La sangre
las sangres
el grito suspendido
María Mercedes
la tierra en los orificios
del encuentro hacia la nada.
Durante mis visitas esporádicas desde la fundación de la Casa de Poesía Silva en 1986 conversaba a ratos con María Mercedes. Al principio, su imagen no me provocaba ninguna complicidad. Todo lo contrario. La veía distante detrás de esos lentes que se le escurrían de la nariz para corregir al interlocutor en algo que no aportase a la conversación, eso que cada quien sopesaba para la poesía.
Sabía de su temperamento encendido propio de las personas francas y categóricas, no de ese carácter hierático del que no se sabe qué esperar. Al invitarla a subvencionar unos talleres de poesía en las cárceles, su rostro mostró, para mi sorpresa, un repentino cambio: de una seriedad contenida pasó a una alegría radiante, como si recibiera una gran noticia. Lo primero que hizo, tras exponerle la propuesta, fue buscar entre los papeles de su escritorio un montón de cartas que le enviaban colombianos confinados en distintos penales del mundo. Me las entregó para que las leyera en los talleres, luego anotó: “No te olvides de Wilde y su Cárcel de Reading y De Profundis”. Se levantó de su escritorio y me invitó a la librería en busca de un texto del carcelero de Wilde. Hablamos de los poetas que tenían que ver con la prisión: Porfirio, Mutis, Cervantes, Miguel Hernández, y otro de sus preferidos, Cesare Pavese. “De mi poesía nunca hable en las cárceles”, advertía. Conocía parte de su obra y entendía sus razones, o imaginaba entender que ese tono existencial y poco esperanzador no iba con los internos.
Para María Mercedes era claro que la poesía debía salirse de los espacios convencionales, es decir, de la academia. A pesar de haber sido educada en ella y de haber estado en contacto con las letras desde su infancia en España, Francia y luego en la Facultad de Filosofía y Letras, el asunto de la poesía no venía, desde luego, a cuento. De allí que sus esfuerzos, a través de la Casa de Poesía Silva, con la burocracia distrital y nacional, fueron corajudos para que la poesía pudiera llegar a parques, prisiones, escuelas y colegios, cercanos o perdidos en la intrincada geografía de este país.
En nuestros diálogos eventuales sobre la dinámica carcelaria, me invitaba a su oficina. Terminaba de revisar una nota para uno de tantos libros inéditos que le llegaban de poetas. No dudaba en escribir algún comentario que enviaba a vuelta de correo -acaso pensando en Rilke y su Cartas a un joven poeta- como un gesto de reconocimiento a su trabajo. Me habló de una misiva que había recibido de un recluso que alegaba derechos constitucionales para que se dictaran los talleres. El asunto me llevó finalmente al Espinal (Tolima) en respuesta de aquel recluso a quien tiempo atrás, y como una afortunada coincidencia, había participado del taller que yo dictaba en la Cárcel de la Picota. El personaje se encontraba pagando sus últimos años en un presidio de mediana seguridad, era militante del Ejército de Liberación Nacional (E.L.N).
Los primeros libros de María Mercedes aparecieron en los setenta. Venían un poco de la mano en el tiempo de los poetas Nadaístas, con su libro <i>Vainas y otros poemas</i> (1968-1972), y que le valió un lugar en la literatura de este país sitiado llamado Colombia. Para María Mercedes era claro el presente y el futuro de ese movimiento, así lo dijo en la revista Nueva Frontera: “Los nadaístas llegaron con casi medio siglo de retraso a sus fuentes. Los poetas de esa índole hicieron de los versos un asunto baldío. Resucitaron lo más trasnochado del surrealismo y adoptaron las más burdas actitudes de los poetas malditos decimonónicos. Comenzaron atacando ferozmente a una burguesía que al final los asimiló, los hizo suyos y los ensalzó”. Esta reflexión no la hizo distante de sus protagonistas y colaboradores de la Casa de Poesía Silva, como Jotamario, su amigo, con quien tuve la oportunidad de viajar, junto a la poeta, al Perú, en el año 2002 con motivo del festival “El patio Azul”, organizado en Cajamarca por el filósofo Alberto Benavides Ganoza.
