexplicable, que el mal sea algo gratuito afecta necesariamente al modo de contar, a la importancia de la trama en los cuentos de Crímenes municipales. En la novela de intriga, en el cuento policial, el descubrimiento del crimen es indispensable y central porque el universo tiene un orden y ese orden se restablece en la solución final del enigma.
Aquí el crimen no tiene explicación ni solución y no hay recomposición del orden porque el orden mismo está cuestionado. Los culpables no son finalmente atrapados, no hay un detective que vislumbre la solución del enigma, la culpa puede recaer en un inocente que va a parar a la cárcel, el crimen no se restituye.
Uno de los personajes observadores del libro se deslumbra ante el rostro divino de una joven libanesa llamada Musné a la que ve en la iglesia. Pero al asombro de su belleza deberá sumar el asombro de descubrir que su padre es acusado de pertenecer a una organización delictiva. El desengañado enamorado se pregunta entonces:
“¿cuál era entonces el verdadero rostro del pecado?” (79)
Si algo falta en la conciencia de los protagonistas del libro es rebeldía. Los cuerpos de los cadáveres cunden por doquier ante la indiferencia general: no hay ley, no hay ética, no hay reacción.
Es como si todo el libro estuviera acusándonos de que el peor mal que nos acosa es la indiferencia, comportarnos como si el crimen fuera algo a lo que debiéramos acostumbrarnos. Esa impasibilidad nos alerta, nos instiga, nos acusa:
“El mayor crimen está ahora, decía Ortega y Gasset, no en los que matan, sino en los que no matan pero dejan matar”.
Estos dieciocho crímenes terminan con un relato extraño y ambiguo, <i>Los velos de la tarde</i>, que culmina simbólicamente la serie. Todo en él es presentimiento, todo en él es inminencia, frente a los demás, en que el crimen es explícito, aquí un remedo de familia sucumbe a un pánico que el marido quiere ocultar a toda costa. Ese pánico paralizante y destructivo expresa la angustia final del libro, la necesidad de encontrar una respuesta para la sinrazón del crimen.
¿Es posible desterrar el asesinato del comportamiento humano?
¿Propicia el crimen la sociedad que hemos construido?
¿Vivimos en un mundo en el que la ética y la moral no tienen importancia alguna?