A mi modo de ver, durante este último viaje, en algún momento de su intimidad conversó con la Pacha Mama, para hablar con ella, por el don de la mal amada poesía en nuestros países.
En la piscina del hotel Laguna Seca, construido en las termales donde se bañaba Atahualpa, estaba Jotamario con su vaso de whisky; un poco más allá María Mercedes y Alberto Benavides. Por un momento vino una discusión de amor a la patria y, en tierras peruanas, María Mercedes exaltó a Bolívar, recordó La Carta de Jamaica y la visión de futuro por estas tierras del Alto Perú: “conmoviendo a Arequipa e inquietando a los realistas de Lima”, dice de memoria María Mercedes. Alberto respondió: “Bolívar no era más que un Napoleoncito”, cosa que le molestó por cuanto entendía el espíritu libertador de Bolívar. Alegó que Bolívar no tenía nada que ver con el que deseaba someter a gran parte de Europa, y le recordó lo que Napoleón dijo: “Nadie está por encima de Napoleón, ni siquiera Dios ni la iglesia”. En el recital, en el complejo Monumental de Belén, en Cajamarca, le dedicó a Alberto Benavides el poema “De Boyacá en los campos”.
En otra ocasión me habló con entusiasmo de un servicio más de la Casa Silva. La biblioteca para ciegos y su sistema Braille. Todas estas aventuras, con el apoyo de sus fieles amigas del grupo Maizena, (Asenet Velásquez, Pilar Tafur, Carmen Barvo y Martha Álvarez) han hecho que la poesía sea oída y dignificada en todos los rincones de Colombia, en significativos certámenes que sería extenso enumerar aquí. Recordemos el de la plaza de toros de Bogotá donde corre sangre en función de un ritual entre el hombre y la bestia, pero esta vez la presencia era la poesía y se llamó: Descanse en paz la guerra. Noche en la que se oyeron las voces de los poetas Juan Manuel Roca, Jotamario, Andrea Cote leyéndole a una multitud los versos de los ganadores de un concurso nacional convocado por la Casa de poesía Silva. Los proyectos a favor de la poesía y de la vida fueron grandes, casi invisibles para un país anestesiado por la guerra. Las generaciones futuras hallarán el testimonio de una época aciaga vista desde la poesía, quizá la manera más cierta de testimoniar lo que hemos sido.
En la noche del 10 de julio de 2003, asistí a la presentación del libro Amazonia de mi amigo Juan Carlos Galeano. Escuchamos su recital con otros conocidos cerca al portón, María Mercedes se retiró un poco antes de que terminara. Se alejó de nosotros con “un gesto de persona decente” como dice en su poema “El oficio de vestirse”. Fue la última noche que la vi. Partió hacia la permanencia en otros ámbitos. Mientras tanto seguíamos hablando del interés de Juan Carlos de traducir al inglés El canto de las moscas, pequeños poemas en los que está la presencia física de esos bellos nombres de nuestra geografía con sus versos certeros, despojados de retórica imprescindibles en la historia de la poesía colombiana. De ese, su último recital, recuerdo los versos donde las casas le respondían a la gente cuando las increpaban a que regresaran al pueblo, del poema “Casas” que leía Juan Carlos: “aquí la estamos pasando bien, la estamos pasando bien” mientras ella se iba en otras búsquedas, para dejarnos su casa, ella se iba dejándonos su casa. Al otro día me dicen que ha muerto. Pero no, ella sigue oficiando el goce de la poesía desde ese retrato que está al lado de la puerta de la que antes fuera la habitación en la que se disparó Silva. Nos mira como recogiendo las palabras del actual director Pedro Alejo Gómez Vila: “quien quiera que vaya a edificar una casa comienza por escoger su lugar; esta casa está edificada en el tiempo. Escoge luego los materiales. Esta Casa está hecha de poesía, lo dice su nombre.” Y ella ahí recostada en la chambrana que da al patio interior como evocando su partida.